9: Luces amarillas

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ÁNGEL
Conocí a Andrés, consciente de quién era él y quién era yo, cuando ambos teníamos cinco años. Nuestras madres eran amigas de infancia e incluso nos tuvieron en el mismo hospital.

Yo era un niño bonito al que todas las madres querían cargar y besar en las mejillas, mientras que él era un chico que se la pasaba la mayor parte del tiempo llorando y casi todo mundo le huía cuando estaba cerca.

Doña Esther dice que la principal diferencia entre él y yo cuando éramos niños es que Andrés casi no sonreía, pero cuando lo hacía eso tenía un efecto tranquilizante y casi hipnótico sobre quiénes estaban cerca. En cuanto a mí, reía con demasiada frecuencia, y era mi llanto lo que era inquietante.

En la guardería o cuando a una de nuestras madres le tocaba cuidarnos, éramos inseparables. Si Andrés iba a un lado, yo tenía que acompañarlo. Si pedía algo yo también, si se enojaba yo lo apoyaba. La gente incluso empezó a creer que podíamos tener la misma sangre. Y también a murmurar, algo que sabría muchos años después, que quizá éramos hijos del mismo hombre.

Respecto de ser hijos del mismo hombre, en un momento dado de mi vida me puse a hacer las preguntas adecuadas. Y descubrí algo que me pareció tan común como interesante: Andrés no era hijo del hombre que le dió su apellido. O eso fue lo que me dijeron, por lo que empecé a hostigar más y más a doña Esther hasta el punto en que yo era como un hijo suyo y un día de tantos le hice la pregunta.

—Él no lo sabe, creo yo, pero hay adultos que se lo podrían revelar un día de tantos.

—Andrés lo sabrá afrontar, de eso estoy seguro. —Dije yo, con una sonrisa cálida— Aunque quizá ni siquiera es importante que lo sepa.

Doña Esther se quedó en silencio y continuó recogiendo las tazas en las que acabábamos de tomar café. Me ofrecí a ayudarle con la bandeja y continuamos en silencio hasta la cocina, donde bien podría esperar a que el reloj de la sala avanzara y yo volviese a casa.

Sería hora de llamar a Andrés.

—Mi hijo es un chico muy fuerte. Algo callado y serio, pero fuerte. Es de quien más orgullosa estoy.

—¿Usted escogió el nombre?

—Fue su padre quien lo escogió. —Recorrió con su mirada el exterior y sonrió— Su verdadero padre. Yo lo amaba tanto...

Nos volvemos a quedar en silencio. Enciendo el grifo y empiezo a lavar las tazas. El sonido que hacen al chocar me resulta algo incómodo, quizá es por la revelación de doña Esther o porque siento que esto no me incumbe en lo más mínimo.

Antes, imaginar que quizá Andrés y yo éramos hermanos me parecía algo bueno, pero la verdad era ésta y me sentía un intruso.

Me preguntaba qué había pasado cuando Andrés nació. Si ella dice que hay varios adultos que supieran la verdad, el padre legal también, pero jamás vi que diese muestras de ello. Ése hombre parecía amar a Andrés más que a sus otros hijos. Sobre la esposa, eso es otra historia, a veces era como si la odiara y a veces como si la amara.

—¿Él está... muerto?

Nada como respuesta.

Coloco las tazas en su sitio y doy media vuelta, con las manos en los bolsillos, sonriendo a doña Esther.

—Cómo has crecido, Ángel, aún me parece que eres un niño. —Se acercó y me dió un abrazo— Mi hijo te necesita, Ángel, cuida de él.

—Lo haré. —Susurré, cerca de su oído— Como cuando niños.

Yo cuidaba de Andrés desde siempre, o así lo veía, no lo imaginaba al contrario. Vivía pendiente de él. A los diez, estaba prendado de Andrés, de una forma que no podría explicar con mi limitado vocabulario de entonces. Había crecido, sí, pero aún hacía berrinches a causa de los estados de ánimo de él. Casi todo en mí, dependía de él.

ÉRAMOS CINCODonde viven las historias. Descúbrelo ahora