Capítulo Siete

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Federico se sorprendió de ver que los ojos de Cristina estaban húmedos y que varias lágrimas reposaban en la esquina de su ojo esperando el momento preciso para caer. Se preguntó si esas gotas que de repente bajaron por sus mejillas, serían por él y por lo que acababa de decirle. Todavía tenía la pequeña mano femenina envuelta entre la suya, ella no había roto el contacto, pero tampoco le devolvía el apretón, sólo la había dejado allí estática, como si no supiera qué hacer con esa parte de su cuerpo. Él se atrevió a acariciar con su pulgar el dorso de la mano, y tampoco obtuvo respuesta, pero de igual manera se mantuvo ahí sin alejarse ni un centímetro.

—¿Lloras por mí? —tuvo el atrevimiento de preguntar luego de unos segundos, y también la osadía de llevar su otra mano a la mejilla mojada de Cristina para limpiar sus lágrimas.

—Claro que no. —mintió ella no dispuesta a aceptar que sintió pena de él por todo lo que le contó; no quería darle ese tipo de poder, porque sabía que encontraría muy rápidamente la forma de usarlo para su propio beneficio.

—¿Entonces? —no detuvo sus dedos que lentamente se paseaban por el pómulo de su esposa.

—No sé, me puse a pensar en otras cosas, pero por supuesto que no es por ti. —calló unos segundos para poder organizar sus pensamientos que eran un verdadero caos en ese momento. —A mí tus palabras no me conmueven, además no te creo nada. —echó la cabeza un poco hacia atrás para que él dejara de tocar su mejilla, sin embargo, dejó su mano en el mismo sitio, permitiendo inconscientemente que su marido la acariciara.

—¿No crees que yo también puedo sufrir? —su voz se escuchó afligida. —¿Piensas que soy incapaz de frustrarme o de sentirme solo?

Ella pareció pensarlo un instante.

—Las personas llenas de maldad como tú no sienten dolor ni frustración, al contrario, es eso lo que le hacen sentir a los demás. —le dijo finalmente alejando su mano. —No creo que de verdad vayas a sufrir sin mí y sin mi hijo, nosotros no te importamos, porque si fuera así, no me harías sufrir tanto, ni lo harías sufrir a él, ya que lo que me haces a mí le afecta de alguna manera u otra a mi bebé también.

—Nuestro hijo… nuestro bebé, Cristina. —la corrigió; ella intentó replicar, pero él no se lo permitió. —Y para tu información, yo sí sufro y siento demasiadas frustraciones, así tú no me creas y pienses que sólo tengo maldad dentro mí.

—¿Y por qué debería creerte? —discretamente se limpió la esquina de su ojo donde un par de lágrimas se habían quedado a la espera de ser derramadas; una vez más Federico notó esto en ella.

Que Cristina dijera lo que quisiera, pensaba él, pero en el fondo sabía que la había conmovido con sus palabras. Y aunque esa no fue su intención, pues a decir verdad nunca pensó que ella mostraría el menor sentimiento por él, ni siquiera la compasión, no podía evitar que ahora su corazón saltara de gusto al ver que esa mujer que a veces lo trataba con más frialdad que un cubo de hielo, sí podía sentir algo por él, así fuese simple lástima.

—Porque por primera te estoy diciendo la verdad, te estoy hablando con el corazón, y yo no estoy acostumbrado a hacer eso con nadie.

—¿Y quién me asegura a mí que todo lo que me dices no es simplemente con la intención de que yo te tenga pena, y así tú puedas seguir manejando mi vida a tu antojo? —se puso de pie lentamente, y con cuidado se alejó de la cama.

—Cristina… —calló no sabiendo cómo más expresarse con ella, era imposible, dijera lo que dijera, esa mujer no le creía, tenía un concepto tan malo de él, que era imposible que pudiera creer en sus palabras. Claro que, Federico muy en el fondo estaba consciente de que el único culpable de que ella pensara así, era él mismo.

—¿Por qué te quedas callado? —cuestionó luego de unos segundos de un incómodo silencio.

—Porque no sé qué más decirte, tú no me entiendes.

—Es muy difícil hacerlo, además yo creo que ni tú mismo te entiendes a ti, así que menos podría hacerlo yo.

—Yo… mira, quizás tengas razón, ni yo mismo me entiendo, pero de algo sí estoy seguro, y es que si te vas me voy a sentir muy solo y triste. —se levantó y caminó hasta ella que permanecía de pie en un rincón. —Quédate Cristina, no me dejes. —se acercó por completo y se arrodilló justo en frente del cuerpo femenino, ella obviamente no podía verlo, pero sí lo sintió, fue por eso que frunció el ceño sin entender muy bien lo que Federico se proponía.

—¿Qué haces?

—Suplicarte que te quedes a mi lado, que no te vayas. —pasó el brazo que no tenía herido alrededor de la pequeña cintura de Cristina para acercarla más a él y así poder abrazarla.

—Suéltame, Federico, por favor… no puedo ni quiero quedarme. Ya te dije que lo haré unos días mientras mi mamá sale de la clínica, pero después me iré y la llevaré conmigo a Villahermosa. Si tú no estás dispuesto a irte de la hacienda y a darme mi espacio, no me queda más remedio que ser yo la que se aleje.

—No, Cristina, yo te necesito, necesito a mi hijo, dame una oportunidad. —su voz se escuchaba desesperada.

Cristina sin darse cuenta había apoyado sus manos en los hombros masculinos para así sostenerse y no desbalancearse por la presión que él ejercía con su abrazo. Podía sentirlo respirar agitado y hasta algo angustiado, pero no, no podía ni debía caer en sus engaños o en esas palabras que le decía, que aunque conmovedoras, carecían de sinceridad; por lo menos así lo veía ella.

—No puedo. —cerró los ojos y se sostuvo con más fuerza a sus hombros, y no es que tuviese miedo de caer literalmente hablando, sino que estaba aterrada de que él con sus artimañas la hiciera ceder a lo que pedía.

—Por lo menos hagamos la tregua que te propuse.

Ella negó con la cabeza, pero él insistió un par de veces.

—Tengo miedo. —quiso alejarse, sin embargo, no tuvo la fuerza para hacerlo, y él tampoco se lo hubiera permitido, pues la abrazaba como si en eso se le fuese a ir a la vida.

—¿De qué? —levantó la cabeza para mirarla.

—De darte una oportunidad que no te mereces, y equivocarme, no quiero terminar perdiendo como siempre.

—Solamente te estoy pidiendo hacer una tregua por nuestro hijo, para que él esté bien.

—Es que esa preocupación repentina de tu parte me confunde, me desconcierta, no sé qué te propones.

—Mira Cristina, yo sé que tú no me crees, pero yo quiero que el bebé nazca, nada me haría más feliz que tener algo que me uniera a ti de por vida, y el doctor me dijo que si tú no estabas bien, ibas a perderlo… yo no quiero que eso pase.

—Entonces no es por él ni por mí que lo haces, lo haces por ti, sólo porque quieres tener a fuerzas algo que me amarre a ti. —lo empujó para que se alejara, pero él la sostuvo con fuerza no permitiéndole que rompiera el contacto entre ellos. —Por favor, suéltame.

—No, Cristina, lo hago por él, te lo juro que es por él.

Entre que Cristina hacía el esfuerzo de alejarlo, y Federico insistía en tenerla cerca, pasó algo que la dejó a ella muy desconcertada, incluso él mismo se sorprendió de sus propias acciones. Un suave beso había sido depositado en el pequeño abultamiento en el vientre femenino. Hubo silencio, demasiado silencio… ninguno de los dos supo qué decir después de eso. A Cristina le parecía imposible que cualquier cosa remotamente parecida a la ternura pudiera salir de un hombre como él, sin embargo, acababa recibir el beso que toda madre desea mientras espera a su hijo. Aunque por desgracia no podía apreciarlo como lo hubiese apreciado si otras fueran las circunstancias. Su vida era todo menos un sueño, más bien parecía una pesadilla a veces.

—Cristina… —Federico rompió el silencio después de algún tiempo, no sabía exactamente qué decirle, le asombraba que ella aún siguiera ahí y no hubiera intentado salir corriendo. No entendía qué lo había llevado a tener esa muestra de afecto por llamarlo de alguna manera, eso no era algo común en él, nunca lo hacía, y menos mostraba sus sentimientos delante de nadie. Pero esa mujer era otra cosa, ella sacaba un lado suyo que ni siquiera él mismo sabía que existía. —No me quites lo único bueno que podría llegar a tener en la vida, que son nuestro hijo y tú. Ten piedad de mí. —le pidió sin soltarla y depositando otro corto beso en su abdomen.

—¿Piedad? ¿Tú eres quien me pide piedad? Creo que debería ser al revés.

—Hazlo por el bien de nuestro hijo. —suplicó una vez más; ella suspiró y no dijo nada sino hasta después de unos segundos.

—Voy a pensarlo… pero no te prometo nada. —con un pequeño empujón logró zafarse de él y se acercó a la puerta. —Y de una vez te advierto que sólo sería una tregua, no pienses que vas a volver a tenerme en tus manos, porque no va a ser así. —buscó en su oscuridad el pomo de la puerta y la abrió con claras intenciones de irse. —Otra cosa, si acepto esa tregua, las condiciones las voy a poner yo, y a la primera que me hagas, me voy y no me vuelves a ver ni a mí ni a mi hijo.

Salió apurada como si estuviese huyendo de algo que no sabía exactamente qué era, además lo que fuese no la dejó de perseguir ni porque se encerró con doble seguro en su habitación. Sus pensamientos eran un verdadero desastre, se sentía tan confundida, tan desconcertada por todo lo que había hablado con Federico. Si la intención de él había sido confundirla para hacer que reconsiderara su decisión de divorciarse, había logrado su objetivo.

—Yo estaba tan segura de lo que quería hacer... —dejó escapar un suspiro que salió desde lo más hondo de su ser. —Y ahora ya no sé nada.

Cristina estaba tan aturdida que prácticamente había vuelto al lugar en donde comenzó todo. Nuevamente se sentía como al principio, sin el valor de alejarse de una vez por todas de Federico Rivero, aunque esta vez por razones muy distintas.

—Federico no se merece que yo le tenga siquiera un poco de compasión, él no la ha tenido conmigo… —se dejó caer acostada en el colchón bajo su cuerpo. —¿Y si ahora está siendo sincero? —cerró los ojos y una lágrima se escapó con agilidad de allí. —No, no y no. No puedes creerle nada, Cristina. ¡No puedes! —se repitió una y otra vez hasta que el sueño comenzó a vencerla, y antes de dormirse rogó que el descanso le ayudara a conseguir las respuestas que necesitaba, si es que realmente había una contestación precisa para todas sus dudas.

Esa noche ni Federico ni Cristina durmieron muy bien, cada uno tenía demasiadas cosas acumuladas en la mente y profundos sentimientos agolpados en el corazón. Los dos tenían muchas decisiones que tomar… buenas y malas. Y de esas determinaciones dependía el futuro de ambos y de una criatura que aún no llegaba al mundo y ya estaba siendo usada como arma en medio de una desafortunada guerra de dolor. Y es que la vida es así, a pesar de que muchos dicen que el amor es el que gobierna al mundo, lo cierto es que la mayor parte del tiempo es el dolor quien lo hace, y el dolor casi siempre nos hace cometer los peores errores.
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La mañana llegó soleada a la hacienda, desde muy temprano ya había movimiento en la casa y todos parecían haber madrugado. El doctor Márquez había llegado con un colega y algunos enfermeros de la clínica de reposo para llevarse a doña Consuelo. Serían sólo unos días que tendría que permanecer allí, como máximo un par de semanas mientras lograba sentirse mejor. Cristina sabía que era por su bien y por eso se había quedado tranquila luego de regresar del hospital. Al hacerlo se encontró con el padre Ignacio quien la estaba esperando para saber de la salud de su madre.
. . .
—Vaya, padre, que rápido corren los chismes en este pueblo, ¿cómo se enteró del disparo que mi mamá le dio a Federico? —se encontraban sentados en la sala.

—Ya ves, hija, en este lugar todo se sabe, algún empleado debe haberlo comentado por ahí y así fue como llegó a mis oídos. Pero como sé bien que a veces la gente inventa cosas, pues quise venir a ver si era cierto y si todo estaba bien. Cuéntame qué pasó, Cristina.

—Pues lo que escuchó es cierto, padre Ignacio, mi mamá le disparó a Federico, aunque fue un accidente… o sea sí, ella lo amenazó, pero fue producto de su crisis. Yo estoy segura que realmente no quería matarlo ni hacerle ningún daño.

—¿Y cómo está Federico?

—Él está bien, la bala apenas le rozó el brazo, sólo tiene un rasponazo, por fortuna no ocurrió una tragedia mayor.

—Me alegro, hubiese sido una desgracia horrible. ¿Como sigue doña Consuelo? Me comentó Candelaria cuando llegué que la llevaron a una clínica de reposo.

—Sí, precisamente de allá vengo, ya está internada y tendrá que quedarse ahí unos días. Fue el doctor Márquez quien sugirió llevarla, habló con un colega especializado en el tema y él también consideró que era lo mejor para ella.

—¿Y se quedó tranquila?

—Pues se al principio se alteró un poco al darse cuenta que la íbamos a dejar ahí, pero luego pudimos calmarla y terminó por entender que todo es por su bien. La tranquilicé diciéndole que sólo serían unos días y que iré a visitarla. A mí me dolió mucho tener que dejarla en ese lugar, pero quiero que esté bien, que pueda estar tranquila, y sé que sólo ahí va a poder descansar y aclarar su mente. La muerte de mi papá todavía la sigue atormentando demasiado, ella necesita superar eso para poder seguir con su vida.

—Tengamos fe en el Señor, hija, que esa estadía en ese centro de reposo le traiga la paz que su alma necesita.

—Sí, padre, ojalá así sea. —después de un corto silencio, un largo suspiro se escapó desde lo más profundo de su alma, en ese momento el cura supo que algo aparte del asunto de su madre, la perturbaba.

—¿Tú cómo estás, hija? Te veo algo intranquila.

—Lo estoy, padre, tengo muchas cosas en la cabeza, decisiones que tomar, y no sé qué hacer, estoy confundida.

—Si quieres puedes contarme lo que te perturba.

—Es Federico…

—¿No va bien el matrimonio de ustedes verdad?

—No, y usted sabe bien la razones por las que no puede ir bien, yo misma se las he contado.

—Sí, lo sé, pero también sé que para bien o para mal tú estás esperando un hijo suyo, además registraste a María del Carmen como su hija. Mira Cristina, yo pienso que por el bien de esas criaturas, ustedes deberían intentar tener una mejor relación, por lo menos tratar de llevar la fiesta en paz.

—Es que no es tan fácil, padre. A pesar de que le he platicado las cosas que él me ha hecho, usted no puede imaginarse lo difícil que es la convivencia con Federico. Él es un hombre tan tosco, tan machista, quiere que todo se haga a su voluntad, y cuando no se hace como él quiere, empieza a chantajear, a amenazar. Yo estoy cansada ya de lo mismo, bastante he aguantado, pero siento que no puedo más.

—Hija, yo sé que Federico no es un hombre fácil, pero también estoy consciente de que no ha tenido una vida muy buena, que nunca tuvo a una persona que le enseñara como tratar a la gente, en especial a las mujeres. Creo que por el bien de ese hijo que esperan, a él le convendría tener una influencia positiva en su vida, alguien como tú, que le muestre que no puede tratar a las personas como lo hace. Para que algún día cuando esa criatura vaya creciendo, pueda tener un padre que sí lo quiera, y no un hombre que no sepa tratarlo.

—¿Entonces yo tengo que sacrificar mi vida por él? —arrugó el entrecejo con desconcierto.

—No, no es por Federico, es por tu hijo, y no se trata de sacrificio, Cristina, si no de que tú también puedas encontrar la paz para tu vida.

—Pero es que aunque yo hiciera eso, yo nunca lograría ser feliz al lado de Federico, porque no lo amo, yo amo a Diego.

—Cristina, Diego está muerto, tú necesitas soltar ese sentimiento por tu propio bien, él no va a regresar jamás, hija, y mientras tú sigas alimentando ese amor, lo único que vas a lograr es hacerte más daño.

—Pero a Federico yo no lo puedo querer, él me ha hecho cosas que no tienen perdón, y por lo mismo yo no podría quererlo nunca.

—Todos merecemos el perdón, si Dios nuestro Señor fue capaz de perdonar nuestros pecados, por qué no habríamos de hacerlo nosotros que somos simples mortales.

Cristina calló un momento y lo pensó un poco.

—Puede que tenga razón, tal vez todos merezcamos el perdón, incluso Federico, pero de perdonar, a amar, hay una gran diferencia. Incluso si yo pudiera perdonarlo algún día, eso no quiere decir que voy a quererlo como hombre.

—Pero es el padre de tu hijo, y por algo se empieza, Cristina, quizás no puedas amarlo, pero sí lograr llevarte mejor con él por el bien de ese bebé que viene en camino.

—Padre, yo tomé la decisión de divorciarme de Federico… o bueno creí que ya la había tomado, pero ahora no sé qué hacer. Estoy muy confundida porque él me propuso hacer una tregua por el bien de mi hijo, pero la verdad es que yo siento que algo trama, que no es sincero su amor y su preocupación por el bebé y por mí. No quiero equivocarme al darle una oportunidad que sinceramente no creo que merezca.

—Mira hija, yo como sacerdote no puedo estar de acuerdo con el divorcio, porque bien sabes que la iglesia no comulga con esa idea, sin embargo, tampoco puedo obligarte a que permanezcas en un matrimonio que no te hace feliz. Pero si deseas escuchar mi consejo como una persona que ha estado cerca de ti y de tu familia por muchos años, te lo diré. Acepta esa tregua, date la oportunidad a ti y a tu hijo de descubrir si realmente Federico está siendo sincero y de verdad desea comportarse mejor. No lo veas como algo que harás por él, piensa que lo haces por el bien de tu familia y por tu propia tranquilidad.

—No lo sé, padre Ignacio, le dije a Federico que lo pensaría, pero no estoy convencida de aceptar lo que propone.

—Piénsalo, y toma la decisión que creas más adecuada, sabes que cuentas conmigo.

—Gracias. —lo sintió ponerse de pie. —¿Se va, padre?

—Sí, tengo obligaciones en la parroquia, no podía quedarme mucho y ya llevo rato aquí, sólo quería saber cómo estaba tu mamá y verte a ti. Espero que muy pronto doña Consuelo esté de vuelta y sintiéndose mucho mejor.

—Lo acompaño. —caminó con él del brazo hasta la puerta. —Gracias por la plática, me hizo bien hablar de todo esto.

Al acercarse al recibidor, una sombra se vio pasar hasta el despacho, allí Federico se escondió detrás de la puerta entreabierta. Había estado escuchando gran parte de la conversación entre su esposa y el cura, y le daba gusto ver que Cristina tenía la duda sembrada entre si quedarse o marcharse. Todo lo que le había dicho la noche anterior había sido sincero y le salió desde muy adentro, pero sabía que sin ese pequeño empujón que le había dado el padre, era muy difícil que ella aceptara seguir a su lado. Así que cualquier arma que pudiera servir para hacer que esa mujer a la que tanto amaba, se quedara, era bien recibida. Quién lo iba a decir, el padrecito que tanto fastidio le causaba por andar siempre aconsejándolo y sermoneándolo, ahora resultaba ser de gran ayuda. Estaba seguro que Cristina terminaría aceptando hacer la tregua con él, y si lo hacía, pensaba aprovecharla muy bien para ganarse el corazón de ella… así no tuviese la menor idea de cómo lograr eso.

—Me alegro haberte ayudado, hija. —Cristina y el sacerdote se despedían. —Ah, hay otra cosa que quería comentarte…

—Sí, dígame.

—Me enteré que pronto van a empezar a dar unas clases de braille aquí en el pueblo. Un doctor, bueno más bien un joven que apenas está haciendo su práctica, creó un grupo para enseñar lectura a personas con problemas de visión y esas cosas, va a venir pronto a dar ese curso a los niños y jóvenes invidentes del pueblo. Yo pensé que quizás tú querrías aprender, por eso te lo digo para ver si deseas que te apunte en la clase.

Cristina sonrió ampliamente como hace mucho tiempo que no lo hacía.

—Claro que me encantaría, quiero aprender a leer en mi condición y así poder sentirme útil otra vez. Sí quiero tomar esas clases, padre, avíseme para cuándo son.

—Ya te dejaré saber la fecha en la que el doctor Ángel Luis o Luis Ángel, algo así, en fin, el doctor Robles, comience con esas lecciones. —le dio una palmadita en la mano contento de verla tan animada a pesar de todos los problemas que rondaban su vida. —Y sobre lo otro que hablamos, piensa bien las cosas, tú eres joven, niña, y Federico también. La vida de ustedes no tiene por que definirse por completo sólo por lo que haya pasado, siempre hay tiempo de enmendar ciertas cosas y volver a empezar.

Con esas palabras se retiró y la dejó pensando, dándole vueltas una y otra vez a la decisión que debía tomar. De repente su agudo sentido de la audición oyó una puerta cerrarse, específicamente la del despacho. Alguien acaba de encerrarse ahí, lo curioso es que no escuchó que quien fuera bajara las escaleras, lo que quería decir que probablemente la persona estuvo todo ese tiempo escuchando su conversación con el padre Ignacio.

—Federico… —dio media vuelta y se dirigió con lentitud al estudio. Entró sin tocar, total, por qué tendría que hacerlo, él había estado escuchando su plática con el padre, ella no tenía por que tener la menor educación, al igual que él no la tuvo.

—Cristina. —se puso de pie cuando la vio entrar, parecía molesta.

—¿Ahora te dedicas a escuchar conversaciones privadas detrás de las puertas como vieja chismosa? —le cuestionó enojada.

—¿De qué hablas?

—No finjas, sé bien que estabas escuchando lo que hablaba con el padre Ignacio. —se acercó al escritorio.

—Eso no es cierto. —se volvió a sentar.

—No te hagas el tonto, acéptalo. Dime qué querías, Federico, enterarte si pienso aceptar tu propuesta o no.

—¿Qué decidiste sobre eso? —ignorando su reclamo.

—Todavía no lo sé, pero contéstame, ¿era por eso que estabas escuchando lo que hablábamos?

—Pues sí, lo acepto… —admitió luego de un momento, para después pararse e ir hasta ella. —Estoy desesperado, Cristina, necesito saber si vas a quedarte. —la ayudó a sentarse en una de las sillas frente al escritorio y se arrodilló delante de ella.

—Ya te dije que aún no lo sé, y si escuchaste lo que hablé con el padre, sabrás que a pesar de sus consejos, todavía tengo mis dudas.

—Ya, Cristina, acepta, por favor. —colocó una de sus manos sobre las de ella que descansaban en su regazo.

—Ya deja de insistir, si me presionas será peor. —se produjo un silencio bastante pesado, ella terminó por romperlo porque no aguantó más la presión del aire tan cargado que había entre ellos. —¿Y en qué consistiría la tregua?

—No sé… —dijo sinceramente; la verdad es que había propuesto hacer esa tregua, pero ni idea tenía de cómo hacerla realmente. —Supongo que en tratar de llevarnos mejor para que no haya más discusiones que puedan alterarte y dañar a nuestro hijo.

—En todo caso el que tiene que cambiar eres tú, ya que las veces que me he alterado ha sido por tu culpa, por tus presiones y chantajes.

—Y estoy dispuesto a no hacer más esas cosas, pero tú también debes de poner de tu parte para que podamos entendernos. Siendo sinceros, Cristina, tú a mí me tratas bastante mal.

Ella sonrió con amargura.

—¿Y cómo quieres que te trate si no has hecho otra cosa que hacerme la vida imposible desde que nos casamos?

—Bueno, pero para eso es esta tregua, para dejar a un lado todas nuestras diferencias por un tiempo mientras estés embarazada y necesites estar tranquila.

—Lo dices como si fuera tan fácil, no puedo simplemente olvidar todo el daño que me has hecho, además, ¿qué va a pasar cuando el bebé nazca, vas a volver a comportarte como una bestia?

—No, Cristina, quiero cambiar.

—Pues yo no te creo. —se puso de pie alejándose de él y de su contacto.

—Ya basta, no sigas repitiendo lo mismo. —le gritó frustrado. —Créeme, por favor, mujer. —se acercó a ella. —Dime qué puedo decirte para que me creas.

—Es que no se trata sólo de palabras, Federico, sino de acciones, de que lo demuestres.

—¿Pero cómo demonios te lo voy a demostrar si no me dejas? —alterado.

—¡No me grites! —le exigió, sin embargo, ella también gritaba. —Ves como no se puede hablar contigo, es imposible.

—Es que, Cristina, entiéndeme, quiero demostrarte que sí puedo cambiar, pero tú no me lo permites.

—¿Y qué, vas a cambiar de la noche a la mañana y volverte una blanca paloma? —discutían agitados frente a frente.

—No, claro que no, yo… mira, yo soy un bruto, Cristina, no sé tratar a la gente ni ser cariñoso o decir palabras bonitas, nunca lo he hecho, pero quiero intentarlo.

—Tu peor defecto es que eres un machista, y eso no es algo que se pueda cambiar con tanta facilidad, ese pensamiento retrógrado es el que va a acabar contigo. Mira a mi papá, fue el peor de los machistas hasta el día de su muerte cuando me orilló a casarme contigo, todo porque tuve una hija del amor de mi vida.

El último comentario enfureció a Federico, y si de por sí estaba frustrado y molesto por la discusión que estaban teniendo, terminó por perder la cabeza gracias a esas palabras.

—¿Cómo te atreves a decirme eso? —espetó con rabia agarrándola por lo brazos.

—¿Qué cosa, que Diego es el amor de mi vida? Pues no miento, esa es la única verdad, y tú siempre la has sabido. Ya suéltame, déjame, no quiero hacer treguas ni tratos contigo, no se puede, mira como te pones. —de repente sintió que la cabeza le daba vueltas y el piso se le movía, y tuvo que sostenerse del cuerpo masculino para no caer.

—¿Qué te pasa?

—Estoy mareada, ya déjame en paz sí. —aferrada a él cerró los ojos y recostó su cabeza en el ancho pecho; no perdió el conocimiento, pero su cuerpo parecía liviano y sus piernas ya no tenían fuerzas.

—Perdóname, Cristina, por favor, discúlpame. —la abrazó contra su cuerpo y besó su cabeza varias veces con desespero. —Ya no voy a hacerte enojar, te lo prometo.

Federico la llevó al sillón que había en un costado y la hizo sentarse.

—¿Estás bien, quieres que llame al medico? —se sentó junto a ella.

—No, ya pasó, fue sólo un mareo, no he desayunado, eso es todo.

—Cristina, no quería que te pusieras mal, es que me enojé con tu comentario, pero perdóname.

—¿Así es como quieres hacer una tregua?

—No… prometo controlarme, pero necesito que me tengas paciencia.

—¿Más?

—Por favor...

Cristina guardó silencio y permitió que Federico le acariciara la mejilla.

—Me preguntaste qué podías decirme para que te creyera que deseas cambiar… sólo hay una cosa que quiero escuchar.

—¿Cuál?

—Que no fuiste tú quien mató a Diego, porque si lo hiciste, entonces no hay forma de que yo pueda darte una oportunidad, ni siquiera aceptar hacer una tregua para llevarnos mejor.

Federico inconscientemente bajó la mirada, como si ella pudiese obsérvalo, aunque era lógico que no podía, aún así sintió el poder de acusación que Cristina transmitía.

—No te quedes callado, porque con ello sólo me haces pensar que mis sospechas son ciertas, que tú fuiste el que lo asesinó. Yo no tengo pruebas, pero es bastante obvio que tú lo odiabas y que querías verlo muerto. Esa noche yo me iba a escapar con él, y de seguro lo hiciste para evitar que te abandonara… además esa noche tú… tú me dañaste mucho. —una lágrima bajó en línea recta por su mejilla, e irónicamente quien la secó fue precisamente el causante de dicho dolor, así de burlona era la vida.

—Yo lo sé, Cristina, estoy consciente de que esa noche me porté muy mal.

—Eso no te lo creo, porque otras veces me has repetido hasta el cansancio que tú sólo estabas tomando lo que por derecho te corresponde. Eres un machista y no puedes evitarlo, pero eso no me importa en este momento… No me has contestado, ¿mataste o no a Diego?

—No, Cristina, te lo juro que no fui yo, es cierto que lo odiaba y que tenía el deseo de matarlo y de verlo muerto, no te voy mentir en eso, pero no fui yo quien lo mató.

—Pero es que esa noche tú llegaste y dijiste cosas que me hicieron creer que lo habías matado… no, no… ¿cómo puedo estar segura que no fuiste tú?

Él tomó ambas manos de Cristina entre las suyas y las apretó con fuerza, luego tragó antes de hablar, ya que le estaba costando gran trabajo.

—Te lo juro por nuestro hijo, yo no fui quien lo asesinó.

—¿Entonces que pasó ese día? Los rumores en el pueblo dicen que te vieron discutir con él en la cantina, así que si no fuiste tú quien lo mató, quién fue…

—Prefiero no recordar lo que pasó esa noche, Cristina, solamente confía en que si te lo estoy jurando por la vida del bebé, es porque es cierto lo que te digo.

Cristina no supo por que, pero en ese momento decidió creerle, quizás era porque simplemente estaba agotada mentalmente. Ya no sentía que tuviera fuerzas para seguir nadando en contra de la corriente, así que mejor se dejó ir. También aceptó hacer la dichosa tregua… y que sencillamente pasara lo que Dios quisiese.

. . .
Entre una cosa y la otra se hizo hora del almuerzo. Como Cristina no había desayunado, se fue a la mesa tan pronto la comida estuvo lista, porque el hambre ya la estaba atacando y su hijito pedía ser alimentado. Federico salió del despacho con intenciones de irse de la hacienda a hacer unas diligencias, pero antes de hacerlo pasó por el comedor y encontró a su esposa almorzando sola.

—¿Puedo acompañarte?

Cristina respiró hondo y contuvo una bocanada de aire, y es que a pesar de haber aceptado hacer la tregua, todavía le parecía raro ese Federico tan amable y distinto al de siempre. Por muchas razones no confiaba del todo en él, pero intentaría darle el beneficio de la duda. Sólo esperaba no haber cometido el peor error de su vida.

—Sí adelante, te puedes sentar. —seca.

Él lo hizo en la cabecera justo al lado de ella que se encontraba sentada en un costado.

—Gracias, Cristina, por darme una oportunidad.

—En realidad se la estoy dando a mi hijo, lo hago por él y porque necesito estar tranquila en los próximos meses. También porque María del Carmen necesita una estabilidad, y no andar saltando conmigo de un lugar a otro. Pero aún no decido qué va a pasar dentro de un tiempo, quiero que sepas que los planes de divorcio no están del todo descartados.

—Yo tengo la esperanza de que algún día lo estén.

—No lo sé, pero sí te digo que no te confíes, si me tratas mal, si me haces cualquier cosa que me lastime, entonces sí me voy a ir y no habrá vuelta de hoja.

Vicenta entró al comedor para servirle la comida a Federico, ya Cristina tenía la suya en el plato, pero apenas la había tocado por estar hablando con él.

—Buen provecho. —le dijo él, a lo que ella sólo asintió sin hablar.

Otra vez ese silencio sepulcral se hacía presente, y era tan incómodo e insoportable que hacía que los segundos parecieran horas. Ellos no sabían hablar ni comunicarse entre sí, eso era más que obvio, quien los viera pensaría que eran un par de extraños, y no esposos. Aunque a decir verdad, eso eran, dos desconocidos que estaban casados y esperaban un hijo, nada más los unía.

—¿Y cómo estás? —preguntó él porque si no rompía ese silencio, iba a explotar de la incomodidad.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, al bebé, al embarazo, no sé, es que como esta mañana te mareaste.

—Estoy mejor ya, sólo me hacía falta comer y estar tranquila.

—Ah...

—¿Tú cómo sigues del brazo?

—Mejor, ya no me duele.

—Que bien, me alegro.

Definitivamente no había tema de conversación entre ellos, decirse esas pocas palabras les costó demasiado esfuerzo, era como si hubiera un muro gigante entre ambos que no les permitía interactuar.

—¿Cuándo tienes cita con el doctor para que vea al bebé? —Federico era quien más intentaba romper tanto mutismo, pero sacarle las palabras a ella era casi imposible, de hecho cuando único cruzaban oraciones completas era cuando discutían.

—En unos días tengo un chequeo, supongo que me harán otro ultrasonido.

—¿Te puedo acompañar? —se atrevió a preguntar después de pensarlo un poco.

—No. —respondió tajante.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero ir contigo a ninguna parte, y perdóname no quiero discutir, pero estoy siendo sincera, así que respeta mis decisiones y mi espacio.

—Lo voy a hacer, no insistiré en dormir en tu habitación, te trataré mejor, haré todo para cumplir con nuestra tregua, pero esto es diferente, Cristina. Es un asunto relacionado a quien también es mi hijo, y quisiera ser parte de eso.

—Prefiero que no.

—No seas terca, déjame llevarte.

—Ya te dije que no.

—Pero Cristina…

—No insistas, Federico.

—No se puede contigo, de verdad que me haces perder la paciencia en un segundo.

—Pues tienes muy poca paciencia.

—No, tú me la quitas.

—Mira, mejor dejemos esta plática aquí porque vamos a terminar peleando y eso nunca nos lleva a un buen lugar.

—Como quieras. —se levantó molesto de la mesa y dejó la comida a mitad y a su esposa algo alterada.

Eran agua y aceite, polos totalmente opuestos, no encajaban ni forzándolos, pero por alguna extraña razón, sus vidas estaban entrelazadas de manera irremediable.
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Algunos días después, Cristina había ido al consultorio de su obstetra para que le hiciera un chequeo de rutina. Candelaria la acompañaba, mientras que en la casa, Vicenta se había quedado al cuidado de María del Carmen. La joven y su empleada de confianza esperaban juntas en la salita a que la llamaran a consulta. Cristina se moría de ansiedad por escuchar el latido del corazón de su bebé, para ser honesta, ella nunca pensó que la espera de ese nuevo ser le hiciera tanta ilusión.

—Estoy ansiosa por saber si todo está bien, Cande. Últimamente he tenido tantos problemas que me da miedo que algo pudiera haber afectado a mi hijo.

—No será así, mi niña, estoy segura que el bebé está perfecto, además fíjate que en los últimos días te he visto más tranquila, hasta el color y el apetito te han regresado al cuerpo.

—Pues sí, la verdad es que me he sentido mejor, estoy tranquila porque mi mamá está bien y me recibe muy calmada cuando voy a visitarla al centro de reposo. Pero sabes una cosa, en gran parte mi tranquilidad se debe a que Federico no me ha dado mayores dolores de cabeza desde que acordamos hacer la tregua.

—Sí, eso he notado, está como muy sosegado de unos días para acá.

—Para serte sincera, yo todavía no le termino de creer esa calma tan repentina, siento que en cualquier momento va a explotar porque su naturaleza es ser agresivo… pero mientras me deje a mí en paz, pues prefiero seguir así.

—Lo más importante es que tú estés tranquila, niña, te va a hacer el embarazo más llevadero. Y bueno, quizás don Federico sí quiere poner de su parte y cambiar.

—No sé, no estoy muy segura, yo por mi parte sigo manteniendo mi distancia con él y no le hablo mucho a menos que sea necesario. Es mejor así.

—Oye, ¿él quería venir hoy a acompañarte verdad?

—Sí, me lo pidió varias veces, pero le dije que no porque prefiero evitar la cercanía.

—¿Y si insiste en hacerse partícipe en los asuntos del bebé? Digo, va a ser difícil poder prohibírselo siempre, sea como sea él es el padre del chamaquito.

Cristina iba a responder, cuando de repente una fuerte e inconfundible voz se hizo presente, de inmediato supo que se trataba de su esposo… o su tormento, daba igual, eran lo mismo.

—Candelaria tiene razón, soy el padre y tengo derecho a involucrarme en ciertas cosas, por eso vine a pesar de tu negativa, Cristina. —sentenció parándose frente a las mujeres, una de ellas levantó la mirada para ver su imponente presencia, la otra sólo se dejó llevar por poderoso sonido de su voz.

—¿Qué haces aquí, Federico? Te pedí que me dieras mi espacio.

—Y lo estoy haciendo, pero ese espacio no incluye lo relacionado a mi hijo, así que aquí me quedo, y pienso también entrar contigo a consulta.

—Pues yo no quiero. —se cruzó de brazos.

—Mi niña, no discutas.

—Es que, Candelaria…

—Ya te puedes ir, Candelaria. —intervino Federico. —El mismo peón que las trajo te está esperando afuera, yo me quedaré con Cristina y luego la llevaré de vuelta a la hacienda.

—Yo no quiero, y si se va ella, yo también me voy. —amenazó Cristina.

—Niña, quédate tranquila, acuérdate lo que hablamos, lo importante es el bebé. Yo te voy a esperar en la hacienda sí.

—Pero… —decidió mejor callarse porque ya se estaba alterando y por lo visto no iba a conseguir nada; como siempre, Federico hacía su santa voluntad.

Candelaria se marchó y ellos quedaron solos en la sala esperando a que fuera el turno de Cristina para ingresar a la oficina médica. Al principio ninguno de los dos habló, pero ella estaba enojada, su buen humor había desaparecido por completo, y se lo tenía que hacer saber.

—Me molesta que quieras que todo se haga a tu manera, Federico. ¿Quién te crees, el dueño del universo o qué?

—No, no me creo eso, me creo tu esposo y el padre del bebé al que van ver en el ultra… la cosa esa, como se llame.

—Ultrasonido. —lo corrigió irritada. —¿Y si ni siquiera sabes cómo se llama, para qué vienes?

—Pues para verlo, para acompañarte porque es mi hijo y tengo derecho. ¿Por qué te molesta tanto, Cristina?

—Porque te pedí que me dieras mi espacio, y al parecer no lo entiendes.

Federico resopló comenzando a perder la paciencia, por fortuna antes de que se pudiera suscitar un nuevo pleito, una enfermera llegó para llamar a Cristina e indicarle que pasara al consultorio. Obviamente ésta se negó a que su marido la acompañara, pero como era casi imposible que ese hombre aceptara un no, terminó por entrar con ella a la oficina.

—Señora Cristina, acuéstese aquí, que ya en unos minutos viene el doctor a hacerle la ecografía. —la ayudaba a subirse a la camilla.

—Gracias señorita.

—Con permiso.

La enfermera se retiró y los volvió a dejar como los encontró afuera en la salita, solos, y ahora peor porque estaban en un espacio más reducido y la incomodidad era mucho más evidente.

—Que raro que hayas tenido tiempo para venir, digo, con eso de que tus apuestas en las peleas de gallo son a diario, pensé que estarías intentando ganar el dinero que necesitas para invertir en tu hacienda y que yo no he querido darte. —comentó Cristina con algo de ironía después de un rato, aún esperaban por el doctor.

—¿A ti te encanta pelear verdad? —sentado en una silla cerca de ella.

—No sé por qué lo dices.

—Porque siempre sacas cosas que se prestan para discutir o me hablas con sarcasmo e ironía, es como si disfrutaras que nos llevemos mal.

—El que parece que lo disfruta eres tú.

—Yo no fui quien empezó.

—Sí empezaste, lo hiciste en el momento en que viniste aquí a pesar de que te pedí que no lo hicieras.

—Di lo que quieras, Cristina, conste que hoy yo no quiero pelear para que no te alteres, tú eres la que lo disfruta.

—Ya cállate, no te soporto.

Otra vez se quedaron callados, después de poco, Cristina volteó su cabeza y dejó que su oscura mirada se dirigiese al techo, sabía que Federico estaba justo al lado de ella y que no había dejado de mirarla.

—Ya no me mires, me incómodas.

—¿Y cómo sabes que te estoy mirando si no puedes verme?

—Pues porque lo siento, y no me gusta.

—Perdón, ya no te miro. A ti todo te molesta. —susurró lo último.

—¿Qué dijiste?

—Nada.

—¿Qué tanto me mirabas?

—Estaba admirando tu belleza, ¿o es que tampoco puedo hacer eso?

Ella no dijo nada.

—Eres la perfección convertida en mujer, Cristina. Me gustas tanto.

—No me digas esas cosas, me haces sentir incómoda.

—¿La verdad te incomoda? —se puso de pie para mirarla de cerca, con su mano se apoyó en el borde la camilla donde ella seguía acostada, de modo que quedaba a su lado mirándola desde arriba.

—Ya, Federico. —lo sintió acercarse a su rostro. —Siéntate.

—Tengo tantas ganas de besarte. —le acarició los labios con sus dedos.

—No lo hagas, no provoques que nuestra tregua se vaya al demonio y hoy mismo me marche yo de la hacienda.

—Está bien. —con pesar se alejó y volvió a sentarse en la silla. —Ay Cristina, si supieras el esfuerzo que estoy haciendo por controlarme. —dijo en voz alta, ella por supuesto lo había escuchado, pero prefirió ignorar el comentario y fingir que ni siquiera lo oyó.

En ese momento el doctor hizo su aparición y gracias a ello la tensión de ese cuarto logró disminuirse un poco. El señor mayor, especializado en obstetricia, le hizo preguntas de rutina a Cristina, le verificó signos vitales y demás, y luego la alistó para hacerle el ultrasonido.

—Todo se ve muy bien, el bebé se va desarrollando sin ningún problema. —paseaba el instrumento con gel por el abdomen pequeño, pero algo abultado de Cristina.

Si bien era cierto que ella no podía ver las imágenes de su hijo, sí escuchaba los latiditos con emoción. Federico por su parte no entendía muy bien la imagen en la pantalla, sin embargo, al igual que ella oía el sonido que el médico había dicho era producido por el corazón del bebé. Una emoción muy extraña, algo que nunca antes había sentido, se instaló en su pecho de una forma inexplicable. Por eso le fue imposible no mostrar una sonrisa sincera en ese instante, quizás la más sincera y real de su vida.

—¿Escuchan como late su corazón? —preguntó el doctor.

—Sí, es muy bonito escucharlo. —respondió Cristina al tiempo que se secaba una lágrima que descansaba en la esquina de su ojo.

—Nunca había escuchado algo así, es raro. —confesó Federico dejándole saber sin querer al médico que era primerizo, no sólo como padre, sino como muchas cosas.

—¿Pero si lo ve, señor Rivero? —le indicó algo en la pantalla. —Este es su hijo.

—Es tan pequeño, casi no le veo forma.

—Bueno, usted no lo distingue porque aún es muy pequeñito, pero ya crecerá y será más fácil verlo. Lo importante es que se está formando como se debe.

—¿Y va estar bien, doctor? —quiso saber Cristina. —Es que como tuve anemia y en un momento presenté una amenaza de aborto, pues tengo miedo.

—Todo está bien, Cristina, lo importante es que te sigas cuidando, que estés tranquila, que comas saludable, que vengas a tus chequeos de rutina. Si sigues esas indicaciones vas a estar perfecta, y tu bebé también.

—¿Ya se sabe el sexo? —preguntó el hombre de sombrero y bigote.

—Aún es un poco pronto, no se distingue del todo y no me gustaría decirles sin estar seguro.

—Yo quisiera que fuera una niña, mi segunda niña. —comentó Cristina a sabiendas de que a Federico no le gustaría para nada el comentario, y menos la posibilidad de que fuese niña.

—Que niña ni que ocho cuartos. Tiene que ser todo un varón mi primogénito, asegúrese de eso, doctor.

Cristina dejó escapar una risita que no fue para nada planeada, pero no la pudo contener. La ignorancia de ese hombre no tenía límites, pensó.

—Ni que el doctor pudiese decidir eso.

—Créeme que lo entiendo señor Rivero, todos los hombres soñamos con que nuestro primer hijo sea un machito, pero eso no está en las manos de nadie, así que ya veremos.
. . .
Poco después salían del consultorio, y con muy buenas noticias, pues el embarazo de Cristina iba mejor de lo que ella misma esperó. Hasta llegar a la camioneta estuvieron en silencio, ya rumbo a la hacienda, Federico quiso aclarar una duda que venía taladrando su cabeza desde que juntos escucharon el latir del corazón de esa criatura que aún no llegaba al mundo.

—Cristina…

—¿Sí? —iba distraída en sus propios pensamientos.

—¿Todos los padres quieren a sus hijos?

—¿A qué viene esa pregunta? —frunció el ceño.

—A nada, curiosidad solamente.

—Pues casi siempre sí, es lo normal, que como padres y madres amemos a nuestros hijos por encima de todo, ellos son parte de nosotros y deben ser nuestra prioridad.

—Hay padres que no los quieren, de eso estoy seguro. —manejaba con una expresión de aflicción en su rostro.

—¿Lo dices por los tuyos? —no recibió respuesta. —¿Tú te acuerdas de ellos? Bueno, de tu padre me imagino que sí, pero de tu mamá que murió cuando eras un niño…

—Antes de morir, me abandonó, así que no la tuve mucho, pero lo poco que recuerdo no es nada agradable, y luego con mi papá, pues tampoco tengo lindos recuerdos. Él era el peor, ambos eran lo peor.

Cristina inconscientemente hizo un puchero.

—Debe ser muy difícil para un niño tener unos padres así.

—Lo fue… lo fue.

Nuevamente el silencio reinó el interior de la camioneta, hasta que otra vez fue Federico quien dijo algo.

—Cristina, yo no sé lo que vaya a pasar con nosotros, porque no puedo prometerte ser el hombre que una mujer como tú se merece. Tú sabes que soy un bruto, que no sé cómo hablar ni expresar lo que siento, y tienes razón en decir que soy un machista. Soy todo eso y más, pero una cosa sí quiero jurarte.

—¿Cuál, Federico?

—A mi hijo siempre... siempre lo voy a querer.

Cristina no le dijo nada, pero sí asintió con la cabeza al tiempo que sus ojos verdes se humedecían sin que ella pudiera evitarlo.
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Con el pasar de los días las cosas en la hacienda El Platanal parecían estar más y más en calma. Ya no se habían originado grandes discusiones y el joven matrimonio parecía estar llevando la fiesta en paz. La duda de si Federico estaba siendo del todo sincero o no, siempre estaba latente en Cristina, no obstante, se había propuesto dejar que las cosas fluyeran y no decirle nada, siempre y cuando él se comportara como debía. Deseaba que todo estuviese tranquilo en la casa por el bien de sus hijos y de su mamá que ya muy pronto regresaría de la clínica de reposo.

Esa tarde, Cristina iría al pueblo, ya que en la parroquia del padre Ignacio comenzarían a dar las clases de braille que precisamente el cura le había mencionado tiempo atrás. Recién en la mañana le había llamado para decirle que fuera ese mismo día, pues ya estaba inscrita en el curso. Faltando poco para marcharse subió a la planta alta para terminar de alistarse, pero antes de llegar a su habitación escuchó la voz de Raquela y de Federico salir del cuarto de éste. La puerta aparentemente estaba entreabierta y por eso no le costó trabajo oír lo que decían adentro.

—Mira, Raquela, no sé que diablos quieras, pero hoy no estoy de humor para aguantar tus idioteces.

—Ay, pero que amargado, ¿por qué tan arisco hoy, Federico? ¿Qué te tiene tan molesto? Cuéntame sí. —le pasó las manos por el pecho para después subirlas y prácticamente guindarse a su cuello.

—Déjame en paz, mujer, no estoy de ánimos para hablar.

—Perdiste dinero, ¿es eso verdad? —lo besó en la mejilla, él trataba de zafarse, ya lo estaba fastidiando, y ese día particularmente no se encontraba del mejor humor.

—Eso a ti no te importa.

—Claro que sí, todas tus cosas me importan, tú puedes contarme lo que sea. ¿Es por dinero que estás enojado o acaso ya te enteraste que tu mujercita Cristina va a ir a encontrarse con un doctor que le va a dar unas clases de no sé qué cosa?

—¿De qué hablas? —la agarró de las muñecas para que lo soltara.

—Ah, ¿no lo sabías? Pues fíjate que el padrecito Ignacio le habló de unas clases para cieguitos, para que puedan leer, y tu adorada Cristina va a ir hoy con ese doctor. Que por cierto dicen en el pueblo que es joven y bien parecido.

—Cristina no me ha dicho nada de eso. —de repente recordó aquella conversación entre su esposa y el padre que había escuchado la vez que el sacerdote estuvo de visita. —¿Por qué me lo ocultaría?

—Para que veas, a ella no le importa tu opinión, ni siquiera porque ahora disque tienen una tregua para llevarse bien. —volvió a acercarse a él como la serpiente venenosa que era. —Federico, con Cristina tú nunca vas a tener lo que necesitas, pasión, amor… sexo. —terminó de acortar la distancia entre ambos y comenzó a besarlo con ardor en los labios, Federico quiso alejarla, pero no lo hizo; tenía demasiado deseo contenido por Cristina y necesitaba desahogarlo de alguna manera. —Yo puedo dártelo, puedo darte todo lo que Cristina te niega.

—Vaya, eres más sobrada de lo que pensé. —Cristina había entrado al escuchar las palabras de Raquela, y aunque no podía ver lo que pasaba entre ellos, no era difícil imaginarse que estaban besándose.

Los dos se separaron sorprendidos al escuchar la voz de Cristina.

—Eres una atrevida, desvergonzada, ¿acaso no tienes dignidad? —le preguntó algo irritada.

—Perdóname, Cristina, pero si tú no atiendes a tu marido, otras tenemos el derecho de hacerlo.

—¿Ofreciéndotele de esa forma bajo mi propio techo? —le gritó.

—Cálmate, Cristinita, te va a dar un ataque. —se limpió los labios entre risas. —Quien te escuchara ahorita, podría pensar que estás celosa.

—Ay por favor, para nada, por mí ustedes pueden revolcarse las veces que quieran, pero no en mi hacienda, aquí vive mi hija, y esta casa se respeta.

—¡Uy! —fingió estar asustada. —Andas muy envalentonada, Cristina. Me caías mejor cuando Federico te tenía metidita en cintura, ahora te crees la más fuerte.

—Lo soy, y no voy permitir que sigas andando de ofrecida en mi casa, una más y te vas a la calle. Ahora vete a la cocina. ¡Lárgate!

—¿Vas a dejar que me hable así, Federico?

—Ya la escuchaste, Raquela, vete.

La empleada miró al hombre con ganas de matarlo por no haberla defendido, luego salió furiosa dando un portazo.

—Cristina, tenemos que hablar. —con voz dura.

—No, no tenemos nada que hablar, no me interesa hablar contigo. Ya me tengo que ir, con tu permiso. —dio media vuelta para retirarse, pero el la haló por el brazo y no le permitió caminar. —¡Suéltame!

—¿Por qué tanta prisa? ¿Acaso te mueres por conocer al doctorcito ese?

Cristina abrió la boca indignada.

—Tú estás loco, estás mal de la cabeza, yo ni sé quién es ese hombre, además con qué moral me cuestionas tú a mí, si la empleada se te estaba ofreciendo y no oí que tú le pusieras un alto.

—¿Estás celosa verdad? —la agarró por la cintura pegándola por completo a él, Cristina dejó escapar una carcajada sardónica.

—No sueñes, Federico, eso es algo que jamás vas a recibir de mi parte, tampoco ninguna de las cosas que Raquela te ofrece, como amor, pasión, y mucho menos… eso. —lo empujó y logró zafarse de él. —Ahora sí me voy.

Federico corrió hasta la puerta y se paró frente a ella antes de que Cristina lograra abrirla.

—No vas a ninguna parte.

—Quítate, Federico, si no quieres que empiece a gritar.

—No vas a ir a esas clases.

—Tú no puedes prohibirme eso, yo quiero aprender.

—¿Aprender o ir a revolcarte con el doctor?

—Ya te dije que yo no lo conozco, ¿qué demonios te pasa? ¡Déjame salir!

—¡No vas y punto!

—Federico, estás colmando mi paciencia. Yo quiero ir a ese curso, tú no eres nadie para prohibírmelo.

—Soy tu marido, y mira Cristina, la única forma en que voy a permitir que vayas, es si te llevo yo.

—¿Qué? ¡Por supuesto que no! Voy sola, un empelado me va a llevar.

—O vas conmigo o no vas, Cristina.

—Te detesto, Federico, eres… eres tan insoportable. ¡Ya no te aguanto! —lo golpeó con fuerza en donde primero encontró, él ni se inmutó.

—Tú decides.

Cristina respiró hondo e hizo el esfuerzo de tranquilizarse por su propio bien.

—Está bien, como desees, yo no quiero discutir más ni ponerme mal hoy, pero una cosa sí te voy a pedir, no me dirijas la palabra ni por error, porque no quiero escucharte.

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No tardaron mucho en llegar a la iglesia, el aula asignada para las clases era en la parte de atrás del templo. Cristina entró con la ayuda de uno de los niños que a veces ayudaban al padre en la parroquia, Federico los seguía con cara de pocos amigos, ese lugar no era para nada uno de sus favoritos. Ya cuando estuvieron en el salón destinado para el curso, Federico se quedó junto a su esposa y el niño se retiró.

—Cristina… Federico. —los saludó el padre Ignacio apenas los vio llegar, aunque algo sorprendido por la presencia del hombre allí.

—Hola, padre, ¿cómo está?

—Muy bien, hija, me alegro que hayas venido.

—No iba a perdérmelo por nada ni por nadie. —pronunció la última palabra con más fuerza tan sólo para que Federico entendiera la indirecta. —Tengo el deseo de aprender.

Un hombre se acercó hasta los tres.

—Cristina, quiero presentarte a Ángel Luis Robles, él es un doctor que está haciendo su práctica en neurooftalmología, y que decidió crear este grupo para que los invidentes del pueblo puedan aprender el sistema de braille.

—Mucho gusto, soy Cristina Álvarez. —estiró la mano sin saber bien a donde dirigirla, el doctor la alcanzó para saludarle.

—El gusto es mío, señorita. —quedó deslumbrado ante la belleza de la joven mujer.

—Señora. —interrumpió Federico con un tono de voz muy áspero. —Es la señora Rivero para usted, y yo soy su esposo Federico Rivero.

El médico asintió sin entender muy bien la actitud tan tosca de ese hombre que vestía todo de negro y llevaba sombrero. Cristina por su lado quiso que la tierra se la tragara por la vergüenza que su marido la estaba haciendo pasar sin ningún derecho. Mientras que Federico remató sus propias palabras pasando un brazo alrededor de la cintura de su esposa para acercarla a él, y que ese doctorcito viera que ella ya tenía dueño.

Ahora que más o menos la tregua que habían hecho estaba resultando como quería, no iba a dejar que ningún intruso llegase a quitarle lo que era suyo.






Gracias por la espera chicas, disculpen la tardanza, pero he tenido unos días caóticos y no tuve tiempo casi de escribir, en fin no voy a aburrirlas con excusas, y espero estar por aquí muy pronto con el próximo. Les agradezco como siempre sus comentarios, no dejen de darme su opinión. Espero que hayan disfrutado la lectura. Saludos. ♥


Tu amor es venenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora