Capítulo 4

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Helena sabía que algunas veces daba miedo. Habitaba en los dos mundos, siempre lo había definido así. Un era el mundo claro, puro, limpio, permitido, de risas y chocolate por las tardes, de paseos por la hierba en los jardines de la mansión. Le gustaba especialmente imaginar el palacio de verano de María Antonieta. La reina había tenido mala fama; pero según sus escritos, no era así, sencillamente era demasiado joven. Suspiró mientras conducía los cincuenta kilómetros que la separaban del pueblo vecino, La Viña. El otro era el mundo oscuro, donde su nombre no era suyo, un mundo de fantasmas y niñitas heridas, de soledad y personas que habían muerto, de vacíos ojos grises y promesas rotas. Un mundo donde nadie podía entrar. Un mundo donde podía usar las armas, donde robar era moneda corriente, donde podía asesinar y despedirse de sus víctimas con apenas un atisbo de pena.

Alguna vez le habían dicho que si entraba en ese mundo rozaba la psicosis. ¿Estaba bien responder a una tiranía con otra tiranía? Ella misma se lo había preguntado, y sin embargo allí iba, con la mirada en llamas y los músculos tensos dispuesta a responder a la violencia con aún más violencia sin que ningún dilema moral le interesara. Quizá fuera la culpa aquello que luchaba por eliminar de su corazón. Era fácil culparse, pero también era fácil culpar a otro. Llegado el caso, todo era un producto azaroso de la historia. ¿Por qué pasaban esas cosas? Cada vez que lo había preguntado, sus interlocutores se habían quedado callados. Pero volviendo al presente, el código del delator siempre había sido malo, pero torturar a los niños era un exceso hasta para la Reina. ¿Qué necesidad de meterse con los que no pueden defenderse? Cobardía, nada más. Y si en este pueblo perdido le había ocurrido a Sofía, probablemente en la Capital el número de niños torturados sería exponencial. Se mordió el labio y decidió que mejor un problema a la vez.

No entró en el pueblo de La Viña sino que desvió el camino medio kilómetro antes. Habían estado ampliando la carretera, proyecto que había quedado abandonado por una supuesta falta de presupuesto. O eso se decía, pero Helena no lo creyó. De todos modos, era un espacio beneficioso. La obra a medio terminar dejaba un espacio delimitado por vallas con carteles que prohibían el paso al público. Algunas máquinas que no tenía ni idea de cómo usar, un generador eléctrico, una mezcladora de cemento, elementos de limpieza en botellas empolvadas. Todo abandonado allí, al aire libre en una obra que hacía tiempo no veía un trabajador, como si un buen día no se hubieran molestado en aparecer a trabajar y hubieran dejado todo como había quedado. Un contenedor había hecho a las veces de oficina. Era un cubo de metal reforzado donde los obreros solían tener dos caballetes y una tabla donde verían sus planos, un teléfono, quizá una computadora. Pero ahora era algo diferente. Helena abrió la cerradura electrónica con su propio código y luego su propia llave. Pensó en Dwight, seguramente él tendría una cerradura aún mejor, y se prometió que le preguntaría.

Encendió un foco que colgaba solitario dentro del contenedor y se inclinó en un movimiento pendular que le daba al interior un aspecto escalofriante. No sólo tenía ahí adentro varias cajas de seguridad de la más avanzada tecnología, sino una armería completa. Todo aquello de diferentes épocas y que habían pertenecido a diferentes personas. Recorrió algunas cosas con las puntas de los dedos y sonrió para sus adentros. Desempolvó la daga de Alejandría, un cuchillo ancho de doble filo, tan largo como su antebrazo y con el mango labrado en oro y rubíes. Sabía que si tuviera problemas podría sacarle varios millones al vender la daga de Alejandro a algún museo. Pero había sido un regalo y le tenía cariño. Observó con ciertas dudas un fusil semi automático con mango laqueado en madera que le recordaba a las viejas películas de la guerra de Vietnam, pero le pareció excesivo. No se molestó en limpiar todo, pero dudó. Al final eligió un revólver automático de bajo calibre con su respectivo silenciador. Hacía tiempo que no usaba ningún arma. Se ajustó el revólver en el cinturón pero buscó algo más. Un sable, fino y curvo, de vaina negra con detalles en oro. En otro tiempo había sido de Gilbert. Sonrió, muy apropiado. Se ajustó el sable al cinturón y salió cambiando la combinación.

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