5: El inicio del ciclo

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ÁNGEL
Tengo miedo, como cualquier maldito ser humano normal. El piso hediondo y amorfo desde el que veía el rostro de Andrés, la mano que me jalaba, las voces y carcajadas... Todo eso me parece lejano ahora. Porque ahora sé que no solo me enfrento a Andrés sino también a ella, a la maldita discapacitada.

Conmigo están los demás: Daniel, Tomas y Michael. Y eso debería hacer que me sienta mejor, porque cuatro es mejor que uno, pero esa idea es la que más incertidumbre me provoca. Aceptar que debemos estar juntos otra vez, como cuando la matamos, es aceptar que se nos viene algo grande encima.

Y no sé si tenga las fuerzas para hacerlo, para enfrentar a alguien que ni siquiera veía, que podía poseer los cuerpos de los demás y hacer lo que se le antojara cuando estuviese dentro. Yo lo sé, de primera mano. Mierda, si ya han estado dentro de mí. Y no es nada fácil.

Ellos entran. Y se adueñan de lo que se les antoje. Es como sentir que un tentáculo rugoso, helado y cubierto de un líquido viscoso, va tocando tu cuerpo desde las extremidades hasta el centro. Eso, pero peor, como varios tentáculos que se acercan hasta tu miembro y ahí se alojan. Pero no se queda hasta ahí. Luego, es como si entraran en tu piel y desde ahí repitiesen la acción, provocando un picor y un asco incontenibles.

Cuando llegan, parecen multiplicarse en millares de granos asquerosos dentro de ti.

Tu mente da vueltas, asqueada, cuando la verdadera identidad se adueña de ti. Y te expulsa, te relega al papel de un simple receptáculo, alguien que siente asco de sí mismo y se siente humillado, violado, casi sodomizado. La impotencia, el asco, el odio... Las ganas de acabar con...

Alto.

Las ganas de acabar con todo. Incluido contigo mismo. Ése deseo de recuperar el control sobre tu propio cuerpo, coger un cuchillo y despedazar tu piel con odio hasta que crees que ese algo ya no está. Y luego, acabar​ con tu vida. Suicidarte.

Suicidarte.

Pienso por primera vez en el Andrés que vi el día en que se suicidó. Llegué temprano, movido por una culpa nueva en mí, con ganas de hacerle frente y decirle que lo sentía, que yo no quise que las cosas fueran como fueron el día en que me hizo un favor que me salvó la vida. Él estaba en su habitación, escribiendo frenéticamente sobre unas hojas blancas con su pulida letra de carta.

Elevó la mirada hacia mí e hizo algo que hacía mucho no le veía conmigo: sonrió. Sonrió con tanta naturalidad, con esa despreocupación que lo hacía ver joven y atractivo, que me fue inevitable responder el gesto. Y fuimos, brevemente, dos amigos normales que se alegraban de verse.

Nada más alejado de la realidad.

—Eh, hola Angelo.

Usaba ese nombre cuando estaba muy furioso y cuando estaba muy feliz. Nunca frente a los demás, por cierto. Y escucharlo llamarme así me relajó un poco. Respondí el saludo llamándolo Andy y me senté en la cama, cerca de él para que me escuchara pero con la distancia suficiente para no ver lo que escribía ni entrometerme tampoco.

—Quiero decirte algo.

Sigue escribiendo.

—Claro, déjame que pongo punto final a esto y... —Suspiró y cogió tres hojas en las manos— Ya, ya está. Lo siento, pero es que necesitaba liberar eso.

Sonrío.

—¿El qué?

—Bueno, ¿me querías decir...?

—Venía a pedirte disculpas por lo que pasó con Marina... No quería que las cosas acabasen así.

Una sombra recorre brevemente su mirada y me pregunto si me equivoqué al sacar el tema. Sonaba bien dentro de mi cabeza, pero aquí no tanto. Andrés congeló un gesto de asco en su rostro y parpadeó.

ÉRAMOS CINCODonde viven las historias. Descúbrelo ahora