Mis límites dieron paso al comienzo

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Todo empezó un día muy particular en que las cosas, irónicamente, empeoraron. Se hacía de noche y papá aún no volvía, por lo que todos pronosticábamos que tardaría unas semanas en volver, después de embarazar una mujer.

Yo como siempre, estaba cansado de la vida, y me preguntaba de qué manera podría cambiarla. Después de pensar vanamente y darme cuenta de que las cosas son como son, me di por vencido. Pero luego, mientras disfrutaba de buena música, entendí que no hay posibilidad de cambiar las situaciones, pero sí de evitarlas y distraerse de ellas. Pensé primeramente en un deporte, pero recordé que parezco un palillo y no lo soportaría. Luego me vino a la mente lo bien que es Chris en el fútbol, y tras él vinieron las drogas a mi cabeza.

Como un adolescente responsable, pensé en los efectos y consecuencias; pero luego recordé mi situación, lo mucho que odiaba las personas, y cuanto me odiaba a mi. Teniendo en cuenta que estaba destruido por dentro, retomé las posibilidades. Después imaginé como me sentiría, en que viaje me involucraría, y fue así como me convencí.

Con la idea en la cabeza, fui en busca de mi hermano. Chris sería el asesor perfecto, así que me adentré en su habitación y le comenté sobre mi idea; él se mostró interesado y accedió a obsequiarme LSD.

—Te sentirás en otro mundo —me aseguró con una sonrisa maliciosa.

Horas después me encontraba en compañía de un grupo de amigos. Nos instalamos en la terraza de un edificio, en el cual residía uno de ellos. Fue allí donde después de tomar unas cervezas, introduje el pequeño papel con ácido en mi boca, que tardó unos treinta minutos en hacer efecto.

Lo primero fueron las nauseas, que por un momento me hicieron querer desertar, pero ya era tarde. Luego la pesadez tomó su lugar. Parecía que la fuerza de gravedad había multiplicado su poder, haciéndose unas diez veces más fuerte. Continuaron los efectos con un sudor excesivo. Me faltaba el aliento y no sentía las extremidades. Entonces empecé a ver como las cosas se movían: el suelo se levantaba como si montañas de unos 10 centímetros surgieran de él; y de la misma manera que subían, bajaban para desaparecer. Mis amigos parecían enfermos; sus pieles se habían tornado verdes. Luego estaban mis manos, que al mirarlas con atención parecían ser cinco o más, y al moverlas, iban una tras otra. Todo se movía. El suelo, los edificios que se divisaban de tal altura, los árboles, todos danzaban con el mismo ritmo. Era inevitable el sonreír. El cielo parecía pintado por un niño de quinto grado.

Después de analizar los efectos con curiosidad, todos empezamos a mirarnos los unos a los otros. Eso fue lo más divertido. Ver sus caras me hacía reír a carcajadas. Calculo que no paramos tras diez minutos continuos, exceptuando los constantes descansos, que se veían interrumpidos por alguna nueva risa tonta, y así reanudaba todo, hasta que nos dolían tanto las mejillas que nos vimos obligados a parar.

Me sentía libre, como si hubiese dejado mi cuerpo en casa y sintiera plenamente mi alma disfrutar del momento. Experimentaba un insoportable calor, pero que supongo, a causa de los efectos, olvidaba con alguna insignificante distracción.

A pesar de que nos invadía una fuerte tormenta, que en otras circunstancias (en sano juicio), no habríamos soportado; en ese momento ni rastro de frío había.

Me hice consiente entonces de que había logrado mi objetivo, olvidar las adversidades. No recordaba ni quien era yo como para pensar en que tenía problemas tan serios, pero lo que nunca imaginé fue cómo el intentar evitar mis problemas, me causó el más grande de todos.

Quería divisar el paisaje, disfrutarlo. Me acerqué tambaleando y con lentitud al borde de la terraza, la cual carecía de cualquier sistema de protección. Pero la droga, y quizá mi torpeza, me hicieron tropezar y caer siete pisos abajo. Una pareja con identidad distorsionada reía, justo cuando se percataron de lo que iba a suceder, trataron de auxiliarme, pero ya era demasiado tarde. Todo ocurrió muy breve. El grito ahogado del par en un intento de advertirme, el vacío de la caída, y por último el choque doloroso con el suelo de concreto.

Así fue como terminé inconsciente en un hospital local, del que no sabía más que él nombre. Allí olvidé todo. Cuando desperté lo primero que hice fue localizar mis extremidades. Efectivamente, estaban ahí. Mis manos tenían aparatos curiosos y tenía una aguja en la vena, reforzada con un tipo de cinta que desconozco. También había un aparato que producía un sonido acorde a mis pulsaciones. Y por último tenía la cabeza vendada. Después de ubicarme y darme cuenta que estaba en un blanco y deprimente hospital, se me acercó un inexpresivo doctor con un timbre de voz aburrido que me hizo unas preguntas tontas y luego me dejó ir como si nada hubiese sucedido.

—Según ésto, te llamas... —hizo una pausa mientras intentaba pronunciar mi nombre correctamente— Joseph —dijo finalmente—. Tienes 16 años, estás a punto de cumplir 17. No hay ningún otro dato adicional. ¿Sabes tú algo?
—No, doctor. No recuerdo. —dije confundido, frunciendo el ceño.
—Mmm... Está bien. Puedes irte.
—Doctor. Una pregunta —le acosé mientras se alejaba—. ¿Quién le proporcionó esa información sobre mí?
—Una tal... ¿Lily?
—¿Lily? —dije para mí mismo. Pero cuando me dispuse a preguntar, él ya había abandonado la sala.

Me fui entonces, sin saber a donde.

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