Helena odiaba el estúpido Código de Honor. Le llamaban con Alejandro el Código del Delator, porque lo único que había que hacer al enterarse que alguien incurría en actividades ilegales, era delatarlo para evitar represalias a las propias familias. Así, si nos tocaba mandar a nuestro vecino a la cárcel o a nuestros hijos a la muerte, la elección resultaba obvia. Se hacía difícil que las personas desafiaran el sistema, porque ellas mismas eran engranajes del sistema. Sin embargo, la falla podría ser saltearse el Código en grupo. Si muchas personas a la vez decidieran que no iban a delatar al de al lado, el anonimato prevalecería. Por un tiempo. Pero nadie parecía tener la confianza suficiente para eso. Todo el mundo desconfiaba de todo el mundo, mirando de reojo por si acaso veían algo malo en quien tuvieran enfrente.
Una vez firmado el Código de Honor, se habilitaba el código personal. Era una especie de macabro seguro social. Sin él no era posible utilizar ningún servicio público. Un castigo común era inhabilitar el código personal de los individuos por un tiempo. Eso solía joderles bastante en la vida diaria. Imposibilitados de usar el transporte o de requerir un médico si ocurría algo, o que los niños no puedan entrar a su propio colegio con las obvias sanciones académicas que eso conllevaba. Como si eso fuera poco, la policía resultaba el monitor de todo aquel sistema; que hacía que la propaganda constante -y francamente algo insoportable- pareciera el menor de los males. Y cuando alguien desafiaba al Glorioso Régimen, había torturas. Algunas veces -las menos- eran públicas, pero otras la persona desaparecía hasta el más profundo sótano y ya no sabrían de ella jamás.
Helena se encontraba recapitulando todo aquello como si no lo hubiera sabido hacía mucho. Pero recordaba cómo era antes. No había sido tanto tiempo atrás. Pero luego pensó en mucho tiempo más atrás de aquello y llevó sus pensamientos hacia Alejandro Magno en la Mesopotamia. El gran conquistador. Las fuentes de aquella época eran las más confusas. La lingüista estaba harta de que mezclaran algo de griego con todo lo demás para llegar a unos dialectos que sólo entendía la familia del que lo hablaba, no podía ser de otro modo. Luego recordó que debería conseguirse un poco de gasolina para su coche. Sin código personal no podía comprarla, pero sonrió al recordar a su amigo llamándola pequeña ladrona. Sí, así era.
Escuchó golpecitos en la puerta y enseguida avanzó a abrir. Era un día precioso, y había estado con las cortinas cerradas para mantener el calor abrazador del sol a raya, pero el interior parecía una cueva. Mariano se abalanzó hacia Helena y la abrazó, aunque Sofía se mostró un poco más reacia. Se les había hecho costumbre merendar con la muchacha de la casa de al lado. No habían contado jamás nada que no pudiera contarse, eso era obvio, sino su madre jamás los hubiera dejado ir. Ella quería a los niños con afecto sincero, quizá sus únicos amigos sinceros en Tras La Sierra. Ellos se habían acostumbrado a que a las seis de la tarde desenchufara el televisor y se salteara el discurso diario de La Reina; lo que acabó gustándoles. Así las tardes eran más tranquilas para tomar la merienda y escuchar una historia.
-¿Qué tienes hoy para contar? –inquirió Mariano. Todos los días debía buscarse una nueva historia, era la regla. Gesticulaba mucho cuando las contaba, imitaba las voces de los personajes y sus posturas y formas de caminar. Los niños no podían contener las carcajadas, pero esta vez la muchacha no había pensado ninguna. Recordó fugazmente una que le había contado Alejandro.
-Les contaré una historia sobre Alejandro Magno –comenzó, y ellos se acomodaron para escuchar con atención-. Cierto día al volver de una campaña debían atravesar un desierto. El conquistador guiaba a sus soldados, pero se perdieron. Pasaron los días y los soldados comenzaron a morirse de sed. Pero Alejandro, que era muy fuerte, aguantaba.
-Oh que estúpido –sentenció Sofía, mientras Mariano ponía mala cara-. Debía sentirse culpable, él se perdió y se morían los demás.
-No –interrumpió su hermano-, yo creo que era valiente –Helena lanzó una risita.
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Inmortal
AdventureEn un futuro no muy lejano, luego de la Tercera Guerra Mundial, el mundo es un lugar diferente. Los países que conocíamos ya no existen, sino que nuevos reinos se erigen, enormes y atemorizantes. La libertad parece haber sido un precio pequeño que l...