Capítulo Veintisiete

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Su esposa ya se había perdido tras la puerta, él seguía con el teléfono en la oreja e intentaba salir del trance que aquella situación le había provocado. Se había llenado de rabia, quería mandar a Damiana al mismísimo infierno por haber provocado que todo empeorara, y sin embargo, no quería cortar la comunicación sin antes saber para qué diablos había llamado y qué podía ser tan importante como para que hubiera causado tantos problemas.

—Federico… ¿sigues ahí? —preguntó la mujer desde el otro lado de la línea.

—Sí, aquí estoy. —dijo en un tono de voz hostil.

—¿Es un mal momento?

—…—el peor, pensó. —Estoy bastante ocupado. ¿Te puedo ayudar en algo? —cuestionó bruscamente queriendo lanzar el teléfono contra la pared.

—Disculpa que te haya llamado a tu casa, conseguí el número de la hacienda gracias a la enfermera del consultorio de mi marido... —hizo una pequeña pausa sin saber que con cada segundo que pasaba, el hombre al otro extremo se enfurecía cada vez más. —Lo que pasa es que olvidaste tu billetera en la cafetería del hospital, no te diste cuenta y un empleado de allí me la entregó más tarde creyendo que quizás tú y yo estaríamos juntos. Yo le aclaré que apenas te conocía, pero le dije que podía hacértela llegar.

—Ah, bueno, pues gracias supongo. —respondió no de muy buena gana.

—La tengo aquí conmigo. —ignoró su actitud. —¿Cómo puedo entregartela?

—Si pudieras enviarla con alguien te lo agradecería. —seco.

—Yo pensé que podríamos encontrarnos para entregártela personalmente. —su tono de voz sugestivo alertó a Federico, eran obvias las intenciones de esa mujer, y él no estaba interesado en lo más mínimo.

—Preferiría que la hicieras llegar con algún mensajero o qué se yo... quiero evitar más problemas. —dijo lo último de forma inconsciente.

—¿Problemas? —cuestionó curiosa.

—Si no puedes hacerme llegar la billetera con alguien, yo puedo mandar por ella, solamente dime a dónde y pido que algún peón la recoja. —ignorando su pregunta.

—No, está bien, no te preocupes, yo la envío con un empleado de acá. En el consultorio de Ángel Luis tienen los datos de la hacienda, esta misma tarde la envío a la dirección. —su voz se tornó seria, le molestó que Federico ignorara no sólo su pregunta, pero también su insinuación.

—De acuerdo, y gracias. —cortó la llamada sin darle oportunidad a la mujer del otro lado de siquiera despedirse; no podía seguir perdiendo el tiempo cuando su propia mujer estaba furiosa con él.

Del otro extremo Damiana estaba que echaba chispas, había tomado la actitud de Federico como un desplante total, y eso le molestaba demasiado. Ella era una mujer acostumbrada a que cualquier hombre cayera a sus pies, y no iba a quedarse tan tranquila viendo como ese, que tanto le había llamado la atención, no caía rendido como todos los demás.

—Ningún rancherito de quinta me ignora de esa manera a mí. —pensaba en voz alta. —Si es cierto que estás teniendo problemas con tu mujercita, voy a darte un poquito más para que aprendas a no rechazar lo que era obvio que yo te estaba ofreciendo. —miró la billetera que tenía en sus manos y sonrió. —Te voy a hacer llegar tu cartera con una sorpresita para que tu mujer termine de rabiar contra mí, porque es obvio que no le caí bien y que le debe haber molestado muchísimo que te fueras a tomar un café conmigo. —sonrió y luego se mordió el labio inferior como quien planea una gran travesura, una travesura que podría desencadenar más problemas entre el matrimonio Rivero-Álvarez de los que ya parecía haber.

^^ En la hacienda podía respirarse la tensión, el aire estaba cargado con el enojo y los celos de Cristina, y la rabia de Federico al ver como algo tan estúpido, según él, había provocado tantos problemas.

Inmediatamente después de colgar el teléfono, Federico salió de la habitación y comenzó a gritar el nombre de su esposa. La buscó por toda la planta alta, pero no la encontró, así que apurado bajó las escaleras mientras seguía llamándola.

—¡Cristina! ¡Cristina! —gritaba desesperado sin obtener respuesta alguna. —¿Dónde te metiste, Cristina?

—Federico, ¿qué pasa, qué son esos gritos? —preguntó doña Consuelo saliendo de la cocina donde había escuchado los gritos de su yerno.

—Estoy buscando a Cristina, ¿sabe dónde está?

—No, no la he visto, yo estaba en la cocina.

—Seguiré buscándola.

—¿Pasó algo malo?

—Nada de que preocuparse… permiso, suegra, necesito encontrar a mi mujer. —y sin decir más salió por la puerta principal dejando a la señora de cabellos rubios con la palabra en la boca.

—Estos dos no se cansan de andar peleando. —comentó por lo bajo al darse cuenta de que alguna discusión debieron haber tenido para que Federico la buscara así tan desesperado. —Ojalá solucionen el problema que tienen ahora. —negó con la cabeza mientras regresaba a la cocina, y no pudo evitar sonreír un poco al pensar en lo tercos que eran tanto su yerno como su hija.

Paralelamente Federico buscaba a su mujer afuera de la casa, sin embargo, no la veía por ningún lado, y eso ya lo estaba desesperando. Ansioso rodeó toda la zona delantera y finalmente la divisó en la terraza cerca de los rosales. Se veía tan hermosa que hasta opacaba el montón de flores que había junto a ella, era como si todas aquellas rosas perdieran el color al estar cerca de la belleza tan única que ella portaba. Se acercó sin hacer ruido y se sentó junto a ella, de inmediato notó que Cristina se dio cuenta de qué el estaba allí, seguramente el olor de su perfume lo había delatado.

—No te vayas. —le pidió tomándola del brazo al ver que ella quiso pararse para alejarse de su presencia.

—Quiero estar sola, Federico. —su voz seca fue como un puñal que se enterró en el pecho de su marido.

—Cristina… —sin saber exactamente qué decir se pasó las manos por la cara y suspiró sintiéndose derrotado, todo aquello era demasiado abrumador para él, jamás pensó que su esposa fuera tan celosa y desconfiara tanto del amor que él le tenía. —Yo no le di la confianza a esa mujer para que llamara a la casa, estaba tan sorprendido como tú por su llamada, se supone que ni siquiera tenía los datos ni el número de teléfono de esta hacienda.

—Pues no demoró en conseguirlo para llamar a su nuevo amigo. —había algo de sarcasmo en su voz.

—¿Sabes para qué llamó?

—No me interesa. —respondió tajante, sin embargo, su esposo no hizo caso a su actitud y siguió hablando.

—Llamó para decirme que se me había quedado la billetera en la cafetería del hospital.

—Ah claro, seguramente estabas tan distraído viéndola a ella, que ni te fijaste que habías dejado la dichosa cartera. —sarcástica.

—Por favor, Cristina, no digas estupideces.

—Es la verdad. —se cruzó de brazos y movió su cuerpo un poco hacia el otro lado para darle la espalda.

—Te estás comportando como una niña haciendo un berrinche.

—Piensa lo que quieras.

—Me obligas a pensar así porque estoy intentando explicarte las cosas y tú sólo me das la espalda y no quieres escucharme.

—¿Qué es lo que quieres que escuche? —dio medía vuelta para que él pudiera ver su rostro, aunque ella no pudiera ver el suyo. —Que te fuiste a tomar un café con otra mujer a la que acababas de conocer y luego esa misma mujer te llama a la casa como si se conocieran de años… ¿eso es lo que quieres que escuche? —se puso de pie enojada. —Porque eso fue precisamente lo que pasó, y me molesta, me molesta mucho, Federico.

—Mi amor…

—No, nada de mi amor, mejor ni me hables. —dio dos pasos con intenciones de irse, pero desistió antes de alejarse. —Imagina por un momento que hubiese sido al revés, que yo conociera a un hombre y éste me propusiera ir a tomar un café, y yo delante de ti aceptara y me fuera feliz de la vida a una cafetería con él, ¿cómo habrías reaccionado tú?

Federico se lo pensó un momento y de inmediato llegó a la conclusión de que esa situación lo habría llenado de rabia y de celos. Seguramente no lo hubiera pensado dos veces antes de partirle la cara a cualquier hombre que se atreviera a acercarse a su mujer, y peor aún, que tuviera la osadía de invitarla a un café o a cualquier otra cosa. Fue entonces que comprendió un poco como debía sentirse Cristina en esa misma situación, pero desde su perspectiva.

—Habría reaccionado muy mal, quizás peor que tú, porque yo le hubiera entrado a golpes en ese mismo instante a cualquier hombre que se atreviera a acercarse a ti.

—¿Y tú crees que ganas no me faltaron de darle un par de cachetadas a Damiana por comportarse de forma tan atrevida contigo? —resopló molesta. —No lo hice porque yo no soy de hacer ese tipo de escenitas, pero eso no quiere decir que no me haya molestado que tú y ella se fueran a tomar un café juntos.

—Perdóname, por favor, mi cielo, yo no pensé que eso iba a traer tantos problemas entre nosotros. —se acercó un poco a ella, pero no se atrevió a tocarla porque no quería que se marchara sin antes arreglar la situación.

—Pues pensaste mal.

—¿Qué puedo hacer para que me perdones?

—Dejarme tranquila un rato, no quiero escuchar más de lo mismo, ya se me pasará el coraje, por lo pronto no quiero que me sigas diciendo nada. Créeme que lo que menos deseo es seguir escuchando el nombre de esa mujer.

—¿Te vas? —le preguntó al verla caminar nuevamente hacia la casa.

—Sí, me voy a recostar otro rato, no me siento muy bien.

—Déjame acompañarte. —la seguía.

—Federico, ya te dije que quiero estar sola.

—No diré nada, te lo prometo, sólo quiero cuidarte. Dices que no te sientes bien, pues te voy acompañar hasta el cuarto para que te acuestes y descanses un poco.

—Sí, pero es precisamente tú compañía la que no quiero. —entraban a la casa y se dirigían a las escaleras.

—No seas terca, Cristina, déjame estar contigo.

Ella suspiró un poco enojada porque al parecer el terco que no entendía razones era él. No quiso seguir peleando, así que permitió que su marido la siguiera hasta la habitación de ambos, sin embargo, al entrar se dirigió a la cama y se acostó sin dirigirle la palabra, casi como si él no estuviera allí. Federico se sintió ignorado, y por eso prefirió retirarse, ya no quería seguir en guerra con ella, pero sabía que debía darle tiempo a que el enojo se le pasara. Estaba consciente de que si seguía insistiendo, probablemente terminarían discutiendo peor, y no quería crear más problemas de los que ya tenían.

Algunas horas transcurrieron, los niños ya habían salido de la escuela, su padre había ido por ellos, y para sorpresa de los pequeños, su madre no fue junto a él como solía hacer casi a diario. Al llegar a la casa habían subido al cuarto para saludar a su mamá a pesar de que esta se encontraba profundamente dormida. Su padre les dijo que la dejaran descansar y que no la despertaran, ellos obedecieron y se fueron donde su abuela, no sin antes llenar de besos a la mujer que les había dado la vida y que para ellos lo era todo. Federico se quedó allí junto a ella admirando su belleza, no pudo evitar hacerlo; para él ella era una diosa. Sin hacer mucho ruido se subió a la cama y se acostó cerca de ella sin tocarla, no quería que despertara, sólo quería mirarla mientras dormía y deleitarse con su rostro tan semejante al de los ángeles.

^^ A la hora de la cena Cristina despertó, quizás inconscientemente el olor al guisado tan exquisito que su madre hacía la rescató del profundo sueño. Abrió los ojos y se desperezó un poco, de inmediato supo que no estaba sola por el inconfundible aroma al perfume de su marido.

—¿Qué hora es? —le preguntó sobresaltándolo un poco, pues él también se había quedado medio dormido y ella con su voz lo había despertado.

—Las siete más o menos, dormimos un rato. —se frotó los ojos mientras se incorporaba.

—Tengo hambre. —dijo en medio de un bostezo.

—Ya huele a esos guisos tan ricos que hacen tu mamá y Vicenta. ¿Quieres bajar a cenar o prefieres que te traiga la cena aquí?

—Quiero bajar, ni siquiera he saludado a los niños y deseo compartir un rato con ellos.

—Estuvieron aquí cuando los traje de la escuela, te llenaron de besos, pero tú estabas en el quinto sueño y ni cuenta te diste. Hoy sí te has tomado en serio eso de que las mujeres embarazadas duermen mucho, has estado pegada a la cama. —dejó escapar una risita y ella lo acompañó riendo un poco también y olvidando por un momento el enojo contra su marido.

—Me hacía falta ese descanso.

—… —se produjo un pequeño silencio. —¿Sigues enojada conmigo?

—No sé. —hizo una mueca.

—¿Cómo no vas a saber?

—No quiero estar enojada contigo, pero no puedo evitar sentir celos cuando te pienso con otra mujer, así sea simplemente tomando un café.

—Perdóname. —se acercó un poco más a ella que estaba sentada al borde del colchón y le tomó ambas manos entre las suyas. —Te amo. —depositó un tierno beso sobre los delicados dedos femeninos. —Te amo sólo a ti, Cristina… ¿me crees?

—Te creo. —sonrió un poco y se acercó a su rostro para besarlo dulcemente en la boca.

—¿Ya no vas a estar enojada conmigo?

—Lo voy a pensar, pero te advierto que vas a tener que acumular muchos puntos para que yo te perdone el hecho de haberte ido a tomar un café con esa zorra.

—¡Cristina! —sorprendido de escuchar a su mujer hablando así.

—Eso es lo que es, una zorra que no le importó tener a su marido allí y delante de él coquetearle a otro hombre. —furiosa.

—Ya no hagas corajes, le estás dando más importancia a esa mujer de la que se merece. —le acarició ambas mejillas y se acercó para que sus narices rozaran. —Mejor dame un beso.

Ella sintió los labios tibios de su marido frotar los suyos y le fue imposible no tomarlos de inmediato en su boca para iniciar un beso que aunque comenzó lento, no tardó en convertirse en uno totalmente apasionado e intenso. Y fue tanta la fogosidad del contacto que si no hubiera sido porque una de las empleadas toco la puerta para avisar que la cena ya estaba lista, hubieran terminado haciendo el amor en ese mismo instante.

—¿Bajamos a cenar? —le preguntó él mordisqueándole los labios. —Porque si no quieres yo no tengo problema en cenarte a ti, eres mejor que cualquier platillo… eres un manjar exquisito. —le succionó de forma sensual el labio inferior, Cristina gimió comenzando a sentirse excitada.

—Bueno, yo sí tengo hambre de comida, y el bebé también. —se acarició el vientre y su marido hizo lo mismo.

—Mi segundo machito. —le tocaba la pancita.

—Va a ser niña, estoy casi segura, lo puedo sentir.

—Yo quiero otro varón.

—Federico… —en tono de regaño. —Hemos hablado ya de esto, lo importante es que venga sano, no importa si es niño o niña lo vamos a querer igual.

—Ya lo sé, mi cielo. —le besó la frente con amor. —Yo quisiera otro machito, pero si es una niña la voy a amar tanto como amo a María del Carmen, será una princesita más.

—¿Bajamos? Me muero de hambre.

—Sí, vamos.

Salieron de la habitación y bajaron tomados de la mano, aparentemente habían dejado atrás los problemas y ya todo marchaba bien. Pero como no siempre las cosas pueden ser tan fáciles, les esperaba una sorpresita al pie de las escaleras, que quizás iba a extender la guerra un poco más.

—Patrón, un mensajero acaba de traer esto para usted. —el peón interceptó a los patrones en el recibidor.

—¿Qué es? —preguntó Cristina.

—Mi billetera.

—Ah. —hizo un mohín.

—Gracias.

—Y vino con esta nota, aquí tiene. —se la entregó y rápidamente se retiró dejando al matrimonio a solas.

Federico sostuvo la nota entre sus dedos sin desdoblarla, miró a su esposa y vio que esta tenía una cara de pocos amigos, era obvio que una vez más los celos la estaban carcomiendo.

—¿Qué dice la nota, Federico? —cuestionó con voz dura.

—Cristina…

—Dime.

—No quiero volver a discutir.

—Entonces dime qué dice la nota, quiero saber, y no me mientas, porque puedo pedirle a mi mamá o a cualquiera que me la lea y si te niegas sabré que algo me ocultas.

—No te estoy ocultando nada, ni siquiera la he leído.

—Entonces léela ahora en voz alta. ¡Vamos! —casi que le truena los dedos para presionarlo a que comenzara a leer la dichosa nota, a él no le quedó más remedio que mirar el pedazo de papel y leer.

“Lamento no haberte podido entregar tu billetera personalmente. Disculpa si te causé algún problema con tu mujer, no era mi intención incomodarte. Fue un gusto conocerte y platicar contigo, me caíste muy bien. Espero nos podamos cruzar algún día por ahí, me encantaría saludarte. Te mando un beso. Damiana”

Cristina tragó en seco, de repente sintió como la garganta le dolía y un nudo de rabia y de celos se le atoraba allí casi asfixiándola. Apretó las manos convirtiéndolas en puños y caminó hacia donde su marido se encontraba parado a escasos pies de ella. Habló con voz baja, pero firme y fue muy clara antes de retirarse de ahí.

—No te voy a perdonar que le hayas dicho que teníamos problemas, y si antes estaba molesta contigo, ahora lo estoy más. No me dirijas la palabra en lo que reste de día, no quiero hablar contigo. —siguió su camino hasta el comedor donde sus pequeños ya la esperaban a ella y a su padre para cenar.

—¡Mamita! —la niña corrió hacia ella.

—¡Mami! —Fede imitó a su hermana.

—¡Ya despertaste! Fuimos a saludarte cuando llegamos de la escuela, pero estabas dormida y dijo mi papito que no te despertáramos porque estabas cansada. ¿Es por el bebito que dormiste mucho?

—Sí, mis amores, estaba bastante cansada, pero ya estoy aquí y voy a cenar con ustedes. —estaba decidida a no dejar que la estúpida y zorra de Damiana le amargara la tarde con sus hijos, aunque claro, su marido era un tema aparte.

Precisamente en ese momento Federico apareció también en el comedor, prácticamente la había seguido después de superar el trance en el que había quedado luego de sus palabras.

—Cristina, tenemos que hablar.

—Ahora no, vamos a cenar. —se sentaba a la mesa. —Vengan, niños, siéntense en su lugar.

—Ven, papi, siéntate tú también. —le pidió Federico hijo.

—Me quiero sentar, mi machito, pero creo que tu mami no quiere que lo haga.

—¿Qué estás haciendo, Federico? —preguntó Cristina; doña Consuelo que acababa de sentarse en su silla los miró con el ceño fruncido y supuso que seguían peleados.

—Nada, decir la verdad.

—Mamá, ¿por qué no quieres que mi papito se siente con nosotros?

—Yo no he dicho eso. —se defendió.

Federico se sentaba a la cabecera mientras su mujer resoplaba con fuerza, era evidente su enojo.

—Pero estás molesta con él.

—Sí, está muy enojada conmigo, quizás ustedes puedan ayudarme a contentarla.

—Puedes parar... —protestó ella. —No es el momento para hablar de ese asunto.

—¿Por qué estás enojada con mi papá, mami?

—Cosas de adultos que su padre no tendría por que estar mencionando ahora.

—No te enojes con él, mi papito es el mejor, él es bueno, tú eres mala si te enojas con él. —se quejó María del Carmen demostrando su preferencia con su padre, siempre era así, desde que tuvo uso de razón y fue creciendo, su papá se había convertido en su héroe.

—María del Carmen, no me faltes al respeto, y tampoco te metas en los problemas de los adultos, ustedes son niños y no tienen edad para entender ciertas cosas.

La niña refunfuñó, pero obedeció a su madre y ya no dijo más, aunque en su mentecita quería seguir defendiendo a su padre; para ella él siempre iba a ser su favorito. Y claro que adoraba a su madre, pero dicen por ahí que las niñas son de papá, y este caso no era la excepción… vaya ironía.

La cena transcurrió en silencio y cargada de tensión, Federico comió tragándose los bocados casi sin masticarlos. Estaba molesto, frustrado y harto de discutir sobre lo mismo. Maldecía la hora en que había aceptado tomar un café con esa mujerzuela, su esposa tenía razón, era una zorra y una descarada. No le bastó con su atrevimiento de coquetearle, que de por sí ya era bastante, sino que también terminó de lanzar su veneno con esa estúpida nota que daba entender que entre ellos había más confianza de la que en realidad existía. Al terminar de comer, cada integrante de la familia tomó su propio rumbo y subieron a sus cuartos a descansar. Cristina alistó a sus hijos para dormir y le dio el beso de las buenas noches a ambos, su padre pasó a despedirse de ellos también, pero lo hizo luego de que su mujer se hubiera retirado. Más tarde Federico ingresó a la habitación matrimonial y encontró a su esposa buscando una pijama en el armario. Ella notó su presencia, pero no dijo nada, no tenía ganas de hablar y mucho menos de discutir. Agarró finalmente su pijama favorito y una toalla limpia y caminó hacia el baño ignorando por completo la presencia de su marido. Federico la siguió y antes de que ella cerrara la puerta, él la detuvo y se metió con ella al baño.

—¿Qué quieres? —preguntó de mala gana. —Me voy a bañar.

—Hablar contigo. Necesito explicarte las cosas para que no las vayas a malinterpretar. Cristina, yo no le dije a esa mujer que tú y yo teníamos problemas, estaba tan preocupado por tu enojo que se me escapó decirle que no me interesaba que me entregara la billetera personalmente porque no quería tener más problemas. Lo dije inconscientemente y no le di más detalles, me tienes que creer, por favor.

—Esa nota parecía decir algo muy distinto, te hablaba como si tuvieran toda la confianza del mundo, bueno hasta un beso te mandó.

—Porque es una atrevida y una zorra como tú misma dijiste.

—Pues yo no creo que ella muestre tanta confianza de la nada, seguramente tú le diste alas para que lo hiciera.

—Por Dios, Cristina, escucha lo que estás diciendo, ¿cómo puedes dudar así de mí?

—Lo siento, pero me estás dando motivos para hacerlo.

—¡Ni uno, ni uno solo te he dado! —espetó furioso. —Yo no tengo la culpa de la osadía y el descaro de esa mujer, y me duele mucho que estés desconfiando de esta manera de mí. No es justa la forma en la que me estás tratando, estás poniendo en duda mi amor por ti.

—¿Y qué más quieres que piense si me doy cuenta de la manera en la que esa mujer se dirige a ti? Me da rabia, me dan celos, ponte por un momento en mi lugar, no soporto sentirme así. —levantaba la voz, los ánimos se estaban caldeando, ambos estaban bastante alterados y la discusión comenzaba a acalorarse. —Y tú tienes la culpa de todo.

—Que injusta eres conmigo, no puedo creer todo lo que me estás diciendo. —se pasó las manos por la cara, se sentía demasiado abrumado. —Me estás echando a mí la culpa de las acciones de una tercera persona, me sorprendes, Cristina, yo pensé que eras más sensata. —salía del baño frustrado, ella se fue tras él.

—Entiéndeme, Federico, estoy celosa, me muero de rabia sólo de pensarte con esa estúpida.

—Que estés celosa no es una justificación para que dudes de mi amor y de mi fidelidad. Yo he cambiado mucho, Cristina, ya no soy el Federico de antes que se revolcaba con una y con otra y que únicamente buscaba llevarse a cualquier mujer a la cama. Yo te amo, amo a mis hijos, amo la familia que tenemos y que seguimos construyendo. ¿Tú crees que yo pondría en riesgo todo eso por una insignificante mujer que acabo de conocer?

—No lo sé.

—Pues si no lo sabes quiere decir que no me conoces lo suficiente y que estos años de felicidad que hemos compartido juntos no han valido nada para ti.

—Tampoco digas eso, porque no es así, claro que han valido mucho para mí todos estos años de matrimonio. —se acercó un poco a él, su voz sonó más calmada, había empezado a bajar la guardia. —Yo te amo, y nunca pensé que podría sentir tantos celos, pero no sé, me siento un poco insegura porque no sé si te sigo gustando, si aún me deseas como siempre, y con lo de hoy, creí que tal vez estabas buscando en otra parte lo que ya no encontrabas en mí.

—Cristina, no hay una sola cosa que yo no encuentre en ti. —se acercó a ella y la tomó de la barbilla para hablarle muy cerca de sus labios. —Eres mi esposa, mi mujer, mi amante, mi amiga, la madre de mis hijos, mi compañera de vida, lo eres todo para mí. Y me gustas, me gustas demasiado como mujer, eres hermosa, sensual, tienes un cuerpo que me enloquece y un rostro que me enamora cada día más. ¿Cómo puedes siquiera dudar de lo mucho que me encantas? ¿Cómo puedes pensar que yo tengo necesidad de buscar a alguien más? —sus bocas rozaban una con la otra.

—Perdóname, lo que pasa es que te amo y a veces siento miedo de perderte, no quiero que eso pase nunca. —envolvió sus brazos alrededor del cuello masculino y se guindó de allí como si su vida dependiera de ello. —Eres mío, Federico, mío. —le mordió el labio con sensualidad e inició un beso lleno de pasión y de un deseo incontrolable de fundirse en esa boca que tanto amaba.

—Tuyo y de nadie más, mi reina. —sus manos bajaron a la cintura de su esposa y la aprisionaron más contra su propio cuerpo, Cristina jadeó y dejó que su lengua comenzara un recorrido en la húmeda boca de su marido.

—Te amo… —balbuceó entre besos.

—No más que yo.

—¿Y te gusto, de verdad te gusto?

—Más que eso, me encantas, me vuelves loco. —le mordisqueaba la boca con fogosidad.

—Demuéstramelo entonces, demuéstrame que eres sólo mío.

Federico no necesitó que su mujer se lo pidiera dos veces, la tomó con fuerza de las caderas alzándola del suelo lo suficiente como para que ella pudiera envolver sus piernas alrededor de él. Con ella en brazos se dirigió de vuelta al baño y así mismo encendió la ducha y se metió con ella bajo el chorro sin importar que sus ropas se mojaran. Cristina había querido bañarse rato antes, pues él iba a regalarle el baño más exquisito de su vida.

—La ropa… —comentó ella sin detener los ardientes besos, pero él no supo si se estaba quejando porque se habían mojado o porque quería quitarse todo para quedar piel con piel.

—Está sobrando. —dijo mientras llevaba sus manos a los muslos femeninos y comenzaba a levantar atrevidamente aquel vestido de flores.

—Tú ropa también sobra. —le confesó entre pequeños jadeos y respiraciones agitadas.

Poco a poco comenzaron a despojarse de todas las telas que cubrían sus cuerpos. Era cierto que sobraban y que además les impedían unirse en una sola piel y convertirse en un solo cuerpo lleno de amor y pasión. El vestido de Cristina cayó empapado en el suelo mojado de la regadera, lo mismo que el pantalón y la camisa de Federico. La ropa interior no tardó en acompañar al resto de las prendas ya esparcidas por toda la ducha. Una vez desnudos los dos siguieron besándose y acariciándose, cada vez de forma más fogosa y atrevida.

—Te necesito. —le confesó ella prácticamente temblando debido a su excitación y él supo interpretar de inmediato sus palabras, lo que en realidad significaba ese te necesito era que ansiaba sentirlo dentro de ella.

—Y yo te necesito a ti. —habiendo dicho esto, hizo que ella se diera la vuelta y colocara sus manos en la fría pared para posarse detrás de su escultural cuerpo y entrar lenta y tortuosamente en aquella húmeda cueva que esperaba por él con ansiedad.

