Miércoles, 3 de abril
Quedan cuatro días:En clase de inglés hemos pasado de hablar sobre poetas estadounidenses deprimidos al tema dedicado a la obra El paraíso perdido. Hemos cruzado el charco de un salto: hemos pasado de los poetas deprimidos estadounidenses a los autores deprimidos británicos.
La señora Marks está enamorada de John Milton. Tiene el libro todo el rato pegado al pecho, como si el ejemplar fuera un bebé y uno de nosotros fuera a arrancárselo de las manos y salir corriendo con él. Por lo visto, tuvo que luchar durante años para que le permitieran incluirlo en el temario, y todavía actúa como si el director del instituto fuera a entrar en cualquier momento para prohibirlo.
Camina de un lado para otro del aula. Ella es así. Nos obliga a estar sentados y quietos como estatuas, y ella se pasa la hora entera revoloteando a nuestro alrededor.
—Como ya sabrán, a estas alturas del año, soy una yonqui de las grandes citas. De las frases ocurrentes.
Algunos compañeros de clase sueltan una risilla cuando la oyen decir «yonqui». Yo me froto los ojos, porque hago todo lo posible para mantenerme despierta. La atmósfera en el aula es sofocante; ya me cuesta prestar atención a la señora Marks cuando la clase está a una temperatura normal. Miro el reloj. Trece minutos más hasta que suene el timbre y pueda marcharme a clase de física.
—Y a pesar de lo mucho que me gustan algunos poemas de John Berryman, Sylvia Plath y Allen Ginsberg, no soy objetiva con la poesía británica —dice cuando oye más quejas. El tema de la poesía estadounidense no fue muy popular. Menuda sorpresa—. John Milton podría gozar del peculiar honor de haber engendrado con su pluma la que es mi cita favorita.
Deja de dar vueltas y se dirige hacia la pizarra blanca. Coge un rotulador azul y garabatea.
—«La mente es su propia morada y, en sí misma, puede convertir el cielo en infierno, el infierno en cielo.» —Lee la cita, y luego añade—: ¿Alguien puede decirme qué quiso decir Milton con esto?
La clase se queda totalmente callada. No se oyen más quejas. Yo releo la cita, y las palabras me retumban en la cabeza. Por primera vez en todo el año, abro el cuaderno de inglés en plena clase. Está casi vacío, salvo las hojas en las que apunto los deberes que nos ponen. En el encabezamiento de una hoja en blanco copio la cita.
—¿Rydel? —dice la señora Marks.
No puedo creer que esté dirigiéndose a mí. Jamás me pregunta nada. Creía que era una especie de acuerdo tácito. Una especie de pacto entre ambas.
—No lo sé —musito, encogiéndome de hombros.
—Venga. —Tamborilea en la pizarra con el rotulador—. He visto que estabas escribiendo algo. Seguro que la cita te ha hecho pensar. Haz un esfuerzo por compartir esa reflexión con los demás.
Inspiro con fuerza y leo la cita por tercera vez. La cita me hace sentir como si alguien hubiera enchufado mi cerebro a la corriente eléctrica y le hubiera dado una descarga de energía.
—Me recuerda a Einstein.
Después de decirlo, la clase vuelve a soltar risitas y gruñidos.
—Silencio. —La señora Marks hace callar a mis compañeros—. Continúa, Rydel.
Sé que me conviene dejar de hablar. Hace una semana lo habría hecho. Pero, en este momento, siento que tengo algo que decir y no puedo silenciarlo más.
—Lo que intentaba explicar es que me recuerda a la teoría de la relatividad de Einstein. Aunque, evidentemente, Milton no está hablando de la velocidad de la luz; está hablando sobre cómo ve la vida la mente humana.
La señora Marks asiente con la cabeza y me anima a proseguir, y lo hago.
—Sin embargo, en realidad, Milton y Einstein decían más o menos lo mismo. Que todo es subjetivo para la mente humana. Nuestras emociones, nuestras opiniones, todo es relativo. Todo depende de la perspectiva.
—Excelente, Rydel —dice—. Deberías participar más.
Y, para mi sorpresa, no oigo ningún susurro. Nadie me insulta por lo bajini. El aula está en silencio, y la señora Marks sigue con su cháchara interminable sobre El paraíso perdido. Nos manda como deberes leer las páginas correspondientes del libro, y suena el timbre. Justo cuando estoy saliendo de clase, la señora Marks me hace una rápida señal de aprobación levantando el pulgar.
Asiento con la cabeza y le sonrío con la mirada. Camino deprisa por el pasillo para poder llegar a clase de física antes de que entre todo el mundo. Estoy prácticamente sin aliento cuando llego al aula del señor Scott.
—¡Vaya, Rydel! —dice con las manos puestas sobre la cabeza—. No hace falta que corras tanto.
—Lo siento —digo jadeando. Intento respirar con normalidad—. Es que quería preguntarle si todavía estaba a tiempo de presentar la solicitud para aquel programa de verano.
Le aflora una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí. El plazo termina el primero de mayo. Todavía hay tiempo para que envíes tu solicitud. —Se dirige hacia su mesa y abre uno de los cajones. Saca otra copia del folleto y me la pasa—. Solo por si has perdido el otro. —Me guiña un ojo.
Pienso en decirle que todavía conservo el que me dio. Que las fotos en papel satinado ya están arrugadas porque he pasado horas y horas manoseándolo, intentando imaginarme a mí misma como uno de esos chavales sonrientes, con gafotas de laboratorio demasiado grandes para mi cara, mirando por un microscopio o construyendo un puente con palillos.
Todavía no logro verme a mí misma de esa forma, pero sí puedo imaginármelo como una posibilidad. Puedo sentirlo como una posibilidad en lo más profundo de mi ser.
Pero no le digo nada de todo eso al señor Scott. Agarro el segundo folleto y le sonrío.
—Gracias.
Estoy dirigiéndome a mi mesa cuando él me dice:
—Ah, oye, Rydel.
—¿Sí? —me vuelvo.
—¿Cómo va su proyecto? Estoy impaciente por ver qué se les ha ocurrido a Tyler y a ti.
Recuerdo nuestra visita al zoológico. Me da la sensación de que fuimos hace siglos.
—Lo tendremos para el día diez.
El señor Scott sonríe.
—Bien, lo espero con impaciencia.
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MI CORAZÓN EN LOS DÍAS GRISES ✧ RYDELLINGTON
Teen Fiction❝ I ain't no Superman, but I can change your world. ❞