-Carajo –susurró Gilbert sin que nadie lo oyera. No supo cómo había llegado a eso. ¿Para qué diablos se había metido en esa multitud enrarecida? No reconoció las palabras que salieron de su boca cuando ordenó disparar. Sabía con cada fibra de su ser que no era lo correcto, pero su boca no hizo caso y la guardia disparó. El Campo de Marte fue testigo de cómo las filas de campesinos hambrientos y desarmados caían como fichas de dominó. Volvió a gritar, alto el fuego. Pero ya era demasiado tarde. Sus ojos se empañaron mientras la conciencia se le nublaba de culpa. Tantos inocentes. ¿Qué había hecho?
Diablos. Recién ayer había sugerido intervenir militarmente la ciudad de Paris, y lo habían mirado torcido. Y ahora había ordenado una matanza de inocentes desarmados, que lo miraban a los ojos mientras se les escapaba la vida, y la plaza mejor debería llamarse Campo de Sangre. Idiota, mil veces maldito. Los Jacobinos lo estaban aplastando, su campaña en el norte de Francia había sido cuando mucho una victoria amarga y a medias, que a todo el mundo le sabía a fracaso. Ya era todo, la gota que rebalsó el vaso. Fugazmente pudo verse bajo la guillotina. Quizá sería mejor entregarse.
No. Arianne. Forzó a su caballo como nunca antes, intentando llegar antes que la multitud hacia la mansión donde su esposa lo esperaba. Celine. Mierda, tenía dos años nada más, y si no llegaba pronto iba a estar a la merced de esa masa de brutos enfurecidos porque él había ordenado disparar a una plaza donde también había niños de dos años que afortunadamente no eran hijos suyos. Eran los hijos de alguien. ¿Y después a dónde? ¿A dónde y cómo? Huir muy lejos, cambiar su nombre, donde nadie conozca al Héroe de los Dos Mundos, donde nadie fuera testigo de la profundidad de su fracaso.
-Al Nuevo Mundo, a las colonias –susurró Alexander a sus espaldas. El soldado estadounidense siempre le había sido fiel, pero ¿podía confiar en él en estos tiempos aciagos? ¿O vendería su cabeza a la menor oportunidad? ¿Y por dónde? Oh. Por Holanda. William se lo debía por haberle devuelto a su hijo sano y salvo. Sin embargo, se guardó esa idea para sí mismo, mientras observaba al yankee cabalgar a sus espaldas; preguntándose si el joven Alex iba a matarlo. El General Washington podría esconderlo por un tiempo si fuera necesario. ¿Pondría las manos en el fuego por él? No. Era un asesino. Gilbert era un asesino.
La encontró leyendo junto al fuego, como siempre lo hacía. Desde el primer día había envidiado esa capacidad que tenía Arianne para engullir las historias sin olvidar detalle. A sus pies, Celine jugueteaba en el piso. Gilbert alzó la vista hacia el retrato sobre la chimenea. Lo habían encargado hacía algunas semanas, y se veían tan perfectos los tres bajo el pincel al óleo que casi parecía un don sagrado. Pero cuando la miraba a ella, cómo su cabello caía dorado como un río de oro, bajo esos ojos castaños pero profundos; veía que el cuadro no mentía. Ella pudo ver enseguida que algo no andaba bien.
-¿Qué ocurre? –inquirió en voz baja para no asustar a la niña. Sin embargo, ella lo oyó. Levantó la cabeza y enseguida se levantó ella, corriendo torpemente a abrazar a su padre, que la abrazó con fuerza. Arianne subió una ceja, expectante.
-Tenemos que irnos –lanzó con toda la calma de la que fue capaz, que era menos de la que hubiera querido-. Te explicaré en el camino, pero empaca –la mujer hizo ademán de quejarse pero al ver el terror impreso en las facciones de su esposo, no lo hizo. Sencillamente hizo caso contagiándose de ese miedo, sabiendo que sería mejor que no dijera nada a nadie, ni a los sirvientes de mayor confianza. Y lo sabía porque no era la primera vez que ocurría algo así. Tomó a la niña de los brazos de su padre y la llevó con ella buscando sólo lo indispensable para viajar. Un cuarto de hora después volvían a estar en el salón de la chimenea, frente al retrato al óleo. La mirada de ella era acusadora, o eso le pareció a Gilbert.
-Nos iremos a los Estados Unidos, espero que recuerden las lecciones de inglés –sonrió intentando que pareciera sincero. Celine balbuceó una queja, pero él volvió a abrazarla-. No pasa nada conejito, serán unas vacaciones divertidas –Arianne puso los ojos en blanco. Sin la ayuda de ningún mayordomo cargaron todo hasta los establos donde eligieron un carro y unos caballos que no eran demasiado lujosos pero no estaban demasiado estropeados. Antes de que él tomara las riendas, su esposa lo confrontó mientras le apretaba el antebrazo con fuerza.
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Inmortal
AdventureEn un futuro no muy lejano, luego de la Tercera Guerra Mundial, el mundo es un lugar diferente. Los países que conocíamos ya no existen, sino que nuevos reinos se erigen, enormes y atemorizantes. La libertad parece haber sido un precio pequeño que l...