Pronto las palabras también comenzaron a sobrar, ya no hacían falta porque lo único importante para ellos en ese instante era amarse sin control. Sus bocas estaban demasiado ocupadas gimiendo e intentando mantener sus respiraciones funcionando correctamente, lo cual estaba resultando bastante difícil porque ambos estaban muy agitados. Cristina dejaba escapar pequeños grititos de placer cada vez que Federico entraba y salía de ella con rapidez. Todo su cuerpo se sacudía de gusto por las fuertes embestidas, su piel estaba húmeda no sólo por el agua que salía de la regadera, sino por el sudor que su propio cuerpo producía, y ella lo estaba disfrutando todo como nunca y como siempre. Él no se quedaba atrás, enterrarse una y otra vez en aquel cuerpo que lo volvía loco era uno de los placeres más grandes de su vida. Y mientras lo hacía se puso a pensar en cómo era posible que su esposa siquiera se atreviera a dudar de él y de su amor, cuando no existía ni existiría jamás otra mujer que pudiera provocar lo que ella provocaba en él. La amaba como a nadie en el mundo y le gustaba como jamás otra mujer le había gustado nunca.

—Soy tuyo, Cristina, tuyo. —le dejó saber en medio de toda aquella lujuria, ella intentó responder, pero estaba demasiado extasiada como para poder hablar.

Los gritos de ambos inundaron el cuarto de baño cuando el orgasmo los azotó al mismo tiempo luego de innumerables envites. Federico gruñó y apretó a su mujer aun más contra su cuerpo, con sus dientes mordisqueó sus hombros para luego llenarlos de besos y sellar así aquel encuentro. A Cristina le flaquearon las piernas cuando los efectos del clímax la golpearon, y de no haber sido por su marido que la sostuvo para que no cayera, seguramente se habría desplomado en el suelo convertida en una pila de placer absoluto.

—¿Te quedó claro cuánto me gustas? —salía de ella y la hacía voltear para quedar de frente.

—Sí… eso fue… por Dios, fue maravilloso. —logró decir todavía con el corazón latiéndole muy de prisa.

—No vuelvas a dudar de mí jamás, yo te amo y me gustas de todas las maneras posibles, físicamente, en tu forma de ser, en todo. Yo no tengo necesidad de estar buscando otras mujeres, no la tengo ni tampoco deseo hacerlo. —la besó tiernamente en los labios. —¿Me crees?

—Te creo, Federico. —se abrazó a él, sus pieles todavía mojadas se fundieron convirtiéndose en un solo cuerpo. —Y te amo, perdóname por ponerme tan histérica y desconfiar de ti, no lo merecías. Ya entendí que tú no tenías la culpa del descaro de esa mujer, no debí permitir que su atrevimiento se interpusiera entre nosotros.

—Eso ya no importa, lo único importante es que estamos aquí, juntos y amándonos como siempre.

—Sí. —asintió con una sonrisa.

—¿No más celos?

—No más celos… pero, prométeme que no volverás a aceptarle ninguna invitación a esa mujer si algún día nos la volvemos a encontrar.

—Te lo prometo, es más, te lo juro. —vio que ella hacía un pucherito que le pareció bastante tierno. —Ya, ya, no más dudas ni celos, mejor aprovechemos el tiempo en lo que mejor sabemos hacer.

—¿Qué cosa? —preguntó sintiendo los carnosos labios de su esposo frotar los suyos con suavidad.

—Amarnos.

>>> Amarse fue precisamente lo que hicieron el resto de esa noche y de las semanas venideras después de aquel día. Por fortuna habían dejado atrás los problemas, y los celos de Cristina habían quedado en el olvido, en gran parte porque no habían vuelto a cruzarse con Damiana. Ni si quiera habían tenido la mala suerte de encontrársela cuando Cristina tuvo que acudir varias veces al consultorio de Ángel Luis para hacerse diversos estudios relacionados a la operación. Afortunadamente y para la felicidad y la paz del matrimonio esa mujer parecía haber quedado en el pasado.

Las cosas marchaban mejor que nunca y la vida le sonreía a la familia Rivero-Álvarez. Recientemente habían recibido la maravillosa noticia por parte de Ángel Luis y sus colegas de que la operación de Cristina ya era un hecho, pues los resultados de los estudios indicaban que habían grandes probabilidades de que recuperara la vista. Ella no quería hacerse ilusiones, pero no podía evitar emocionarse al pensar quizás en unos pocos meses podría ver el mundo a su alrededor, conocer finalmente el rostro de sus hijos, ver los ojos de su marido y apreciar la vida con los colores que tanto extrañaba. A todos les hacía ilusión esa posibilidad, y aunque todavía les tocaba esperar algún tiempo, ya parecía haber una luz al final del túnel.

Cristina ya contaba con más de seis meses de embarazo, su vientre era enorme para el tiempo de gestación que tenía. Sin embargo, y a pesar de los meses aún no sabían el sexo del bebé, la pequeña criatura parecía estar jugando con ellos y en cada control médico se escondía no permitiéndole a sus padres descubrir finalmente si se trataba de un niño o una niña.

