Capítulo XIII

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Pov Annie

Aquella maliciosa voz dejaba de ser un susurro mientras se hacía más prominente en los rincones de mi enredada mente. Parecía que mis piernas, temblorosas e inestables, habían cobrado vida propia; avanzaban mecánicamente hacía una dirección completamente desconocida. Una inmaculada blancura envolvía el entorno, envolvía la nada. Todo lo conocido se había esfumado, se había desintegrado, se había reducido a nada, y eso era lo que me rodeaba. Aquella insoportable luz no hacía más que recordarme mi aislamiento y soledad. Lo único que me acompañaba era esa ascendente voz, la cuál parecía haber salido de lo más profundo y oscuro de mi subconsciente. El tiempo transcurría sin pasión, haciendo que mi corazón se acelerara con cada segundo y que mis más recónditos miedos afloraran  con cada minuto. No había salida, no había entrada, estaba encerrada, mientras aquella cruel voz me penetraba las orejas y me arañaba las entrañas.

—Eres un monstruo. Lo saben...— reía la desalmada grave voz. Al tiempo que los sonidos se convertían en palabras el blanco entorno se oscurecía. Una tormenta se acercaba.

—No sirves para nada, nada, nada...— todo tenía un tono gris, cada vez más sombrío y apagado.

—La muerte te acogerá en sus brazos, y quedarás sola, para siempre, siempre, siempre...— la oscuridad eclipsó la luz, la negrura lo devoró todo.

Toda la luz se había convertido en una pequeña esfera luminosa situada al final del sombrío túnel. Mis piernas seguían caminando a una velocidad mayor, hacia lo que parecía la inalcanzable salida. Noté como la espalda y la frente se me empapaban de un frío sudor; había comenzado a correr acompañada de una extraña inquietud. Mis ya acelerados latidos se aceleraron más, mis temblorosas piernas ardían en contraste al helado ambiente, mis cansados suspiros comenzaban a convertirse en un grito lleno de terror. Algo me perseguía por detrás, y tenía la terrible certeza de que nada bueno ocurriría si me detenía. Por ello, corrí, corrí y corrí hasta quedarme sin aire. Entonces lo sentí. Sentí como unos largos y gélidos dedos me acariciaban la columna vertebral, presentí un glacial y hediondo aliento en la nuca.

Pero en el peor momento las piernas me fallarón, causando que me desplomase en en el frío suelo mientras que el impacto de mis rodillas creaba un doloroso eco en el interminable túnel. Acto seguido, la cruel y helada mano me traspaso la espalda, llegando hasta mi pecho, hasta mi corazón. Deseaba gritar, pero mis gritos ya no tenían sonido alguno. Mi debilitado corazón latía con  las fuerzas que le quedaban, intentado escapar de aquellos congelados y diabólicos dedos que querían rodearlo. Podía percibir como mi respiración cesaba poco a poco, muy lenta y despiadadamente. Mi alterado corazón se encogían por momentos, y es que aquel ser lo estrujaba con una firmeza implacable. Y trás una dolorosa lucha por aferrarme a mi existencia, sentí como el calor abandonaba mi moribundo cuerpo, a la vez que un frío invernal se apoderaba de mis entrañas. Mi fuego, mis llamas, mi hoguera, se apagaban...

—Abrid los libros por la página 245, por favor.— La lejana voz de la señorita Parkinson regresó a mi cansada mente. Una serie de recuerdos me ametralló la vista, luminosos y fugaces.

—Quién será la primera?— La reina Susan me observó expectante desde un sombrío rincón, con algo de impaciencia en su inalterable rostro.

—Seré yo.— mi voz sonó sin que yo hablase, proveniente de otro perdido rincón. Hubo una carrera de colores que pasó delante de mi, y varios sonidos se convirtieron en otra conocida voz.

—¡Soltarme!—gritaba Yuna, mirando con preocupación la borrosa silueta de Lisbeth que había aparecido a mi lado.—¡Si no, el espejo también os tragará a vosotras!

—¡Jamás!—le grité como ya había hecho una vez. Siempre estaríamos juntas en todo, pasase lo que pasase. No la soltaríamos, no la soltaría.

Sin previo aviso, las familiares siluetas de mis hermanas desaparecieron. La oscuridad volvía a acorralarme, y mi casi inexistente respiración era lo único que volvía a escuchar.

—No me digas que le tienes miedo a la oscuridad— se burló una voz que sin duda era la de Edmund. Su grave voz me erizó la piel. —Coge la espada y lucha por tu vida, hija de Lilith.

Luchar. Vida. Lilith...

Salí del trance, abrí los ojos desmesuradamente y me giré hacia atrás. Mis hermanas y los reyes me miraban, y sudada decidí alejarme del espejo. No quería volver ahí. Ahora le tocaba a Lisbeth, no sabia lo que vería ella.

Narnia: La llamada del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora