Verde hospital.

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Mi bata no era de aquel color verde caqui, sino de un verde menta, color claro y apagado, que no era nada atrayente. Y encima se me veía el trasero. Y me perseguían las enfermeras. Ojalá fuera por mi culo, pero simplemente me había escapado de la habitación.

Tenía como compañero de hospital a un loco inglés, que no dejaba de hablar en inglés y yo no entendía nada. En mi época no estudiábamos otros idiomas. Y eso que parte de mí era nativo, de hecho, una porción de mi era inglesa. Tal vez este exagerando un poco, hace muchos años, en una de mis múltiples giras, estuve presentando por Londres. Nadie sabe muy bien lo que me ocurrió, pero me desperté en un hospital conectado a un tubo transparente que me metía sangre en las venas. Os lo dije, tengo sangre inglesa pero no se hablar el idioma. Aunque me gusta presumir.

I don't know why I am here! —llevaba repitiendo esa misma frase al menos una hora y media, y me tenía literalmente hasta las narices. 

Cierring la boqueision. —dije cuando mi cabeza estaba a punto de estallar, pero no pareció entenderme, y siguió hablando. Entonces me harté y decidí salir de la habitación, ya que ahí no había nada que hacer. Reconozco que intenté ligar con las enfermeras veinteañeras, pero como ninguna parecía conocer mi interesante pasado, no caían rendidas ante mis encantos. De hecho, todas preferían acercarse al inglés antes que a mi, triste pero cierto.

—¡Roger! Vuelva aquí ahora mismo. —me gritó una de las enfermeras, que corría con sus cortas piernecitas y sus ridículos zapatos de agujeros de goma. —No está para trotar por los pasillos.

¡Qué sabría ella! Mis pies descalzos chocaban rapidamente contra las frías baldosas del hospital, y la bata verde apagado se movía, dejando ver cada vez un trozo distinto de mi trasero. No era correr, era simplemente andar rápido. De vez en cuando me gustaba mirar atrás y ver como la enfermera me perseguía, ella inclinaba la cabeza hacia el lado derecho para no despeinarse, tenía los brazos estirados y se movía de forma robótica.

Esquivé el carrito que llevaba las bandejas de la cena más de tres veces, y en ninguna de ellas conseguí averiguar que me darían. Aquí maltrataban el estómago de las personas, pan, agua, caldo y con suerte algo sólido. Eso si, olvídate de la sal.

Entré por el pasillo derecho, di una vuelta a la sala de espera número tres y me senté en una silla de ruedas que encontré vacía, y cubrí mi rostro con una sábana que estaba en el respaldo de la silla. La enfermera pasó corriendo por delante, se que ella era porque se escuchaba un ritmo de respiración muy acelerado, y unos pasos cortos pero sonoros. Me quité la incómoda y vergonzosa sábana, tenía que lucir mi cabellera, pista: no.

La silla de ruedas empezó a moverse sola, y girando un poco mi cabeza pude ver unas manos muy femeninas.

—¿Estás mejor Roger? —ah, esa era la dulce voz de mi pequeña Lucy. Cómo me alegraba de que por fin hubiera llegado.

—Fue un susto, ya sabes que soy de hierro.

—Volvamos a tu habitación, es hora de cenar. 

—No me hagas esto, llévame a comer hamburguesa o a un buffet. ¡Sí! ¡A un buffet! -exclamé mientras íbamos en dirección contraria a la que a mi me gustaría.

—¿Sabes que a partir de ahora tienes que cuidar más tu salud? —preguntó acelerando un poco el ritmo. —Eso significa cambiar de alimentación. Me han dicho que además tienes la tensión alta, ya sabes, toca reducir la sal.

—Sin sal no hay vida. —comenté con tono lastimoso mientras fingía un dramático sollozo.

—Y sin salud tampoco hay vida.

¿De quién es esa clavícula?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora