Día 13 - Límite de Convergencia Parte 2

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Existe una teoría conocida como «La teoría estoica del Destino». No tienes que poseer un conocimiento avanzado de filosofía griega para hacerte una idea de lo que trata. Basta con conocer la palabra «destino». Obviamente, la teoría tiene la complejidad regular que habría de esperar del tema.

La teoría del destino depende de la idea de un ciclo sin fin. Un intervalo que se repite con una regularidad estricta y que reencuentra los mismos acontecimientos una y otra vez. Se habría dicho entonces que el destino es «la razón por la que se han producido los acontecimientos pasados, se producen los presentes y se producirán los futuros».

Siempre rechacé la teoría todo lo que pude. Con todos los argumentos que concebí. No tenía sentido para mí. ¿Es que solo somos una película que se reproduce una y otra vez infinitamente? ¿Es que no tengo derecho a decidir? Si estamos predestinados, ¿qué sentido tiene? ¿Para qué existir entonces? Me preguntaba esas cosas una y otra vez. No tenía sentido la vida si ese hilo de pensamiento fuese real. El nihilismo es lo que quedaba. Y no podía aceptar eso. Perder el sentido de la vida es algo muy delicado. Nadie se recupera de eso, no del todo. Así que hice lo que los humanos hacemos: crear una barrera y negar irracionalmente todo lo que se presentaba ante mí que me probara que, de algún modo, nuestros actos están predispuestos por alguna fuerza invisible. Programados, se si prefiere. Toda la existencia se redefine bajo esa idea. Pero, yo era el encargado de negar eso, yo quería probar que había algo más, que había esperanza. Pensaba que, si me esforzaba mucho, si daba todo lo que tenía hasta el cansancio, hasta que doliera, podría dejar de ser lo que yo sabía que alguna vez sería de no cambiar las cosas. Pero las cosas nunca fueron bien. Desde el principio parecía haber una entidad encaminando todo. El universo nunca conspiraba a mi favor. Y, recurrentemente recordaba aquella frase de ese libertador venezolano: «Parece que el demonio dirige las cosas de mi vida». Obviamente, si extrapolamos, las cosas nunca han sido tan peores como algunas personas pueden pasarlas, pero esa es mala ciencia. Eso no cambia nada. Y, justo cuando las cosas van tomando forma, y todo cobra sentido, se te cae el castillo de arena. Terminas así, acurrucado en una oscura esquina. A media noche y sin saber qué sigue.

Estoy desorientado. Está fresco, pero yo estoy sudando sin sentido. Y ahora me duele la pierna. He tirado mi muy útil bastón en alguna parte en todo el apogeo. Aún puedo escuchar las alarmas en mi cabeza. Es una especie de trance. Pero sé dónde estoy: la habitación de la nevera. En todo el complejo solo quedamos dos personas. En la sala, solo estoy yo. Honestamente, este era un escenario posible después de improvisar un plan desesperado. Lo sorprendente del caso es que hayamos logrado nuestro propósito, con ciertas variaciones, sin duda y una baja obvia. Sabíamos que esa era dinamita marca Acme, y que nos podía explotar en la cara. Y lo hizo. Y vaya manera.

Todo eso a un lado, afuera no hay sonidos y la luz apagada hace que todo esté más calmado. De vez en cuando se oye algún insecto y luego ese sonido parecido a un silbido, pero mayormente silencio. Tanto que oigo mi respiración cansada y siento el corazón palpitar en mi carótida.

Y así unos pasos en el pasillo, y pienso: «esto es malo».

La figura se materializa en el umbral. Parece más una sombra, sin luz, y debe pensarlo, porque en un instante, se ilumina el local y percibo como si la oscuridad se escondiera en los rincones. No distingo si es por su presencia o por la luz curiosamente. Cuando lo ves, tienes que prestar atención.

Se ve sereno, hasta divertido. «y cómo no», pienso.

Por un momento creo que no va a decir nada, solo se me queda viendo extrañado. Siento que va a darme una lección de moral en cualquier momento.

-¿Tienes hambre? -dice en cambio.

Y yo no sé cómo procesarlo. No tiene sentido.

-Qu... ¿Qué? -sale apenas. Sueno ronco.

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