16: Abrir los ojos

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MICHAEL
Hay una mujer tendida en la cama, con la cabeza sobre una almohada y los ojos viendo hacia arriba. Su cabellera negra, lustrosa, es como una alfombra bajo su cuerpo. Su rostro brilla, con toques amarillos y otros naranja, mientras se desfigura su belleza en un gesto de profundos dolores.

La parte superior de su cuerpo está cubierta por un vestido sin mangas de color amarillo muy oscuro, un vestido que insinúa las puntas de sus pezones y da a su piel morena un toque irreal. Bajo ella, del ombligo hacia abajo, una sábana gris, cuya superficie se mueve como si hubiese alguien respirando desde dentro.

Es una habitación pequeña, desprovista de muebles. Sólo está la cama en la que la mujer descansa y un armario cuya puerta está entreabierta. Al lado derecho de ella, una ventana que insinúa un cielo nocturno tapizado de estrellas. A su derecha, una puerta cerrada que quizá impida que sus gritos se escuchen.

Porque ella grita, sí, está gritando. Por eso es que hay dolor en su rostro, por eso es que la tela que cubre la parte baja de su cuerpo se mueve, por eso es que sus uñas se entierran en las sábanas de la cama, por eso es que suda y el sudor hace que su rostro y su piel brillen.

Hay una anciana enfrente, inclinada hacia delante y con las manos dentro de la sábana gris, puestas las palmas en cada pierna de la mujer y cerca de sus muslos. Y empuja hacia afuera, conteniendo en su rostro las palabras obscenas que está pensando. Ella también suda.

—¡Vamos que tú puedes!

La mujer ve lo que hay dentro de la sábana: oscuridad. No escucha el llanto, no siente nada. Y aunque sabe que sus manos deberían estar dentro, intentando sacar al bebé, ayudando a que salga, siente asco de esto. Por primera vez en sus décadas de partera, siente asco de la mujer que está dando a luz.

Este sitio en el que está, esta habitación en la que han dado a luz cientos de mujeres más, se le antoja fea bajo la luz amarillenta que proyectan los dos bombillos que cuelgan del techo. Está sudando, hay sudor en su espalda, en sus piernas, en sus manos, casi dejándola ciega mientras las gotas caen sobre su rostro.

Mueve un dedo. Empuja la mano, las manos, como si no fueran parte de ella, y se dice que no hay nada de malo, que simplemente es una mujer y un niño que dará a luz. Entre el líquido hediondo, la viscosidad y el tumor en sus dedos, siente algo: piel. ¿Quizá la piel de la cabeza del bebé?

No, no puede ser eso. La piel que sus manos tocan es una piel rugosa, como si en vez de una cabeza tocara una rodilla muy grande. Siente el impulso de sacar las manos y de maldecir a la mujer, de salir corriendo y darse un baño de dos días que le quite la pestilencia y el asco de su propio cuerpo.

No lo hace, no, porque eso sería sucumbir a su imaginación. Es un parto como todos y acaba cuando el bebé sale del vientre, se corta el cordón umbilical y se lleva el pequeño a los brazos de una madre cansada y reducida casi a polvo después de tan cansada y dolorosa labor. Eso es el fin y podrá estar en paz.

La mujer de la cama grita y se mueve como una bestia. Intenta cerrar las piernas también, como si no supiera que se debe hacer lo contrario. Ella las abre, mete la mano, ignora el tacto rugoso que siente y lo viscoso y lo líquido y trata de hacer fuerte el agarre para sacar al niño. O a la niña.

No es una mujer especialmente religiosa, pero no deja de pensar en los versículos del Apocalipsis que hablan de un parto. Ignora eso y aprieta el cuerpo del niño y jala hacia afuera. La mujer está gritando cada vez con más fuerza, pero eso no debe detenerla. Saca al bebé y serás libre, se dice.

—¡Vamos, resiste, Susana, resiste!

Siente que todo su cuerpo está sudando. Reúne la fuerza que le queda en el agarre de la mano y en la certeza de que solo debe sacar al bebé. La mujer sigue gritando, con fuerza, como si le estuviesen matando y de pronto, tras un grito animal, se queda en silencio.

ÉRAMOS CINCODonde viven las historias. Descúbrelo ahora