Un jersey verde caqui.

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Reconozco que fue difícil librarme de Filomena, no dejaba de llorar y tampoco me quería decir nada más del caso, así que la supliqué "amablemente" que se fuera a su apartamento. Filomena siempre me había parecido una mujer muy fuerte, de hecho solía compararla con un muro, ya que a pesar de ser tan abierta y cotilla, era difícil que tomara confianzas con alguien. Y lamentablemente, conmigo las tenía. Aparte necesitaba pensar un poco en todo esto, era cierto que a mi no me afectaba en nada, pero por otra parte me sentía demasiado involucrado moralmente.

¿Cuál fue mi decisión? ¿Cuál creéis que fue? Resolvería el asunto con mis propias manos, averiguaría quienes eran esas mujeres y después moriría en paz. Me puse unos pantalones de lana oscura, con unas zapatillas que por lo menos tenían treinta años, y un jersey verde caqui. Ese jersey olía a madre, olía a mi madre. No es que no lo hubiera lavado nunca, no soy ningún vulgar guarro, pero como sabía que había estado mucho tiempo tejiéndolo, le tenía un cariño especial. Os preguntaréis cómo era posible poder ponerme aquel jersey y caber en él, habían pasado más de 70 años, os lo voy a contar, pero para ello debemos retroceder a una parte de mi pasado que no consigo olvidar, aquel último día en el que vi a mi madre.

Pasaron dos horas, pasaron tres horas, pasó un día. Mamá no volvía. Mamá no traía comida. Mamá me había dejado solo. ¿Mamá no me quería? Como ya sabíais, se me daba realmente mal calcular el tiempo, nunca fui al colegio, no había dinero para ello. Aunque siempre me decían que tenía un don especial, era creativo, ágil y alegre. Por esa época vivíamos solos mi madre y yo, pero lo que yo no conseguía entender era porqué no tenía padre, a lo que mi madre contestaba: "Se fue a comprar comida" y sabíamos que no volvería porque nos había abandonado, pero era una forma de engañarnos. Por eso yo odiaba tanto cuando mi madre decía que se iría a comprar, tenía miedo de que me dejara solo, de que no volviera.

-Yo soy fuerte, sincero e importante, la vida no me va a conseguir olvidar. -eran las únicas palabras que repetía cada vez que estaba solo. Me daban fuerza, me daban confianza y me acercaban mentalmente a mi madre. 

Me asomaba a menudo a la única ventana de la casa, cada vez el cielo estaba más oscuro, y mamá seguía sin estar conmigo. Tenía frío, pleno invierno y sin calefacción, por lo que me acerqué al lugar donde mi madre solía tejer y cojí aquel jersey verde caqui. Me lo puse, y de verdad que pensé que mi madre se había vuelto loca, ¡esa no era mi talla! Yo era un niño delgado y de cuerpo pequeño, y ahí dentro por lo menos cabían cuatro niños como yo, pero aún así no me lo quité, ya que era la prenda de vestir más bonita y caliente que jamás tendría.

Un tiempo después, estaba mi cuerpo metido dentro del jersey y mi cabeza apoyada en una esquina, parecía escuchar la voz de mi madre, pero no era así. Tenía hambre, dolores musculares y sentía que me desvanecería cada vez que mis párpados se cerraran o abrieran. ¿Dónde estaba mi madre? ¿Seguiría haciendo cola en la compra? De verdad la necesitaba más que nunca.

Mi madre me había enseñado a ser respetuoso con los demás, no comenzar a comer sin estar todos presentes, decir siempre "por favor", "gracias", pero sobretodo me había enseñado a sonreír a los demás aunque te encuentres mal. Nunca había que mostrar sentimientos negativos, había que callarse, y no molestar a nadie.

Entonces decidí que tenía que hacer. Llegué a duras penas hasta la cocina y abrí un jarrón de porcelana blanca que había guardado en uno de los cajones. Simplemente abrí el tarro (con dificultad) y introduje la mano. Había pequeños círculos marrones, estaban muy duros y no sabían bien, pero aún así me metí un puñado de ellos en la boca y empecé a masticar. Era un verdadero festín, repetí tres o cuatro veces. Si reconociera que tenía muchísima hambre y habían pasado cinco días desde que mi madre se fue, tal vez entendierais porqué comía lentejas crudas y caducadas.

