Capítulo 6

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Gabriel sólo cerró los ojos cuando se sintió su espalda sobre un colchón. Le dolía la espalda y le estaba costando mucho mantenerse erguido. Dejó salir el aire y parecía desarmarse. Helena le repetía que no se duerma y él escuchaba en la frontera entre la conciencia y la inconsciencia, y aunque hacía un esfuerzo por abrir los ojos, no lo lograba. Escuchaba el llanto de su hija y sentía como ella apretaba una de sus manos y se quedaba a su lado. Ella estaba bien y eso lo tranquilizaba. Helena le abrió la camisa pero él no sintió frío. La piel le ardía y transpiraba. Su pecho estaba cubierto de hematomas que empezaban a tomar un color cada vez más oscuro. Sintió el hielo sobre el torso y le dio escalofríos. Tensó sus músculos pero luego de un rato se acostumbró. Sintió el hielo en su sien, sintió cómo limpiaba la sangre de sus labios. Sintió una caricia en la cabeza, recorriendo su cabello, y eso le hizo sonreír.

-Ven, abre tus ojos, vamos –dijo con dulzura. Pero él no lo hizo. Sin embargo, ella tomó sus párpados y los abrió por la fuerza con dos dedos. Gabriel se sintió encandilado por una luz que le recordó los controles médicos normales-. Todo bien –afirmó-. Duerme si quieres –y lo hizo. Mora se quedó con su padre, pero Helena salió de la habitación. Se hizo algunas tostadas y luego salió al jardín a mirar por sobre la reja. Nadie. Saltó y se dirigió al patio trasero de la casa vecina, de una sola planta. Buscó por las ventanas y encontró a Mariano y Sofía mirando televisión. Buscó en las otras ventanas, nadie. Estaba de suerte. Tocó la ventana de sus pequeños vecinos y Mariano se abalanzó a abrirle, sonriendo. Sofía no se movió, pero la miró con dureza.

-¿Qué haces aquí? –preguntó el niño-. Mamá nos prohibió ir a tu casa, pero yo quería –sentenció enfadado. Ella le sonrió.

-No importa, lo entiendo –entonces él la abrazó. Se acercó a Sofía que seguía sentada en el piso y se sentó a su lado. Sólo se miraron un momento, entonces Helena la atrajo contra sí y la abrazó-. Eso es –sonrió-. Gracias, pequeña –besó su cabeza-. Lo siento.

-¿Qué haces aquí? –inquirió Sofía-. No deberías estar aquí.

-Lo sé, pero tengo una pregunta –tomó aire y observó fijamente a Mariano-. ¿Conoces a Max? ¿Y a Mora? –él asintió.

-Son mis amigos –hizo una pausa-. Y a Max –se interrumpió, no quería decirlo frente a su hermana. Helena negó con la cabeza.

-Ya sé, ya sé, ¿y Mora?

-¿Qué con ella? –preguntó Mariano.

-¿Tiene un hermano o primo o algo? –el negó.

-No –Helena subió una ceja. Entonces la madre de Mora no había desaparecido por oponerse a los torturadores de niños, al menos de momento. Pero se había opuesto al régimen de alguna manera, y si había desaparecido después de lo de Mirta, no podía ser una casualidad. Decidió que su amigo lo sabría-. Me tengo que ir.

-¿Cuándo nos veremos? –preguntó Mariano.

-Pronto, conejito –sonrió-. Todo estará bien.

-No te vayas –balbuceó Sofía, hablando por primera vez. Helena acarició su pómulo con dulzura.

-Nos veremos pronto, perdóname –ella negó con la cabeza.

-Fui yo –balbuceó, con la voz quebrada-. Me dijiste que me callara pero no lo hice –Helena la abrazó fuerte.

-Aun así –entonces la soltó y se despidió sin perder tiempo. Salió y volvió a su casa. Miró por la puerta entornada de la habitación donde Gabriel seguía durmiendo, con su hija acurrucada en el hueco entre su pecho y su brazo. Helena sonrió, era bonito que cuidara así de ella. Recordó a Gilbert, pero algo dentro de sí le decía que ya estaba bien de eso. Había que soltar a los muertos, no volvería a verlo, se recordó. Es decir, había tenido otros amantes, novios y esposos desde entonces, pero ¿por qué seguía pensando en él después de tantos años? ¿Cuántos? Casi cuatrocientos, y eso era absurdo. Quizá porque había sido el único que había sido padre de una hija suya, la única que había tenido jamás. Algunas veces pensaba que mejor debería tener otro hijo para quitarse ese horrible recuerdo, pero el miedo podía más y pensaba que mejor no. Tomó el teléfono y llamó al criptólogo para pedirle más favores.

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