Otra noche de pesadillas.

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Francisco yacía inmóvil, víctima del dolor que le oprimía el cuerpo. Luchaba contra la pesadumbre de un sueño temido, temeroso de sumergirse en las garras de las pesadillas que le acosaban con creciente intensidad, cada vez más reales, amenazando con arrastrarlo hacia la locura.

El tormento físico se entrelazaba con el tormento onírico, mientras trataba de discernir qué dolía más: los golpes que resonaban en su memoria como ecos de su caída, la pierna posiblemente rota o las estacas crueles que se clavaban en su espalda hasta ser visible en su abdomen.

Entre sus pensamientos, una certeza se insinuaba: "Voy a morir aquí", murmuraba en la oscuridad y la lluvia implacable. Sabía que el aislamiento de aquel lugar inhóspito garantizaba que pasarían muchas horas antes de que alguien se aventurara por allí. Nadie sabía que se hallaba fuera de casa, y aunque alguien haya notado su ausencia no importaría. Francisco era uno de esos líderes tiranos, un egoísta e inhumano, maltrataba con insultos y humillaciones a sus empleados porque él estaba por encima de todo y todos.

Era dueño de la finca más extensa y con mayor número de empleados en el pueblo, ejercía un poder despiadado sobre aquellos que cultivaban sus tierras. Su imperio agrícola abarcaba plantaciones de habichuelas, plátanos, tomates y papas. Sin embargo, la riqueza y el poder venían acompañados de crueldad; elegía a los más desfavorecidos como sus empleados, sabiendo que la necesidad los mantenía atados a sus caprichos y maltratos.

Las pérdidas en las cosechas se acumulaban desde hacía tres semanas. La sombra del robo se cernía sobre sus tierras, despertando una furia desmesurada en Francisco quien tomó medidas descabelladas.

—¿Quién se ha atrevido a retarme así, a hurtar en mi propiedad? Quién desea tanto la muerte como para hacer algo así? —Gritaba en su orgullo herido, se erigía como un dios airado y sus gritos retumbaban como truenos, mientras lanzaba disparos al aire que mantenían a todos sus subordinados encerrados y aterrados.

Sin demora, luego de llegar a la conclusión de que los robos podrían provenir de gente de afuera, invirtió una fortuna en elaboradas trampas, dispersándolas por doquier. Mandó cavar agujeros profundos, diseñados para retener a cualquiera que cayera en ellos, de forma que nunca pudieran salir por sí solos.

La sangre fluía ya con premura y conforme pasaba el tiempo se sentía aún más débil, sin embargo no podía evitar burlarse de sí mismo, experimentaba el amargo sabor de su propia medicina. Se encontraba atrapado en una de sus propias trampas, en uno de los agujeros que con tanta malicia había ordenado fabricar. La vida, con su maestría irónica, le presentaba reglas nuevas de el juego que creyó que ganaría.

Toda su vida se dedicó a acumular riquezas, desatendiendo las conexiones humanas y familiares, y ahora, postrado en su propia creación, reflexionaba sobre las decisiones que le habían llevado hasta aquel punto. Quiso reírse, pero las estacas en su abdomen no se lo permitieron.

Amargado vivía su vida, solo se le veía sonreír contando dinero, o haciendo alguna maldad.

Los ojos se le tornaban más y más pesados, tenía miedo de morir pero no podía ni llorar,

Amargado, vivió una existencia en la que solo se le veía sonreír al contar su fortuna o perpetrar alguna maldad. Los ojos, que ya no reflejaron codicia ni crueldad, se volvían cada vez más pesados. La mortalidad lo acechaba, y aunque temía su llegada, ni siquiera le era permitido llorar.

En ese instante, si alguien se lo hubiera propuesto, hubiera dado todo por cambiar esa situación, por una segunda oportunidad, donde se le permitiera hacer las cosas diferentes.

—No me dejes morir aquí, no me dejes morir así —clamaba al cielo en un ruego desesperado mientras la lluvia que azotaba su rostro con furia le forzaba a cerrar los ojos.

Seguía debilitándose, ya no sentía la pierna, la respiración se volvía un desafío y su mente se desvanecía hacia la nada. Varios minutos transcurrieron, sumiéndolo en la oscuridad, hasta que un estruendo repentino lo arrancó de su letargo. Voces resonaban en la distancia, pero aún inmóvil, Francisco sentía un peso encima el cual ni siquiera le permitía gritar. Luchó contra la inercia hasta que, con un esfuerzo sobrehumano, logró levantarse, resurgiendo de su propia trampa mortal.

—Señor Francisco, no se moje —escuchó Antonio mientras se dirigía con prisa hacia la salida.

—¿Qué ha pasado, Antonio? —inquirió Francisco.

—El techo de los perros ha sido arrancado por los vientos, los llevaré a otro refugio.

—Dentro de casa, Antonio —Antonio le miró extrañado, qué rayos estaba pasando, el señor Francisco debía de estar acostado en su cómoda cama, bajos sus cálidas y suaves sábanas, sin importarle el mundo afuera y... «Estaría soñando» pensó brevemente. «¿Es que los perros dentro de casa?»

—Dentro de casa, Antonio —ordenó Francisco con determinación, Antonio le miró extrañado ¿Por qué diablos no estaría descansando cómodamente en su cama, bajos sus cálidas y suaves sábanas, ajeno al mundo exterior? Antonio, en su desconcierto, pensó brevemente, «¿Será esto un sueño? Es que no puede ser, ¿los perros dentro de casa?»

La voz del jefe interrumpió sus pensamientos: —¿Sabes qué? Mejor lo hago yo, yo los traigo. Necesito un favor tuyo, Antonio.

«¿Favor?» La palabra "favor" resonó extraña en los oídos de Antonio. Siempre acostumbrado a órdenes e imposiciones, de hecho no recordaba haberle escuchado esa palabra jamás, y llevaba siendo su compadre y mano derecha por muchos años ya, definitivamente algo inusual estaba ocurriendo.

—Mande, señor —respondió Antonio, aún atónito.

—Ve, levanta a los que puedas, llévatelos a los platanales. Quiten todas las trampas y tapen todos los hoyos, que no quede nada. Esperen a que calme un poco más la lluvia. Para mañana, no quiero ver ni una sola de esas cosas, ¿entendido?

—Sí, señor —asintió Antonio, notando algo extraño en los ojos de su jefe. Era una expresión que nunca antes había presenciado: preocupación.

—Antonio —lo detuvo Francisco—. Con cuidado, que nadie vaya a salir lastimado.

La compasión en las palabras de Francisco dejó a Antonio perplejo. Asintió con una mezcla de sorpresa y sonrió. Con una fuerte inspiración, su voz resonó en los dormitorios de los hombres: —¡Vamos, vamos! Que no quede nadie despierto... ¡Arriba todos! Presiento que después de hoy las cosas serán diferentes.

Los empleados solo obedecieron sin siquiera entender lo que pasaba, todos vestidos y listos para salir, esperaban a que la lluvia cesara para adentrarse a la finca, sería una noche de desvelo y tendrían que tener mucho cuidado en la oscuridad, pero la mayoría ni siquiera pensaba en eso, solo hacer lo que el señor Francisco había ordenado.

Cuentos: Tiempos de lluvia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora