Una vida en las calles

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Quedé atónita al ver como Patricia me abandonaba. Pero yo no podía seguir siendo protagonista de la ignorancia. Necesitaba reaccionar, hacer una vida.

Abandoné el hospital con evidente angustia y repetí mí ya común estrategia: deambular sin rumbo alguno. Yo, inocente e ingenua, pensé que con caminar iba a encontrar algo, una solución; pero lo único que conseguí fue multiplicar el severo dolor que tenía y sacarme ampollas en los pies. Sudaba y lloraba; ambos fluidos se mezclaban y parecía recién salida de la ducha. Y eso era exactamente lo que más deseaba, asearme.

No podía parar de pensar en mi hija, desilusionada por no haber podido realizar mis planes con mi pequeña: conocerla, verla, criarla, amarla, apreciar su belleza y disfrutar del amor.

Recordé entonces a Melany, ella sin duda me ayudaría. Ideé un plan. Subí a un taxi y le pedí llevarme a la dirección exacta de la casa de mi amiga. Esa distancia era demasiada, me refiero a aproximadamente 30 kilómetros. Al llegar, bajé de el vehículo con el trasero aplastado y calambres en las piernas. Le dije al conductor, un hombre viejo y amable, que me esperara un minuto, que mi amiga le cancelaría todo.

Afortunadamente, yo me pasé todo el viaje dialogándole sobre ella, sobre lo fiel que era. El hombre pacientemente esperó. Mientras caminaba, coja, él me observaba.

La casa Lucía vieja y abandonada, no prestigiosa, como lo fue siempre. En ese momento, toqué el timbre, y al escuchar su sonido recordé la policía de aquel día, cuando me habían llevado. En casa no había nadie. Puede ver a través de una ventana el espacio vacío. Busqué con la mirada al taxista, disimuladamente, que veía algo, curioso, por el retrovisor. Sabía que debía aprovechar ese momento, y corrí, sin saber hacia dónde, simplemente lo hice. Tenía ese dolor en la vagina que me estaba matando. Recuerdo que llegué a un puente y ahí me desmayé.

Cuando desperté, estaba mojada. No había nadie a mi alrededor. Me dolía literalmente cada milímetro de mi cuerpo. Intenté ponerme de pie; fallé. No recordaba nada, pero minutos después pude ordenar mis ideas y entendí porqué estaba en ese sucio lugar. Lo primero que me digné a hacer, como instinto femenino, fue arreglar mi cabello, peinarlo. Sentí un olor peculiar, molesto. Miré a mi alrededor y vi a un hombre fumando un cigarro extraño, de color marrón. Él detectó mi mirada y se giró con dificultad para observarme. Fruncí el ceño al procesar su mirada perdida. Él, por otro lado, inmediatamente me vio, se echó a reír a carcajadas. Sentí mucha vergüenza; me imaginé lo sucia y descuidada que estaba. Me molesté con él por su imprudencia, y luego me fastidié aún más, porque él parecía estar peor que yo; no comprendía su cinismo. Pero después de un rato capté lo que estaba sucediendo, al ver que él no se reía de mí, sino de todo a su alrededor. Deduje, entonces, que estaba drogado. Al entender, también me eché a reír, él me miró y ambos reímos juntos. Fue muy extraño. Después, el hombre, vestido todo de negro, se puso de pie y se retiró. Vi como las drogas se le cayeron del bolsillo; pero callé. Tenía una idea.

Esperé a que él estuviese lo suficientemente lejos para poder apoderarme de esas cosas que nunca había experimentado en mi vida. En ese momento, creí que esa era la decisión correcta, que engañaría a mi cuerpo, que todo estaría bien y nada malo sucedería. En realidad, yo no estaba segura de que el contenido de la bolsa negra y común que tenía en las manos fueran alucinógenos, cosas como canabis, metanfetaminas o Dios sabrá qué.

Introduje mi mano en su interior y observé con curiosidad al mismo tiempo. Mi deducción era correcta. Extraje gran cantidad de marihuana de aquella bolsa contaminada de quién sabe qué cantidad de bacterias. Yo, en ese entonces, no sabía cuál era la dosis correcta para un principiante.

Habían cinco cigarros iguales a los que el hombre fumaba. En Colombia, a este conjunto le apodan "manito", debido su cantidad, lo que equivale a los cinco dedos de la mano. Además de eso, había envuelto en una bolsa transparente por lo menos una libra de marihuana. Eso significa, demasiado, una cantidad exagerada para una sola persona, y más aún tratándose de mí, que desconocía en su totalidad el tema. No quise imaginarme cómo alguien que es notablemente habitante de calle pudo haber adquirido tanta cantidad; entonces resolví otra hipótesis: él era vendedor, y en ese momento debía estar metido en un lío imposible de resolver, además de la muerte. Así es como se solucionan las cosas en la calle. Un tiro en la cabeza era lo que le esperaba al desdichado. Pero yo no quise pensar más en los problemas de otra persona, sino, mejor, olvidarme de los míos. Sonreía al imaginarme cuantas risas generaría el canabis explorando mis venas.

Pero mierda, ¿y ahora qué?. ¿Con qué encendería la planta, para después fumarla?

Me acerqué a una tienda cercana, de aspecto para nada elegante, todo lo contrario. Me refiero a él común establecimiento del barrio, ese de la esquina. Pedí un encendedor, con extraña amabilidad en mí. La mujer tras las vitrinas, ya era experta en el asunto y entendió de inmediato quién era yo y los usos que le daría al producto. Sin embargo, ella se dignó mecánicamente a mi servicio. La casi anciana, buscó entre una de las vitrinas lo que yo pedía. Volvió después de un minuto y puso sobre el vidrio que nos dividía un encendedor con una mujer casi desnuda impresa en él. Le miré a los ojos, ella aceptó el reto y me sostuvo la mirada, lucía ruda. Susurré un "gracias" y corrí con todo —aunque fuera poco—, el aliento que me quedaba. Para cuando ella logró salir del local yo ya tenía por lo menos diez metros de ventaja. Me detuve y busqué con la mirada a la mujer. Ahí la vi, fuera de su negocio, lejana. Ella también me vio y me mostró el dedo de en medio con evidente enojo e impotencia. Me eché a reír. Total, la cantidad que perdió fue tan mínima que nada entre sus ganancias se iba a desequilibrar, al menos no notablemente.

Caminé entre el territorio desconocido en busca de un lugar adecuado para llevar a cabo el delito que tenía propuesto cometer. Aunque es extraño llamarle delito, siendo conscientes de que lo es, ya que a la gente eso no suele importarle, en lo más mínimo. Comprar, vender, importar, exportar y consumir drogas es para las personas con vidas difíciles (y algunas otras con vidas fáciles), un delito, sí, pero que en realidad importa una mierda. O al menos eso es lo que estas personas afirman con un aire de desobediencia, y a la vez de hipocresía, ya que cuando son descubiertos en el acto, huyen, preocupados e irritados. Así somos las personas, siempre estamos fingiendo.

Encontré un puente desierto con un río amarillento y casi seco debajo de él. Supe que ese era el lugar adecuado. Me senté, con asco, imaginando la cantidad de bichos repugnantes que pasaban por ahí. Llevaba puesta una chaqueta negra sobre mi blusa y parte de mis jeans. Busqué entre el bolsillo derecho de la misma la marihuana y extraje de la bolsa el primer cigarrillo, al que suelen llamarle "bareto", "creepy", "weed", "hierba", "blunt", "crespo", y no sé cuantas otras clases de inaportantes sobrenombres.

A continuación, ya con los dedos impregnados del asqueroso olor, hurgué entre el bolsillo izquierdo en busca de la candela. Inmediatamente la encontré, puse fuego en la punta de mi "bareto". Tras ver cómo el fuego nadaba entre él, intenté fumarlo, por el otro extremo. Me ahogué de inmediato con el humo. Tosí desesperadamente, queriendo vomitar. Lo intenté de nuevo; sucedió lo mismo. Repetí el proceso otras tres veces hasta que me adapté y pude llevar el humo hasta mis pulmones. Era como tragar el más repugnante y contaminado viento, para dejarlo salir luego, más denso de lo que entró. De esa manera permití que la sustancia hiciera de mis pulmones una completa mierda inservible.

En minutos ya estaba siendo esclava de su efecto. Yo, sinceramente, creía que iba a ver las montañas moverse y las hojas de los árboles bailar con un ritmo inadecuado, y esperaba ver cómo las rocas a mi alrededor rodaban juntas a ningún lado, pero nada de eso sucedió. Yo simplemente me sentía en un estado extraño, algo como estar "sin vida", estar sin aliento, con los párpados caídos, los ojos perdidos, una sequedad tediosa en la boca y garganta, y un leve cosquilleo en las extremidades.

Me sentía peculiar, esa no era yo. Pero a decir verdad, nunca volví a serlo.

A partir de ese día repetí el proceso continuamente, cada vez más seguido. Los primeros días, con una traba estaba bien, pero pronto no quería que el efecto culminara, por lo que volvía a fumar nuevamente, para volver a poner a mi cuerpo en ese estado de porquería. Aquel puente se convirtió en mi hogar.

Yo nunca quería pensar en mi hija, o en la gente, o en mis fallecidos padres, ni siquiera en mí. Y era sencilla la solución. Simplemente no lo hacía, y nada pasaba. Nada cambiaba, nada se movía. Siempre era el mismo puente de agua envenenada en contaminación, las mismas ratas, la misma hierba, la misma yo. Pero claramente yo no era yo, no la yo de antes, ni siquiera la yo de siempre o la yo de nunca. Simplemente era esa, o tal vez no esa, porque de esa quedaban solo piojos, marihuana y eces, por lo que yo no era nadie. Yo era la traba mañanera, la de después, la otra y todas las demás.

Cuando terminé con la cantidad no sabia ni cuánto tiempo había pasado; tal vez un año, o un día, o una vida entera. Yo no sabía nada, ni recordaba nada. Olvidé mi nombre, mi edad, y todo aquello que alguna vez me perteneció. Me olvidé incluso de haberme drogado.

Pero a esas alturas nada importaba y solo prima algo en vi vida. La cuestión sería: ¿necesitaría más? ¿Dónde lo conseguiría?

Solo por probar. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora