De un alambre delgado sujeto al pulgar de cada cadáver pendı́a una tarjeta. En ella se consignaba un nombre, una fecha. Su amigo, inclinado sobre uno de los cuerpos, empezó a despellejar la piel de la cara. Debajo de la capa de piel la grasa era de un amarillo adorable.
Miró fijamente el cadáver. Para un cuento suyo... sin duda, para dar autenticidad a la atmósfera de un cuento de la época dinástica siguió mirando. Pero el hedor, como de duraznos podridos, era nauseabundo. Su amigo, frunciendo el entrecejo, siguió trabajando silenciosamente con el escalpelo.
—Últimamente resulta difícil conseguir cadáveres.
Habı́a dicho su amigo. Antes de advertirlo, su respuesta ya estaba preparada... "Si me hiciera falta un cadáver, sin ninguna mala intención, cometerı́a un asesinato". Pero, por supuesto, la respuesta sólo se enunció en su cabeza.