No fui un buen hijo.

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El hecho de haber vuelto con mi madre no cesó mi necesidad de sentirme otra vez en las nubes.

No teníamos dinero, el desgraciado de mi padre se había quedado con todo, a excepción de la casa —pero que de igual manera seguía a su nombre—. Sin otra opción, mamá y yo teníamos que trabajar, y yo no podría volver a estudiar. Fue de esa manera como nos servimos el uno al otro; y pagamos la renta, comida y demás servicios y necesidades. Ambos conservábamos la mitad de nuestro sueldo, para beneficio y gusto propio.

Yo empecé un ahorro, y el resto no supe administrarlo. El ácido era muy caro, por lo que busqué algo más eficaz para satisfacer mi no tan desesperada necesidad, pero si nueva obsesión.  

La marihuana era la mejor opción: era barata, de buen viaje y sencilla de conseguir.  Empecé con uno, que aunque parece muy insignificante, para un novato como yo era más que suficiente.

La primera vez fue la mejor de todas, no podía siquiera controlarme. El efecto era muy distinto al del LSD, pero me encantaba. La primera vez que fumé, me sentí en las nubes, como se dice. Estaba ahí, quieto y encorvado, con la boca abierta y babeando. A veces me perdía en mis pensamientos y me olvidaba de que estaba ahí, existiendo solo en mis locas fantasías; en esos momentos me quedaba quieto hasta cuartos de hora y cuando reaccionaba y me hacía consiente de las cosas, me reía de mi idiotez.

Aquel día, tuve que caminar mucho en busca de lo que quería. Después de haberlo conseguido, me senté en un parque de un peligroso barrio que varios adictos frecuentaban. Allí saqué un viejo encendedor que tenía en el bolsillo e intente encender la pipa —lo que se me dificultó mucho—. Después aspiré el humo, de igual manera que lo hubiera hecho con un cigarrillo, pero me ahogué. Hice varios intentos pero siempre obtenía el mismo resultado y no sentía el efecto.

Luego de intentar fumar como un idiota me percaté de que quienes me rodeaban gozaban de mi inocencia, noté también que el humo que salía de mi boca era diferente al de ellos, denso. Entonces recordé la manera en que fumaba mi hermano: aspiraba y sus mejillas se contraían hacia adentro, luego pasaban unos segundos y el humo salía de su boca igual que el de los adictos que me acompañaban. Noté que las personas que fuman constantemente hacían una especie de breve esfuerzo por tragar el humo; entonces lo intenté.

Fue así como aprendí a fumar marihuana. Y luego de hacerlo por un rato, el suficiente para terminar la dosis que tenía, sentí los efectos que pensé podrían conmigo. La risa, la tos, las nauseas, el horrible sabor, incluso, me encantaron. Me sentí más feliz de lo que había experimentado en algún momento de mi vida.

Quise reflexionar por esa euforia que tenía, y tuve los pensamientos más profundos y sabios que ni con tranquilidad total, hubiera conseguido producir en sano juicio. Aunque aveces olvidaba sobre que estaba pensando, y mientras intentaba recordar, olvidaba también lo que quería recopilar nuevamente, entonces me rendía y resignaba, y mientras pensaba en lo tonto que me veía y en mis intentos en vano, me reía nuevamente.

Así, tras intentar durante un rato, pude sacar la primera conclusión clara y "sabia" —eso fue lo que consideré en el momento, y el argumento con el que seguiría excusándome—. Concluí al fin que la marihuana era mi mejor amiga, puesto que me había hecho pasar el día más eufórico, reflexivo y profundo de mi vida. Creía que por hacerme olvidar todo, y acompañarme en los momentos de soledad, era una compañera inigualable, y que ningún ser humano era tan perfecto como ella.

Quería caminar, observar lo trágico que sobresale del mundo, pero me fue imposible. Intenté pararme, lo que conseguí con esfuerzo. El dilema fue dar paso tras paso, en eso fracasé. Me vi obligado entonces a permanecer ahí hasta que pasaran los efectos, y así fue. Me acompañaron mis risas y movimientos fallidos, sintiéndome como un tonto y disfrutando de lo mismo por un buen rato, hasta que recuperé la postura y pude volver a casa.

A raíz de ese día me convertí en un consumidor activo. A veces no fumaba en semanas, incluso meses, como en otras ocasiones lo hacía día por medio, o incluso dos o tres días seguidos.

Mamá estaba enterada de mi nuevo vicio, pero se sentía tan agotada y débil que nunca se atrevió a decirme una palabra referente al tema, por lo que yo nunca pensé en parar.

En el parque hice amigos; ellos se llamaban entre sí "hermanos", porque estaban todos enamorados de la misma "mujer" (la marihuana), y como estábamos involucrados en lo mismo, nos hacíamos llamar "familia". Y así fue por un tiempo, siendo familia, siendo hermanos, y estando absurdamente enamorados de la misma dama.

Nada nos llamaba la atención, nada nos entretenía, nada era suficiente para nosotros, ni siquiera la mejor mujer. Lo único que nos completaba era la hierba , y era lo que valorábamos, por lo que vivíamos también. Si llegaba una mujer a nuestras vidas, por ejemplo, no significaba más que una vagina con la cual resolvíamos nuestras necesidades.

Y no solo conocí "hermanos", también mujeres que compartían nuestra pasión, por lo que para mí eran hermosas, aunque no más que una hermosa vagina para penetrar. Conocí "jíbaros" o "camellos", narcos, prostitutas, sicarios, alcohólicos, drogadictos, indigentes y demás personas que se aprecian comúnmente en la calle. Pero en ningún momento les consideré más o menos que yo, o que un político, o que cualquier otra persona; para mí todos no éramos más que almas desorientadas llenas de dolor.

Tras conocer la calle, perdí mi trabajo y me involucré en una pandilla, en ésta aprendí a atracar personas y perdí la cuenta de cuantas apuñalé, conocí las fiestas, lo ilegal, lo doloroso, lo peligroso y demás. Pero un día me cansé de hacer sufrir a mi madre, y quise alejarme, pero me resultó costoso.

Mi pandilla, en vista de que uno de sus mejores "vendedores" había tirado la toalla, quiso vengarse. Me persiguieron sin cansancio, pero logré escapar. Tuve que alejarme de lo muy poco que tenía: mi familia, mi pandilla, mi parque y mis "hermanos". Sin dar explicación me fui del país con el dinero que tenía ahorrado. Y nunca me encontraron.

Ahí es donde empieza mi perdición.

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