Anónimos verdes.

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Tras una inspección de más de dos horas en mi casa, los policías se marcharon. Era invitados muy ocasionales, de hecho, no se iban sin no cotillear un poco en el jardín. En el que había plantado un bonito geranio para tapar el hueco de la clavícula.

Lo único que me dolía era la pérdida del jersey, al fin y al cabo, ¿quién querría un viejo trapo de ese color? Era algo sentimental más que estético, porque mi madre nunca había sido especialmente asombrosa en el arte de coser. De hecho, una de las mangas del jersey era más larga que la otra, y el cuello era completamente irregular.

Tras la desastrosa partida de oca, en la que Carmencita y Paco nos habían dejado a Pascual y a mi por los suelos, decidí que era hora de ir a visitar a Lucy. Aunque hubiese reconstruído su vida, necesitaba segurarme de que todo estaba en orden. Por lo que fui a buscar mi jersey, que... me puse una gabardina y un sombrero de tonos oscuros, unos pantalones de lana marrón y unos zapatos formales. Me peiné los cuatro pelos mal puestos que tenía, limpié las gafas y cogí el bastón.

Logré atravesar sin problemas la puerta de la residencia, estaba todo el mundo demasiado ocupado hablando del robo en mi apartamento. Mientras salía, decidí cambiar la organización del día. 

Minutos más tarde estaba montado en un autobus y dirigiendome a mi barrio natal. Aquel barrio donde pasé los primeros años de mi vida en compañía de mi madre. Era un lugar pequeño, de población reducida, y que el gobierno se negaba ha arreglar por falta de presupuesto. La Guerra civil arrasó el lugar, y la gente empezó a escaparse. Todo estaba tal cual lo dejamos.

Horas más tarde estaba en la calle principal, tenía un ambiente devastador, olía mal, parecía una alcantarilla en la superficie. Aquel viejo almacén, que antes fue un "supermercado", estaba destrozado, sus restos estaban sobre el suelo. Era impactamente ver como un edificio que en su tiempo fue imprescindible, en esas actuales condiciones.

No quería ni imaginar como estaría mi casa, estaba impaciente por verla en ruinas. Pero no fue así, no estaba en buen estado, pero al menos no yacían sus restos en la arena.

-Mi casa... -murmuré rozando la puerta de entrada al edificio con la palma de mi arrugada mano. Desde hacía años no venía por aquí, mis ojos casi brillaban de emoción. Mis actos se sometían a los recuerdos, me dejaba llevar por la situación. 

No me costó abrir la puerta, ya que estaba en malas condiciones, el pasillo inicial estaba casi intacto, no presentaba más daños que muebles rotos, suciedad, animales, y las escaleras con la barandilla destrozada. Subí lentamente cada escalón, hasta llegar a mi puerta.

Recordaba las veces que había jugado sobre ese mismo rellano, como iba a casa de los vecinos a pedirles una manta para que mi madre no pasara frío. Recordaba vigilar como entraba mi madre en el portar cada vez que volvía de la compra o del trabajo, recordaba mis saludos y despedidas con un abrazo muy tierno a mi madre. Si casi sentía como se humedecían mis ojos, hoy en día, la gente no puede ni imaginarse que haría sin su madre. No pueden pensar si quiera en la posibilidad de tener que vivir completamente solos, más que vivir, sobrevivir. No saben lo duro que era, y lo sigue siendo, ya que aunque crezcamos, todos tenemos nuestros sentimientos.

Abrí la puerta  sin problemas, y lo que menos me esperaba encontrar, era mi hogar. Pasé en silencio a lo que recordaba que era la sala general, ya que luego estaba el cuarto prohibído y la cocina. Y no había más habitaciones, era una casa pequeña.

Cuando llegué a la sala, me impactó seriamente el ver a un hombre sentado en el suelo y tapado con una manta que se caía a pedazos. Me miraba, mientras se columpiaba apoyándose con las manos. Traté de acercarme poco a poco, pero a cada movimiento, el retrocedía. Así hasta que su espalda quedó pegada a la pared.

-¿Hola? -pregunté con el tono de voz más suave que pude, sabía que estaba asustado, pero no llegaba a comprender por qué. -Me llamo Roger. -el hombre tenía actitud de niño pequeño.

El pelo canoso, muy delgado, con bastante barba, y debajo de aquella manta se notaba un temblor general. ¿Me tendría miedo? Tenía mis ojos clavados en él, pero me apartaba la mirada y siempre la dirigía al suelo. Por un momento pensé que era sordo, ya que por más que intentaba mantener conversación, no respondía. Me acerqué a el de forma rápida, y le agarré del hombro.

-¿Está bien? Responda. -casi le amenacé, no me gustaban estas situaciones, y aunque yo pudiera parecer rudo, necesitaba saber quien estaba viviendo en mi casa. -¿Cómo se llama?

Al menos le hice la misma pregunta veinte veces, y parecía querer responderme, incluso movía los labios, pero ningún sonido salía de su boca. Me rendí. Salí del salón y fui recorriendo la casa hasta llegar a la cocina.

-Carlos... -fue casi un susurro, me giré y pude ver a aquel señor apoyado en los fogones. Me parecía una persona insana, moriría de un momento a otro si nadie le ayudaba, y aunque mi situación no fuera espectacular, seguro que los de la residencia le echaban una mano. Interrumpió mis pensamietos un ladrido de perro, y cuando me quise dar cuenta, aquel hombre que se hacía llamar Carlos abrazaba con ternura dos perros que habían salido de la nada.

Entonces relacioné conceptos de nuevo, como veis, se me da cada vez mejor. Busqué el nombre de "Carlos" por mi memoria. Y en verdad fueron aquellos perros los que me dieron la pista definitiva. Joder, Carlos.

-Carlos, ¿esta es tu casa?

El negó con la cabeza de forma asustada, y señaló a la pared. Por supuesto que no se refería justo ahí, sino en aquello que estaba detrás de la pared. La casa de mis vecinos, donde se había criado un niño autista llamado Carlos, con su padre, su madre, y su perro. Nunca había visto a un adulto autista.

-Carlos, ¿quieres ir a un lugar nuevo? -enseguida negó con la cabeza, seguramente no le gustaban los cambios. Como a mi. -¿Vienes conmigo?

Tras muchas preguntas e intentar ganarme su confianza, conseguí atravesar el umbral de la puerta con Carlos y los dos perros. Entontrarme a mi vecino me había cegado en mi misión de ese día, yo venía aquí a por recuerdos. Le pedí unos minutos, y volví al interior de mi casa. 

Entonces abrí la puerta del cuarto prohibido, y me encontré una caja. Una caja mordida por los ratones, y al tratar de abrirla con cuidado, se deshizo. En su interior había muchos sobres de cartas, de un color verde caqui. Como mi jersey, cuando lo tenía. Me llené la gabardina de esos sobres, aún impactado y tras esconder de forma disimulada la caja y el resto, me fui con Carlos.

Le ayudé a bajar las escaleras, a pesar de que era más joven que yo, y tras muchísimo tiempo, salimos a la calle. Se escondía del sol, y cada poco tiempo se sentaba en el suelo a acariciar a sus perros. Fue un viaje muy pesado hasta llegar a la parada del autobus.

-Mira Carlos, esto es la vida. -dije casi en un tono melancólico mientras le agarraba del codo. Sabía que le iba a costar despedirse de sus perros, pero no había otro modo de salvarle la vida. 

Mientras se distraía con los animales, saqué varios sobres de la gabardina. Vacíos, todos estaban vacíos. Mi cara de imbécil era alucinante, era lo único que podría darme pistas. Era mi motivo de viaje hasta mi pasado. Entonces, tras probar con todos los sobres, entontré uno en el que sí había algo escrito. Era una nota, y decía así:

"Hazle un jersey verde a Roger, así sabré como encontrarle"

Y el resto de la carta se confundía entre tachones detinta negra y borrones.

¿De quién es esa clavícula?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora