Capítulo 17

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Habían pasado tres noches, Helena las había contado. El amanecer del cuarto día le acariciaba el rostro. La sed la atormentaba más que el hambre, pero lo peor era el olor. Podía reconocer la necrosis cuando la veía, ahora mismo en su pierna izquierda. El dolor era insoportable. De a ratos perdía la conciencia, debía ser por el dolor y el hambre, si hacía tiempo había dejado de sangrar. No supo si eso era bueno o malo. Hubiera preferido la sangre a la infección y a ese olor terrible que emanaba la muerte. Algunos días se había preguntado por qué no podía morirse de una maldita vez, y ese era uno de esos días. Entreabrió los ojos y el sol la animó apenas. Entrelazó una de sus manos con la otra y en un sueño febril se imaginó que era Gilbert quien la tomaba. Por las noches los prisioneros eran los esclavos de los policías. Algunas veces la habían violado, pero después de la tercera o cuarta había perdido la cuenta. Ya no le importaba. Ni la revolución, ni sus amigos, ni Gilbert, ni ella misma. Al final, sólo quería irse con su hijita. Sonrió con esa idea.

Hoy el carcelero era el guardia flaco con expresión de pervertido. Le recordaba a Sylvain tanto que hubiera pensado que era él si no lo hubiera matado ella misma, con un paraguas y dieciséis disparos. Un final amargo para Madam de Lafayette. El que se parecía a Sylvain iba borracho como una cuba, pero eso era normal. Había caído en la peor estación de policía sobre la tierra, la más sucia y corrupta. O quizá todas fueran así, no lo sabía. Entre los barrotes vio entrar a un policía que no había visto nunca. No, un militar. El uniforme era diferente. Sus ojos eran grises y amargos, severos, infelices, pero se escondían tras el gorro de su cargo. Diferentes medallas adornaban su pecho. Llevaba un arma enorme en la cintura, un sable y botas de montar. Quizá era del cuerpo montado, o algo. Muy tradicionalista. Ya había visto ese uniforme antes, eran lo mejor entre los policías, los cargos más altos. Se ocupaban de las custodias privadas de los ministros y esos trabajos. ¿Qué rayos hacía en ese agujero del demonio?

-Buenos días soldado, el Coronel Santiago García del Río lo saluda –hizo la venia con su mano izquierda y el segundo Sylvain lo imitó.

-Cabo López, señor –se presentó, con la mayor firmeza que podía, aun borracho. El Coronel lo miró torcido.

-El Ministro Venegas ordena el traslado de un prisionero –sacó un papel y leyó-. Márquez, Helena –Helena paró la oreja. El Cabo López negó con la cabeza.

-La agarramos nosotros, siempre ustedes los de arriba se quieren llevar el crédito –escupió al piso-. Sin la orden firmada del Ministro, no la moveré un centímetro –García del Río sacó otro papel, con sello lacrado.

-Aquí está, Cabo –entrecerró los ojos-. Y será mejor que cuide el tono en el que se dirige a sus superiores.

-Permiso para preguntar el motivo del traslado, Coronel –siguió, más educado ahora.

-Denegado, Cabo. Pero aquí entre nosotros, estos lugares son un chiquero. La semana pasada agarramos a una programadora que podía encontrar al tal Epic Dwight, ¿y sabe que hicieron los imbéciles? La dejaron desangrarse. Con esa información hubiéramos desbaratado toda la resistencia, pero ustedes bestias infectas prefirieron violarla de a ratos y tenerla como un animal –López abrió los ojos, pensando que entonces su prisionera tenía más importancia de la que él sabía.

-Santiago, no sea tan duro, cuidaremos a la chiquilla pero el crédito es nuestro –lanzó.

-¿Cómo la están cuidando? Esa pierna parece que se le está pudriendo, ¿no lo huele, Cabo? De ningún modo, ustedes animales no pueden cuidar ni una planta de interior. Y no olvide que debe dirigirse a mí como Coronel García del Río, puedo hacer su trabajo muy incómodo, ¿lo entiende? –López subió una ceja.

-¿Aquí tenemos un pez gordo, eh? El traslado ha subido de precio –García del Río resopló.

-Abra la celda –lanzó con descarada obstinación, con voz firme y poderosa; como un gran conquistador, como un comandante de legiones. Se metió a la celda ante la mirada despectiva del Cabo López y levantó a Helena pasando su brazo alrededor de sus hombros. La observó rápidamente, era difícil reconocerla con tanta hinchazón y moretones. Ella se dejó arrastrar, ya sin fuerza.

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