10: Sacrilegio

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TOMAS
Los días eran grises para mí cuando era un niño, tan grises como lo es ésta noche en la que Daniel y Michael nos acaban de dejar a Ángel y a mí para irse al departamento de la maldita ciega.

Estamos en la habitación de Andrés, Ángel buscando una camiseta en su ropero, yo sentado sobre la cama en la que él solía dormir cuando estaba vivo. La cama en la que lo encontré.

Alrededor nuestro están varias fotografías, todas ellas tomadas de cerca al rostro de una chica, a sus manos, a sus ojos, a su sonrisa, a su nariz, a su cabello. Es Marina, la misma que visitó a la familia para escupir en el rostro de Andrés. El mismo rostro que limpié de inmediato y ante el cual lloré, de culpa, porque no hice nada para ayudarlo.

Siempre creímos que la chica de las fotos podía ser la novia de Andrés, quizá una enamorada, pero con el tiempo nos convencimos de que no. Es raro, pero ninguno de nosotros tenía una relación o mostraba interés en tenerla. Nos bastaba con estar juntos, con las bromas, y con molestar a personas menos dichosas. Me pregunto si era requisito estar solos.

Ángel dice que vio a Andrés escribir. Lo imagino en la esquina de su cama, la que está cerca de la ventana, lápiz y papel en mano. Me pregunto dónde puso el maldito papel, qué sitio habría escogido para esconderse. Su habitación es muy obvia, su casa también, y la idea del departamento no me es tan convincente ahora. Creo que Andrés ni siquiera quería que se encontrara. Bien pudo quemar los papeles, botarlos a la basura o dárselos a alguien más. ¿A quién?

Andrés estaba tendido en su cama cuando lo encontré, el día de su suicidio. Lo recuerdo, tendido, con las muñecas deshechas por el roce del cuchillo, el cabello desordenado, la nariz sangrando, la ropa sucia, sus ojos casi muertos viendo hacia la puerta e intentando hablar. Me quedé atónito por unos segundos, sin detallar el desorden en su habitación.

—¡Andy! —Grité.

Intenté ir hacia él, pero alzó la mano y me indicó que no avanzara. Me quedé ahí, sin creerme todavía el escenario, y ví sus labios moverse hasta formar una oración: en el armario. No entendí muy bien qué podía significar eso, así que di media vuelta y salí corriendo en busca de ayuda.

—¿Tomas? —Preguntó doña Esther, confundida, al verme bajar— ¿Qué sucede?

—Andrés.

Una palabra bastó.

Rehicimos el camino, corriendo, hasta llegar de nuevo a la habitación. Andrés estaba en la cama, tendido, con los brazos extendidos como para ser crucificado, la mirada vacía, la nariz goteando sangre sobre el piso. La tela bajo sus muñecas era roja y se veía casi líquida. Doña Esther, sin pensar en nada lógico, corrió hasta dónde él y rompió en llanto.

En el piso estaban varios de sus libros, caídos. El armario estaba abierto. Me acerqué más a ellos y cerré la ventana abierta, antes de dar media vuelta y salir corriendo lejos de ahí, aterrado por una muerte tan injusta y tan inesperada. Un chico fuerte y feliz, de pronto, sin más, se va de nuestro lado. ¿Por qué?

Mientras me alejaba de ahí, siempre en dirección a mi casa, pensé en la tarde en que Andrés me salvó. Antes de encontrarlo, antes de que me salvara, estaba en una habitación oscura, en una casa supuestamente santa, cerca de un lugar donde la gente dice que Dios mora. Siento asco con el pensamiento, con el amago de recuerdo, y me dejo caer sobre una acera para llorar.

Lloré mucho esa tarde. E, incluso, luchando contra todos los demonios de mi pasado, fuí hasta la iglesia que juré no volver a visitar y entré casi de puntillas. Me ubiqué en una de las últimas bancas, la más cercana a la puerta, me arodillé  y con lágrimas en los ojos pedí al cielo si es que alguien había ahí, que se apiadara de Andrés, del que era más que un hermano para mí.

ÉRAMOS CINCODonde viven las historias. Descúbrelo ahora