^^ Esa mañana tenían cita con el ginecólogo, iban a intentar por tercera vez en uno de esos controles que el bebé se dejara ver de una vez por todas. Iban en la camioneta de camino al hospital y mientras rodaban por la calle mantenían una divertida discusión acerca de su hijo.

—Seguramente no permite que la veamos porque es una niña y las mujeres somos más discretas. —bromeó Cristina entre risas.

—No, yo estoy seguro de que es un varón y se está escondiendo para que tú tengas tiempo suficiente para prepararte para la apuesta que me debes pagar.

—Yo creo que por el contrario el que debe ir preparándose desde ahora eres tú, aún no sabes lo que te voy a pedir, pero accediste a cumplir cualquier cosa que yo te pidiera.

—Ya veremos quien gana y quien pierde, hoy seguramente se deja ver.

—Ojalá así sea, fuera de toda broma ya me muero por saber, aún tenemos cosas que comprar y no podemos hacerlo hasta que sepamos si es niña o niño.

Él sonrió igual de ilusionado que ella y le tomó la mano para besar sus dedos como una muestra de amor. Ya estaban cerca de la clínica, poco después llegaron, al hacerlo Federico la ayudó a bajar como el caballero que jamás imaginó ser. No había dudas de que el amor es capaz de cambiar a cualquiera, incluso es capaz de derretir hasta el corazón más duro. Y era eso precisamente lo que Cristina había logrado con Federico, convertirlo en un hombre dulce, tierno y en un padre de familia. Era de ver, para creer. Ella había sido el antídoto para el veneno que alguna vez hubo en su alma.

Minutos después de haber llegado ya Cristina se encontraba lista para realizarse el ultrasonido. Estaba acostada en la camilla del consultorio cuando el doctor entró e interrumpió a la pareja en medio de un tierno beso.

—Disculpen, ya estoy aquí.

—No se preocupe, la enfermera nos dijo que estaba atendiendo otro asunto.

—Bueno, veamos si este pequeño travieso o traviesa nos permite verle hoy. —aplicaba un poco de gel en el vientre de Cristina.

—¿Es un macho, verdad? —cuestionó Federico luego de un par de minutos.

—Véalo usted mismo, señor Rivero. —le mostró el monitor cuando finalmente logró obtener una imagen clara. —Lamento desilusionarlo, pero van a tener ustedes una niña.

Cristina lanzó un gritito de alegría y Federico aunque se sorprendió porque él de verdad esperaba que fuera un varón, igual se emocionó y besó a su esposa compartiendo la misma felicidad que ella.

—¿No hay duda, doctor? —quiso saber Cristina.

—No, aquí se ve claramente, por fin dejó de esconderse. Además, les dejo saber que todo está muy bien, tiene buenas medidas, su corazón late a ritmo normal y si todo sigue igual, en poco más de dos meses tendrán con ustedes a su princesa. Los felicito a los dos. —se ponía de pie. —Bueno, los dejo solos un momento para que te acomodes, Cristina, voy a hacerte una nueva receta para tus vitaminas.

—Gracias, doctor.

Una vez solos, Cristina sonrió ampliamente mientras se incorporaba con la ayuda de su marido. Buscó su rostro y con sus dedos lo acarició, pudo sentir su expresión y supo que era de felicidad, después de todo parecía que la idea de tener una niña no le desagradaba del todo.

—¿Estás feliz?

—Sí. Yo creí que me desilusionaría que fuera una niña, pero te confieso que imaginarme a otra pequeña que me llame papá, que se parezca a ti… pero también a mí, me hace muy, muy feliz.

Cristina supo que él se refería al hecho de que en esta ocasión esta pequeña sí llevaría su sangre. Y aunque sabía que adoraba a María del Carmen como si fuese suya, era obvio que lo ilusionaba aún más tener una que sí fuera sangre de su sangre y carne de su carne, y que sobre todo había sido concebida con el amor de ambos.

—Yo también estoy muy contenta… y no quiero decir que te lo dije, pero lo hice, yo tenía razón, es una niña.

—Está bien, tú ganas, perdí y debo pagar la apuesta. —se reía. —¿Qué quieres?

Ella alzó una ceja divertida y le pidió que se acercara, al oído le manifestó su deseo y él tembló, un poco por el miedo de tener que pagar, pero incluso más por el calor repentino que invadió todo su cuerpo. Vaya cosa que proponía su esposa, de hecho, se cuestionó si en realidad él era el perdedor o el ganador.




Gracias por la espera chicas, sé que este capítulo no fue el más largo, pero vuelvo pronto con más. ¿Que creen que ustedes que Cristina le pedirá a Federico como pago de su apuesta? Nos leemos pronto. Saludos. ♡

Tu amor es venenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora