Capítulo 2

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-¿Quién eres? –preguntó la voz masculina en el teléfono.

-Helena Márquez –contestó con absoluta confianza-. ¿Quién eres tú?

-¡Márquez! –lanzó una carcajada-. Debí imaginarlo. Muy apropiado, ni preguntaré cómo se te ocurrió –Helena rió también-. Yo soy Alejandro Tejedor –entonces fue Helena la que lanzó la carcajada, verdaderamente feliz.

-Alejandro, era obvio, debí saberlo –tomó aire-. ¿Pero Tejedor? ¿Por qué no Historiador o Conquistador? –ironizó.

-Es tan pomposo… en cambio así me recuerda que hay gente más sencilla. Deberías intentarlo.

-¿Me hablas de sencillez? –se burló-. Pero me pregunto si ha ocurrido algo como para que te comuniques conmigo luego de tanto tiempo. Justo ahora mismo estaba viendo unos textos de tu especialidad, quizá te llamé con mi mente.

-Es posible, de mi especialidad quería hablarte.

-Te encanta hablar de eso, historiador –rio-. Cuéntame.

-A ti te encanta hablar, lingüista –ironizó-. He pasado algunos de los últimos años en el Lejano Este. Volví a mi tierra madre, buscando las leyendas de Mesopotamia. Encontré algunas cosas y dicen por ahí que la parte que me falta de esas cosas se las llevaron los franceses hace algunos siglos. Y aquí entras tú, es tu especialidad.

-Dime algo, ¿cómo fuiste al Lejano Este? Dicen que las regiones más allá de la frontera del Reino del Hielo han quedado deshabitadas luego de la Gran Guerra.

-Tengo un avión y sé cómo usarlo, mon petit fille de la revolution –lanzó una risita de satisfacción- ¿El Reino del Hielo?

-No sé desde dónde estés llamando, pero aquí es ilegal el idioma extranjero –Alejandro asintió, y Helena siguió hablando-. San Petersburgo marca el límite. Para el este, no hay nada.

-¡Mentiras! Claro que hay. Pero, dioses, es horrible. La gente vive en tribus como en la época de las cavernas pero con las enfermedades modernas. Todo el mundo tiene sida o algo peor. La gente se muere por torcerse un tobillo o resfriarse, y los cadáveres se pudren al sol del Medio Oriente como en el cementerio sin techo de huesos corroídos. Hubiera preferido que no hubiera nada. Conduje durante días por el desierto hasta las ruinas de la vieja Babilonia y allí excavé por meses hasta que lo encontré.

-¿Qué encontraste? –dijo Helena, casi gritando, tratando de disimular su ansiedad.

-Las leyendas. Una versión muy deteriorada, escrita en griego. Le faltan trozos. Necesito un buen lingüista.

-Y yo necesito un buen historiador –sonrió-. Tengo algo de eso, y también tiene algunos baches. Quizá juntos podríamos descifrarlo.

-¿Puedo preguntar de dónde lo has sacado? Tengo algunas sospechas.

-No, pero te contaré mon ami –tomó aire-. Había un soldado holandés en lo que hoy es el Reino de Galia, se llamaba William. No era un tipo muy brillante, ¿sabes? Él había participado de ciertas invasiones al Medio Oriente y encontró el documento que estás buscando. Se lo robó. Más adelante, en el frente, Lafayette salvó la vida de casualidad del hijo de este soldado tonto. Intentó pagarle pero no tenía dinero, por lo que se le ocurrió regalarle dichos pergaminos. Cuando Lafayette participó en la Guerra de Independencia le dio los papeles al General Washington para que él los escondiera, indicándole que iría a buscarlos cuando sea un viejo y se retire. Pero no llegó a viejo así que los documentos quedaron en Estados Unidos. Y allí permanecieron durante un par de siglos. Durante la Tercera Guerra, los masones, de los cuáles tanto Washington como Lafayette habían sido parte, se vendieron al nuevo régimen monárquico. Sin embargo, no lo hicieron de muy buena gana por lo que se llevaron todo su valioso archivo de documentos históricos secretos para esconderlos muy lejos del régimen. Entonces los llevaron al Reino del Oro.

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