Helena bajó el sótano después de varios tequilas más, luchando por no caer. Allí encontró lo que buscaba, el mismo rehén, Martin Dusth. La idea de Alex de asesinar un doble sólo por si el rescate tenía lugar había sido precisa. El inmortal estaba atado de pies y manos, con algo de pan duro a sus pies, como un animal. Levantó sus ojos azules y la observó fijamente. Quería gritarle toda la verdad, gritarle que ella sabía lo que él era, que ella también lo era, pero no estaba tan borracha como para echar a perder toda la revolución. Revolución, ahora sólo había que esperar, era cuestión de tiempo para que el pueblo se levante y siga el grito común. Ella lo pateó en la cara una vez, con fuerza, le gritó palabras inconexas y descargó su frustración por Gabriel. Él se rio y lo pateó otra vez, y ya no se reía. En el fondo, había amado a Alex y también estaba dolido. Sin siquiera sacarse los zapatos, se fue a dormir.
En varios días ninguno de los habitantes asomó la nariz fuera de la enorme casa. Habían pasado cinco días, en los cuales Helena se había dedicado a lamerse las heridas y consolar a Mora. Se estaba llevando bien con los demás, y algo de interacción social estaba bien, demasiado tiempo se había encerrado sola con sus pergaminos. Al tercer día había logrado que la niña se riera, al cuarto que jugara con ella, y también al quinto. Le quedaba la esperanza de que estarían bien, eso se decía. Algunas veces pensaba que había sido una segunda oportunidad de la vida, que después de Celine nunca había querido esto -no realmente- pero le tocaba ser una especie de madre otra vez. Cinco días no habían sido suficientes, pero al menos al quinto intento ya había entendido a qué temperatura le gustaba el té con leche, con tanta azúcar que era más azúcar que té. Mientras tanto, volvía a teclear.
-¿De qué color es el día? –susurró, mientras lo escribía.
-Índigo –contestó el mensaje enseguida. Helena suspiró de alivio. Estaba bien, pero oculto vaya a saber uno dónde. O bien, pero encerrado. Quizá no podía salir pero después de cinco días pudo comunicarse y tenía su teléfono, imposible de rastrear. Les contó la buena nueva a los demás.
-Vez, te lo dije, al gran conquistador no lo agarra un policía de poca monta –sonrió con triunfo, mientras observaba con ternura cómo Mora mojaba las galletas en el té con leche y se las daba a Max en la boca. Nunca había pensado en cuánto usamos nuestros dedos. Tampoco pensó que ambos serían tan buenos amigos, superado el susto inicial hacía tan poco tiempo. Ella reía y bromeaba con su pequeño amigo, sin acordarse de sus padres muertos, al menos por ese rato.
Encendieron la televisión, y en todos esos días no habían dejado de ver manifestaciones en todos los puntos del reino: desde el desierto hasta la nieve, de norte a sur, de la capital al campo, y muchísimo más. La consigna era una sola, no más torturas, no más régimen, revolución. Se preguntó si Alex le habría dado muchas vueltas para inventarse una consigna que pegara, pues si la cancioncilla no es pegadiza nadie la repite. Los focos revolucionarios se repetían aquí y allá, desestabilizando. El gobierno simplemente no podía arriesgarse a más Campos de Marte, eso encendía la mecha más y más. Ahora sólo había que esperar a que la ira colectiva se haga más honda, entonces el general encausaría a esa suerte de soldados, les pondría el arma en la mano y mataría a la Reina. Más de una vez se preguntó qué planes tenía Alex para el Canciller que tenían atado en el sótano. Rodrigo sugirió intercambiarlo por Alex, pero nadie apoyó esa idea. Sencillamente lo usaría como extorsión cuando llegara el momento, por lo que mientras tanto le daba pan duro y agua, un poco de té con leche si se sentía generosa.
Al rato los niños salieron afuera. Helena los siguió, llevándose la taza humeante, mientras los observaba jugar con la nieve. Max se había inventado formas creativas de hacer muñecos de nieve con métodos alternativos. Había sido una suerte que estuvieran juntos, sin nadie de su edad con quien jugar y los adultos ocupados con la revolución, de otro modo se la hubieran pasado llorando por la enorme cantidad de miserias que opacaban su corta edad. Estaban en el jardín delantero, ella les gritó que se alejen de la calle, que presten atención a los autos. Se subió a la cerca del porche y balanceó las piernas a unos centímetros del suelo mientras tomaba el té y los veía jugar. Tomó aire, los dos mundos; hacía unos días había rematado a cincuenta torturadores de niños con un arma de caza y ahora estaba cuidando dos niños amorosamente, el contraste era casi absurdo.
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Inmortal
AdventureEn un futuro no muy lejano, luego de la Tercera Guerra Mundial, el mundo es un lugar diferente. Los países que conocíamos ya no existen, sino que nuevos reinos se erigen, enormes y atemorizantes. La libertad parece haber sido un precio pequeño que l...