Después de recuperar fuerzas, decidí que era hora de ir al lugar donde se hacía la compra, pensaba reclamar a mi madre y sin llevar aquel ticket para las vueltas. Abrí la puerta de mi casa, aún vestido con el jersey verde caqui que arrastraba por el suelo, y salí a la calle. Hacía viento, las personas caminaban muy rápido, los perros ladraban con furia, y las contraventanas de las casas daban fuertes golpes al cerrarse. Siempre que mi madre se marchaba, yo miraba hacia que lado iba, ya que me gustaba controlarla desde la ventana. Derecha.

A partir de ese punto, seguí las indicaciones que me iban dando los dibujos de las señales, ya que yo no sabía aún leer, nunca nos habíamos podido permitir un lujo como el de asistir al colegio.  En poco tiempo estaba delante de un gran almacén. Era de aspecto uniforme, de colores oscuros y apagados, y si aquel edificio pudiera hablar, yo estaba seguro de que se pondría a llorar, no era feliz. Intenté alcanzar el pomo de la puerta principal, entonces fue cuando sentí una mano apoyada en mi huesudo hombro. ¿Mamá?

-Niño, no deberías estar aquí. -hablaba un hombre delgado, joven, de pelo negro y ojos marrones. Llevaba una gabardina de piel y con algunos botones rotos. Tenía un bigote de color oscuro sobre  sus gruesos labios, y llegaba un cigarrillo en la mano derecha. -¿Estás solo? ¿Y tus padres?

-Estoy buscando a mi madre, ha venido a hacer la compra. -dije sin estar a penas nervioso, le sostenía la mirada sin pensarlo. Lo que yo no sabía era que no era mi madre la única que no había vuelto a casa tras aquel lunes en el "supermercado"  -No tengo padre.

-¿Y cuándo vino tu madre? -preguntó el hombre mientras se agachaba hasta ponerse a mi altura. Movía su bigote cada vez que hablaba, parecía de mentira, y me daban unas enormes ganas de querer tirar de aquellos pelos mal puestos.

-El lunes, siempre viene los lunes. -yo creía que intentaba pillarme con las preguntas que hacía, pero su rostro se tornó más serio.

-Acompáñame. -no preguntó, no dejó que yo le contestara, simplemente me cogió del brazo y me arrastró por la calle. La gente miraba horrorizada, pero nadie hacía nada por detener al hombre y ayudarme, todos apartaban la vista y pensaban "esto no va conmigo".

Me desperté en una cama blanca y de colchón duro, me dolía la espalda. No me encontraba en mi casa, ya que nosotros no teníamos colchón. Estaba en una habitación en la que por lo menos había veinte camas más, mi madre me llegó a hablar de estos lugares, los llaman "orfanatos" y aquí van los niños que no tienen padres. Seguía sin reaccionar, solo la voz de una mujer me sacó de mis pensamientos.

-¿Eres Roger? -yo asentí a la mujer. Era joven, y tenía el cabello pelirrojo y lleno de preciosos rizos que caían sobre sus hombros. -Roger, el lunes hubo un tiroteo en el mismo lugar al que tu madre va a por la comida. -por unos momentos dejó de hablar y tomó aire, yo la miraba sin comprender del todo lo que me quería decir, ya que aunque lo entendiera, no era capaz de asimilarlo. Me estuvo contando que había demasiadas mujeres ese día y ya no quedaba comida, por lo que tuvieron que dividirlo en dos, un grupo se iría a la guerra a echar una mano a los hombres, y al otro grupo que llegó más tarde, le mataban. Así era el año 1938, un año duro y en el que te podía quitar a tus padres sin preguntar.

Si mi madre no hubiera estado cosiendo ese día ni jugando conmigo al "yo te quiero de aquí a..." no habría muerto, ya que hubiera podido llegar antes a aquel maldito supermercado. Seguiría viva. Soy un pequeño asesino.

¿De quién es esa clavícula?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora