Capítulo Seis

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Cristina no podía creer que nuevamente Federico la estuviera chantajeando con algo tan importante para ella como sus hijos, aunque a decir verdad tampoco le sorprendía demasiado. Ese hombre siempre parecía ir a un paso delante de ella y tener un as bajo la manga para amargarle la vida. Con la nueva amenaza, de repente todos los planes que tenía para alejarse de ese hombre que le hacía los días un verdadero infierno, se desvanecieron delante de ella como una torre de naipes. Fue ahí cuando entendió que probablemente nunca iba a poder liberarse del yugo que él le imponía. Sin embargo, tenía que intentarlo un poco más, no podía rendirse tan fácilmente luego de lo mucho que le costó tomar valor para irse de su lado.

—Tú no puedes hacer eso, Federico, no puedes quitarme a mis hijos, yo soy su madre.

—Y yo soy su padre, ¿o es que acaso lo olvidaste?

—No eres el padre de María del Carmen. —refutó con molestia, le incomodaba escuchar el cinismo con el que Federico se llamaba a sí mismo el padre de la niña a la que en el fondo ni siquiera toleraba.

—Legalmente sí, ya lo hemos hablado, ante la ley yo tengo los mismos derechos que tú sobre ella. Además el niño que crece aquí adentro… —le colocó una mano en el pequeño vientre, Cristina contuvo aire en sus pulmones. —Él sí es mío, y yo no quiero que crezca lejos de mí, así que no pienso darte el divorcio, no cabe la más mínima posibilidad de que eso ocurra. Y vuelvo y te repito, si insistes con lo mismo, me voy a encargar de que ambos se queden conmigo. No me será difícil acusarte de abandono de hogar, te fuiste de la casa sin decirme nada, casi huyendo del lugar que te corresponde.

—No, casi no, eso era exactamente lo que hacía, huir, escapar del infierno que es vivir a tu lado. —espetó furiosa.

—Dime una cosa, Cristina, ¿todo esto que hiciste de irte de la hacienda, es sólo porque te pedí que durmiéramos en la misma habitación?

Cristina bufó y negó con la cabeza.

—Tú no me lo pediste, me obligaste con tus chantajes más bien, lo cual es muy distinto.

—Como sea, ¿es por eso que te fuiste?

—Por eso, por tus constantes chantajes y amenazas, y porque me cansé de estar a tu lado. Yo nunca te he mentido, Federico, desde que nos casamos tú sabías que yo no te amaba, que no quería una vida contigo, si acepté ser tu esposa fue únicamente para recuperar a mi hija. Te he repetido lo mismo hasta el cansancio, jamás te engañé… muy a diferencia tuya, que me prometiste cosas que no cumpliste.

—Te devolví a tu hija.

—A costa de hacerla pasar como tuya. Esa es la cosa contigo, Federico, que todo lo haces buscando tu propio beneficio. No fue por mí que lo hiciste, menos por María del Carmen, lo hiciste para ganar, porque siempre quieres ser tú quien tenga la última palabra y quien dé la última orden. Eres el hombre más egoísta y machista que conozco, y por eso me fui de tu lado, porque no quiero compartir mi vida contigo.

Federico se sintió herido por la frialdad que había detrás de sus palabras.

—Me lastimas con lo que me dices.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

—Y tú me matas con lo que me haces. Por eso no puedo quererte, y mucho menos estar junto a ti.

Silencio. Ninguno de los dos dijo nada más durante algunos minutos, Cristina fue a sentarse en el sofá y él se quedó allí de pie mirando a la nada. Cada uno estaba metido en sus propios pensamientos, ella firme en su postura, pero nerviosa de que Federico cumpliese con su amenaza, él molesto por su partida, pero en el fondo dolido por las razones que había tenido ella para marcharse… No lo amaba, y más clara no pudo haber sido.

—¿De verdad no vas a regresar a la hacienda? —preguntó él después de un rato, su voz fue un poco más suave.

Cristina negó en silencio sintiendo la verde mirada de su marido sobre ella a pesar de que no podía verla.

—No, Federico. —respondió a los pocos segundos. —No puedo seguir viviendo la vida que vivo contigo, me hace mucho daño estar cerca de ti.

—¿Por qué no puedes darme una oportunidad? —se acercó a ella que seguía sentada en el sillón.

—Porque no te la mereces. Además, ¿para qué la quieres? De todos modos vas a seguir tratándome como hasta ahora… o peor. Parece que cada día se te ocurre una nueva forma de amargarme la existencia.

—Porque te amo, y me duele que no quieras estar a mi lado. —se arrodilló junto a ella.

—¿Y por eso me haces daño? —sonrió con amargura. —Por favor, Federico, deja de repetir tantas palabras vacías, yo no creo en tus declaraciones de amor. El amor es algo que se demuestra, que se siente bien cuando es verdadero, no se supone que lastime ni hiera. Perdóname, pero lo que tú tienes conmigo es una obsesión… y también estás a mi lado por ambición, para ver qué beneficios sacas.

—¡Que no! —gritó y dio un manotazo en el reposabrazos, Cristina se sobresaltó un poco. —¿Qué sabes tú de mis sentimientos? ¿Acaso estás dentro de mí?

—Sé lo que demuestras, lo que transmites, y ni un poco se parece al amor.

—Exacto… —lo pensó un momento antes de continuar. —¿No te has puesto a pensar que quizás no sé cómo demostrar lo que de verdad siento? —se alejó bruscamente de ella, parecía frustrado.

Cristina frunció el entrecejo, pero no dijo nada, realmente no sabía qué decir.

—¿Sabes qué, Cristina? Contigo no funcionan las cosas a la buena… —cambiando por completo su compostura y volviendo a elevar la voz. —A veces lo intento, pero tú no me lo permites.

—¿Permitir qué? Si nada de lo que tú haces es jamás con buenas intenciones, es sólo una fachada que intentas usar de vez en cuando para que yo caiga en tus trampas, pero lo siento, ya no pienso caer en ellas.

Federico resopló furioso, Cristina también había alzado el tono de su voz, los ánimos estaban caldeados… como casi siempre era todo entre ellos. Nunca había paz, y pocos eran los momentos en los que no estaban gritando.

—Está bien, Cristina, no me dejas más opción. ¿Quieres hacer las cosas por las malas? Bueno, pues así las haremos. —sentenció.

—¿Qué vas a hacer?

—Ya te lo dije… voy a acusarte por abandono de hogar y te quitaré a mis hijos.

Cristina se puso de pie y lo buscó en la oscuridad de sus ojos, cuando dio con él, se plantó frente al enorme cuerpo y comenzó a golpearlo con la poca fuerza que le quedaba tanto en los puños como en el alma.

—No puedes quitármelos, no puedes alejarme de ellos. —lo golpeaba en el pecho, él trataba de sostenerla pero ella estaba fuera de control.

—Cálmate, Cristina, por favor, te vas a hacer daño.

—El daño me lo haces tú con tus amenazas, con tus chantajes, además a ti no te importa lo que me pase, no finjas que te preocupas por mí.

—Sí me preocupo, aunque no lo creas. —logró que dejara de pegarle en el pecho, pero seguía fuera de sí llorando a mares.

—Mientes, si te preocuparas no me harías tanto daño, no intentarías obligarme a regresar a tu lado.

—Si lo hago es porque te necesito junto a mí. ¡Entiéndeme, Cristina! —a gritos; aún la sostenía de las muñecas.

—Es imposible entenderte, en un segundo estás calmado, me dices que me amas, que no puedes vivir sin mí, y a los pocos minutos estás gritando y amenazándome de nuevo. Por eso no te creo nada, no puedo confiar en ti, ni tú mismo sabes lo que quieres. —le dio un pequeño empujón y logró zafarse del agarre y poner distancia entre ambos.

—Te quiero a ti… —la vio alejarse. —Te quiero al precio que sea, Cristina.

Ella tembló al escuchar esas últimas palabras, y estaba segura que significaban que estaba dispuesto a cumplir cada amenaza hecha esa noche con tal de retenerla a fuerzas a su lado.

—No me vas a quitar a mis hijos… y nada de lo que intentes logrará que yo considere siquiera regresar a tu lado. Ya fue suficiente, me cansé, Federico. —intentó sonar lo más firme y segura posible, pero a decir verdad algo dentro de su cuerpo le decía que era casi imposible ganarle la guerra a ese hombre.

—Ya veremos… mi Cristina. —la miró un poco más antes de colocarse su sombrero y dar media vuelta para salir por la puerta principal dando tremendo portazo y diciendo mil maldiciones por segundo.

Cristina se dejó caer sentada en el sofá, lloraba sin control; apenas Vicenta vio que Federico se marchó, corrió a donde su niña para darle consuelo, había estado escuchando un poco de la discusión de sus patrones y sabía que la joven se sentía devastada.

—Ya mi niña, tranquilízate.

—¿Por qué me hace tanto daño, Vicenta? ¿Por qué disfruta tanto amargándome la vida? ¿Por qué es así conmigo? —lloraba desconsolada mientras se hacía todas esas preguntas que no parecían tener respuestas. —Lo odio tanto.

—Alcancé a escuchar un poco de lo que te dijo, niña.

—Me quiere quitar a mis hijos, me amenazó con hacerlo si no regreso a la hacienda, pero yo no quiero volver, no si él está ahí.

—¿Tú crees que de verdad cumpla su amenaza?

—Claro que sí, Federico es capaz de hacer eso y más. Yo no quiero que me separe de mis hijos, de María del Carmen, de este bebé que viene en camino y que ya he aprendido a quererlo tanto como a mi niña. Los dos son lo más grande para mí, y si él me los quita yo me muero, Vicenta, me muero. —se bebía las lágrimas amargas que brotaban de sus ojos ya hinchados de tanto llorar y sufrir por lo mismo… en realidad por culpa de la misma persona.

—¿Y si pones tú primero la demanda de divorcio? Así el patrón no podría acusarte de abandono de hogar, no puede obligarte a seguir casada con él, tú estás en tu derecho de dejarlo, niña.

—No Vicenta, de todos modos él haría algo para alejarme de ellos, es capaz de todo… yo tengo mucho miedo. —temblaba. —Federico es un verdadero monstruo.

Vicenta no sabía qué hacer para tranquilizarla, Cristina estaba muy mal, lloraba sin control, todo su cuerpo se sacudía a causa del temor que le provocaba pensar en la posibilidad de que la alejaran de sus hijos.

—Tienes que calmarte, mi niña, por favor, te vas a poner mal otra vez. No hace mucho estuviste en el hospital, acuérdate, y el médico dijo que tenías que evitar alterarte.

—Es que no puedo, Vicenta. —se puso de pie abruptamente, la señora mayor la sostuvo porque la sintió marearse. —Es imposible no alterarme, Federico me pone mal, estoy harta.

—Yo lo sé, pero mira nada más como estás, te veo muy pálida, niña, no te vaya a dar algo como cuando hubo que llevarte con el doctor. Por qué no vamos para que te recuestes un ratito y descanses, así te tranquilizas un poco.

—No me voy a poder tranquilizar hasta que esté divorciada y muy lejos de él.

Con la ayuda de Vicenta, Cristina se fue hasta la habitación, allí se acostó y aunque lloró largo rato y estuvo dándole muchas vueltas en su cabeza a todos sus pesares, terminó por tranquilizarse gracias a un té que se tomó. Ya más tarde arrullaba en brazos a María del Carmen mientras platicaba con la empleada, su mejor terapia era tener a su hija cerca y desahogarse a su vez con alguien de confianza.

—¿Ya estás más tranquila, niña?

—Sí Vicenta, el té me ayudó muchísimo, gracias.

—Me alegro, mi niña, me asusté mucho cuando te vi tan mal hace rato, pensé que íbamos a tener que llamarle al médico de nuevo, ya ves que él te dijo que ponerte así le hacía daño a tu salud y a la del bebé.

—Lo sé, y te juro que trato de estar tranquila, por mi bien y por el de mi hijo, pero no es fácil hacerlo con esta vida que llevo.

—Pos sí, niña, de un tiempo para acá sólo han sido problemas.

—Todo desde que me casé con Federico, él me ha arruinado la vida. —se quedó pensando un momento en silencio. —Estoy decidida, ahora más que nunca… voy a divorciarme de él. Tengo que hacerlo si es que quiero vivir una vida normal y tranquila. —suspiró. —Sólo le pido a Dios y a la Virgen que me den la fuerza que necesito para enfrentar lo que venga.
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Ya era de madrugada cuando Federico llegó a la hacienda El Platanal, venía tomado, furioso, y con ganas locas de desquitarse con el primero que se atravesara en su camino. Raquela lo había visto llegar desde su casa, por lo que inmediatamente corrió hasta la casa grande para hablar con él. Lo vio dirigirse al despacho, y por supuesto que lo siguió; le encantaba mortificarlo de vez en cuando, sobre todo si sabía que venía molesto por algún asunto de Cristina.

—Hasta que llegas, Federico… ¿pudiste encontrar a tu mujercita? —preguntó casi burlándose. —No vino contigo, eso quiere decir que no le interesa estar a tu lado.

Él la miró con ganas matarla, venía de un humor de perros y no estaba para sus provocaciones.

—Mira Raquela, no empieces con tus estupideces, cállate la boca si no quieres que desquite contigo la rabia que tengo. —se acercó a ella y la agarró por los brazos para zarandearla.

—Suéltame, conmigo no la agarres que yo no tengo la culpa de que tu esposa te haya abandonado.

—Que te calles te digo. —la empujó con fuerza haciéndola caer recostada en el sillón a sus espaldas. —Tú estás aquí para hacer que se me pase el coraje y para complacerme, eso deberías estar haciendo y no provocándome. —se acercó a ella molesto.

—Y estoy dispuesta a hacerlo, Federico, si tan solo tú me lo permitieras… —se incorporó para atraerlo hacia ella y rozar sus labios con los propios. —Olvídate de Cristina, ella no te quiere, te odia, tú no te mereces su desprecio. —comenzando a besarlo. —Yo puedo darte todo lo que ella no está dispuesta a darte.

Por un momento Federico se dejó se llevar por la furia que tenía contra Cristina y el deseo contenido que sentía por ella, y en un arranque tomó a Raquela por las caderas y la hizo sentarse sobre él para besarla con desenfreno. La mujer, sin pensarlo dos veces, correspondió a sus caricias, y con la misma intensidad lo besó. Él no tardó en excitarse, un abultamiento se empezó a formar en su pantalón, ella lo sintió y se restregó contra la dureza, gimiendo agitada y con ganas de completar aquel acto. Federico parecía concentrado en lo que hacía, pues sus besos eran apasionados y fogosos, pero en realidad su mente estaba en otra parte, en alguien más. Cristina inoportunamente estaba invadiendo sus pensamientos, si cerraba los ojos, sólo conseguía verla a ella, a su sonrisa, a sus hermosos y apagados ojos. Y cuando los abría, la tortura era peor, ya que se encontraba con una mujer que no era la que deseaba tener allí.

—Aahhh Federico… —Raquela gimió cuando logró desabrocharle el pantalón, estaba deseosa de lo que vendría después de eso, le encantaba estar con Federico, no había cosa que disfrutara más.

Todo parecía indicar que iban a seguir con el ardiente momento, sin embargo, algo sucedió que lo detuvo todo de golpe e hizo arder de rabia y celos a la empleada. Un nombre había salido de los labios de Federico, rompiendo así con toda la lujuria que había en aquella estancia.

—¿Cristina? —cuestionó Raquela repitiendo lo que el hombre había pronunciado segundos antes. —Me llamaste Cristina. —afirmó esta vez al mismo tiempo que se ponía de pie furiosa. —¿Qué demonios te pasa, Federico?

Él se acomodó el pantalón en su sitió y se incorporó en el sillón, la cabeza le daba vueltas. Había cerrado los ojos por un instante mientras besaba a esa mujer que para nada se parecía a su Cristina, a su adoración, y fue en ese momento que se imaginó que era ella quien lo tocaba de aquella manera tan atrevida sobre su protuberancia. Sin poder evitarlo había pronunciado su nombre… y a decir verdad no se arrepentía. El solo hecho de imaginar a su esposa sobre él, amándolo, acariciándolo, lo volvía completamente loco.

—¿No me vas a decir nada? —reclamó Raquela acomodándose su vestido.

—No tengo nada que decirte. —se puso de pie y agarró su sombrero que había quedado en el suelo.

—Estabas pensando en ella.

—Es mi esposa, ¿qué tiene de raro?

—Que estabas conmigo, Federico.

—Pues ya ves, ni para distraerme sirves. —se acercó a ella y sonrió con algo de burla. —Algo estás haciendo mal. —caminó fuera del despacho y ella lo siguió.

—No, lo que pasa es que estás obsesionado con Cristina, eres un idiota, ella no te quiere, te detesta, por algo se fue de la hacienda.

—¡Cállate! —le gritó volteando hacia ella. —Me estás sacando de mis casillas, Raquela.

—No me importa, te estoy diciendo la verdad, Cristina no quiere saber nada de ti, por eso se fue, sólo te usó para recuperar a la escuincla, y como ya no le sirves, pues se largó.

—Ella va a regresar. —subía las escaleras.

—No sueñes, no lo hará.

—Quizás por las buenas no, pero tendrá que hacerlo por las malas. —se detuvo y miró hacia abajo donde se encontraba Raquela. —Y tú tendrás que aguantarte, porque ella es mi esposa, la madre de mi futuro hijo… tú no eres nadie, sólo estás aquí para entretenerme. Aunque por lo visto, ni para eso sirves. —soltó una carcajada de esas muy características suyas y terminó de perderse en la planta alta.

—Maldita Cristina, te odio. —dijo en voz baja, Federico no la escuchó.

Arriba, Federico se encerró en su recamara, iba abrumado, no sabía lo que le había sucedido, en otra ocasión jamás hubiese podido detener un momento de tanta lujuria como el que estaba teniendo con Raquela, pero esta vez le fue imposible continuar. El recuerdo de Cristina lo atormentó tanto que fue incapaz de poder concentrarse en el placer carnal que estaba sintiendo con otra mujer. Era la primera vez que algo así le sucedía, y no le agradaba, su machismo le hacía creer que un hombre debía buscar el placer en cualquier parte, así no fuese con su esposa. Para él, las mujeres estaban para lo que tanto repetía, para complacer a los hombres y ya. Sin embargo, la existencia de Cristina le desestabilizaba todo, esa mujer causaba cosas en él que no entendía, y que tampoco quería sentir… ¿o sí?

—Cristina, mi Cristina… —suspiró pensando en ella. —No voy a permitir que te alejes de mí, jamás voy a concederte el divorcio, tú eres mía. —se dejó caer en su cama y no mucho tiempo después se quedó dormido como una piedra, entre el alcohol y la frustración de haberse quedado a medias en un momento de pasión, quedó demasiado agotado.

No despertó sino hasta la mañana, ya el sol se colaba por la ventana, abrió los ojos y sintió un dolor de cabeza espantoso. Fue entonces que escuchó gritos y mucho alboroto en el pasillo. Se vio obligado a levantarse e ir a ver qué diablos era lo que sucedía.

—¿Qué está pasando aquí? —su dura voz distrajo a Candelaria y a doña Consuelo quienes parecían agitadas por algo, aunque en realidad quien gritaba era la señora de cabellos rubios, la empleada sólo estaba tratando de tranquilizarla.

—Perdón patrón, doña Consuelo está un poco alterada, ya ve que a veces se pone así, quería ir a su cuarto, yo estaba intentando convencerla de que no lo hiciera. —explicó Candelaria.

—¿Qué es lo que quiere, señora?

—Por tu culpa mi hija se fue de la hacienda y no quiere regresar, esta es su casa, ella debería estar aquí… Severiano va a volver y no la va a encontrar. —hablaba alterada y comenzaba a decir cosas sin sentido. —Pero no te preocupes, que en cuanto él vuelva, te va a sacar a patadas de estas tierras.

—Ya cállese doña Consuelo, deje de decir tantas incoherencias, el viejo Severiano hace mucho que se murió, y muertito se va a quedar. Ya párele con esa cantaleta de que va a volver, eso sólo está en su cabeza, y si sigue así de loca, no habrá más remedio que encerrarla en un manicomio para ver si le arreglan ese cerebro tan echado a perder que tiene. —le dijo con voz dura, y con ello sólo logró alterar más a la mujer.

—Quieres meterme a un manicomio para librarte de mí ahora que Cristina se fue, crees que así vas a poder quedarte con la hacienda y con todo nuestro dinero.

—Eso no es cierto, si quiero meterla a un manicomio es porque está desquiciada, no para quedarme con nada como usted dice. Así que más le vale que se tranquilice si no quiere que llame a la clínica para que se la lleven de aquí con camisa de fuerza. —sus gritos no hacían más que asustar y poner peor a doña Consuelo.

—Tú no tienes ningún derecho a decidir sobre mí, además mi hija nunca te lo permitiría. —era sostenida por Candelaria quien trataba de tranquilizarla.

—Pero como bien dijo usted, Cristina ya no está aquí, abandonó la hacienda, lo que quiere decir que tampoco le debe interesar mucho lo que ocurra con su madre.

—Patrón, discúlpeme, pero la niña Cristina piensa mandar por doña Consuelo para que se vaya a Villahermosa con ella. —interrumpió la empleada, quien inmediatamente se ganó una mirada furibunda de Federico.

—¿Y de cuando acá la sirvientas opinan en los temas familiares? —cuestionó molesto.

—Perdón, don Federico. —se disculpó ella casi temblando, ese hombre intimidaba y atemorizaba a cualquiera con su dura voz.

—Mire señora… —se volvió a dirigir a su suegra. —Si me sigue retando, y si sigue con esas locuras, no tendré más remedio que pedir que se la lleven de una vez por todas. —sentenció antes de dar media vuelta y volver a meterse a su recamara.

Doña Consuelo quedó muy alterada por los gritos de Federico, su estado mental no era el mejor, y sin duda los malos tratos de su yerno no ayudaban para nada. Si no hubiera sido por Candelaria que estaba junto a ella para apaciguarla, se hubiese ido corriendo a cometer quién sabe qué locura.

. . .
—¿Y cómo está ahora? —preguntó Cristina angustiada al otro lado de la línea, había llamado a la hacienda para saber cómo estaban las cosas y Candelaria se vio obligada a comentarle de lo sucedido en la mañana.

—Pues sigue mal, le di un té y se recostó en su cama, pero ha seguido diciendo cosas sin sentido y llamando a don Severiano.

—Ay Dios, qué va a pasar con mi mamá… —suspiró preocupada. —¿Y Federico está en la hacienda?

—No, salió rato después de lo que pasó, pero me da miedo que si vuelve y escucha que doña Consuelo sigue malita, pues cumpla su amenaza de llevarla a un manicomio.

—Él no puede hacer eso, Candelaria. Federico no tiene derecho a decidir nada sobre mi mamá.

—Pues no, pero ya sabes como es, niña, y yo no dudo que ahora que no estás tú aquí, él logre encerrarla en un sitio de esos. Yo sí lo creo capaz, sobre todo después de ver como le grito esta mañana.

—Yo también lo creo capaz, pero algo tengo que hacer, no voy a permitir que le haga daño a mi madre… —lo pensó un momento antes de seguir. —Voy a ir a la hacienda.

—¿Vas a volver a la casa?

—No, sólo iré por mi mamá y haré lo que sea para convencerla de que se venga con nosotras acá a Villahermosa. Aquí estará mucho mejor, la presencia de Federico le hace daño y allá no podrá estar tranquila.

—Bueno, mi niña, pues yo creo que eso es lo mejor que puedes hacer, quizás logres hacerla entrar en razón, y que entienda que de nada le vale quedarse aquí esperando por don Severiano… cuando todos sabemos que tu papito, que en paz descanse, no va a volver jamás.

Hubo un pequeño silencio, Cristina suspiró.

—Candelaria, si Federico regresa antes de que yo llegue, por favor no le digas que voy a ir, no quiero ponerlo sobre aviso ni darle oportunidad para que planee algo. Además no pienso quedarme demasiado tiempo, sólo lo que me tome convencer a mi mamá de venir conmigo.

—No te preocupes, mi niña, no le diré nada…


El día transcurrió tranquilo, doña Consuelo no había vuelto a salir de su habitación y allí se quedó descansando todo el día, aparentemente un poco más tranquila. Cristina preparó las cosas de su hija para salir un rato de la casa de Villahermosa, un empleado la llevaría y Vicenta iba a acompañarla por cualquier cosa que se le ofreciera, aunque por supuesto el plan era volver ese mismo día. Federico por su parte regresó a la hacienda en la tarde y se fue directo al despacho, allí se encerró para revisar unos documentos de la hacienda Ojo de Agua. Estaba empeñado en hacer crecer esas tierras tanto o más que El Platanal, el problema era que necesitaba invertir en ellas un dinero que no tenía, y aunque tomaba el de Cristina, no podía sacar la cantidad que quería porque le hacía falta la firma de su esposa para poder hacerlo. Para colmo no le había ido muy bien últimamente en las apuestas que acostumbraba a hacer en las peleas de gallo, así que en vez de ganar dinero, estaba perdiéndolo… y mucho. Todo eso, sumado a la partida de Cristina de la casa, lo tenía de un humor de los mil demonios. En su cabeza daba vueltas la conversación que habían tenido la noche anterior, ella le había dicho que lo que él tenía era una obsesión, que no era amor lo que sentía, ya que nunca se lo había demostrado. Sus palabras frías y llenas de odio le retumbaban en la mente una y otra vez, sin embargo, muy en el fondo algo le decía que se merecía ese desprecio por parte de ella… simplemente no estaba dispuesto a aceptarlo. No quería ni podía resignarse a perderla.

—Yo no sé cómo demostrar amor. —hablaba solo. —Pero te amo, Cristina, te amo con todas mis fuerzas… tanto que me quema por dentro y me destroza que no puedas corresponderme. —se puso de pie y se sirvió un trago, el cual se tomó de golpe. —¿Cómo puedo hacer que entiendas lo que siento por ti, lo que provocas en mí?

Regresó al escritorio, y aunque trató de seguir revisando los papeles que tenía regados por todas partes, no pudo hacer otra cosa que continuar pensando en ella. Esa mujer le estaba comiendo los pensamientos, estaba tan metida en su cabeza que hasta temor le causaba.

—¿Qué me hiciste, Cristina? —se preguntó a sí mismo sabiendo que no encontraría una respuesta.

De repente el silencio del despacho y los pensamientos del hombre se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta y la repentina entrada de doña Consuelo.

—¡Federico! ¡Federico!

—¿Y ahora qué es lo que quiere, señora? —levantó la cabeza en cuanto escuchó el alboroto, y lo que vio lo dejó helado. —Doña Consuelo… por favor baje esa arma.

La señora de cabello rubio apuntaba con una escopeta, la misma que siempre se encontraba colgada en la pared de la sala y que solía ser de don Severiano. Federico tragó en seco, la mirada amenazante de Consuelo no le hubiese provocado el menor miedo de no ser porque días atrás estuvo revisando el rifle y vio que estaba cargado. Que estúpido había sido, pensaba ahora, por qué no lo había descargado, se cuestionó en silencio… un impulso de locura de esa mujer y el más mínimo movimiento de sus dedos, y él sería hombre muerto.

—No haga una locura, se va a arrepentir si aprieta ese gatillo, cálmese. —se levantó y se movió lentamente intentando esquivar el agujero negro que podría contener dentro de sí mismo la muerte, pero su intento fue inútil, pues doña Consuelo lo seguía con el cañón según se movía.

—No, Federico, te llegó tu hora, ya bastante daño has causado en esta hacienda, demasiado mal le has hecho a mi hija, te mereces un castigo. —incluso dentro de su locura, tenía la boca llena de verdad.

—¿Y cree que matarme es la solución? — salió de detrás del escritorio y dio un paso hacía el frente con mucho cuidado pensando en la manera de quitarle el arma antes de que se le ocurriera disparar.

—Pues sí, porque así nos libramos de ti de una buena vez. —levantó más la escopeta, Federico dio otro paso acercándose un poco más al fusil… y tal vez a la muerte.

Paralelamente, Cristina llegaba a la hacienda, Candelaria había salido a recibirla y había dejado a doña Consuelo recostada en su recamara sin imaginarse que ésta bajaría las escaleras e iría por el arma apenas segundos después de quedarse sola. Las dos fieles empleadas entraron con su niña Cristina y con la bebé, se detuvieron en el recibidor y fue entonces que escucharon voces discutir en el despacho.

—Es mi mamá, está discutiendo con Federico.

—¡Ay san Juditas Tadeo! Pero si yo la dejé en su cuarto. —Candelaria se angustió.

—¡Dios mío! —Cristina traía a María del Carmen en brazos, pero al escuchar que los gritos provenientes del estudio se intensificaban, le dio la niña a Vicenta y entre tropezones corrió a averiguar qué sucedía, las mujeres la siguieron.

La joven no pudo ver la escena en el despacho, sin embargo, supo por los gritos de asombro de Vicenta y Candelaria, que algo bastante malo estaba pasando. Federico ahora alternaba su mirada entre doña Consuelo y su esposa, la sorpresiva presencia de ella ahí lo tenía desconcertado. ¿Acaso había decidido volver a la hacienda? Quiso pensar que sí, aunque en el fondo sabía que las probabilidades de eso eran demasiado bajas.

—¿Qué sucede? ¿Mamá, estás aquí? —cuestionó asustada.

—Doña Consuelo, baje esa escopeta. —le pidió Candelaria acercándose a ella. Cristina al escuchar eso casi colapsa de los nervios.

—¿Cómo que una escopeta? ¿Qué estás haciendo, mamá? —a tientas la buscaba.

—Aquí, tu santa madre que quiere matarme, Cristina. —informó Federico con voz áspera. —Perdió totalmente la cabeza, está fuera de sí.

—Mama, mamita, suelta esta arma, no te metas en un problema tan grande, no vale la pena que hagas esta locura. —la alcanzó a tocar en el hombro, doña Consuelo aflojó un poco el dedo del gatillo.

—Este hombre se merece morir, hija, te ha hecho sufrir mucho… además por su culpa Severiano no ha vuelto. Yo sigo esperándolo, pero él no viene porque quizá este infeliz lo amenazó o le hizo algo.

—Mamá, mi papá esta muerto, él no va a volver nunca, y tampoco así se solucionan las cosas, si disparas, todo será peor. Ven, cálmate. —le hablaba suave para no alterarla más y así lograr que desistiera de lo que estaba a punto de hacer.

Doña Consuelo lo pensó un momento, pero luego asintió bajando lentamente el rifle, sin embargo, la cosa no acabaría ahí... un intento de Federico por terminar de quitarle el arma, sólo logró asustar a la señora e hizo que perdiera el control de todo. Lo que pasó después de eso fue demasiado rápido; la escopeta se disparó, una bala salió y rozó el brazo del hombre vestido de negro, María del Carmen inundó la estancia con su llanto desesperado de temor, y Cristina se sintió más perdida que nunca en medio de tanto escándalo y oscuridad. Varios gritos se habían escuchado cuando la detonación tan imprevista les dio un susto de muerte a todos.

—Vicenta llévate a mi hija de aquí, tranquilízala por favor, y llama al doctor Márquez. —como pudo logró quitarle el arma de las manos a su madre. —Ve con ella, mamá, trata de calmarte.

—Yo no quería… yo no quería… —repetía en medio del llanto doña Consuelo.

—Tranquila, vete con Vicenta por favor. —le suplicó con el corazón desbocado, cuando la escuchó dirigirse a la puerta respiró aliviada. —Federico... —lo escuchó quejarse. —¿Estás bien?

—La bala le rozó el brazo, niña. —explicó Candelaria.

—Voy a encerrar a tu desquiciada madre en un manicomio hoy mismo, esto no se lo voy a perdonar. —se sostenía el brazo que a pesar de no tener una herida profunda, le sangraba sin parar y le dolía muchísimo.

—Tú no vas a hacer nada, Federico. —sentenció. —De mi madre me encargo yo, a eso vine… y de una vez te digo que no voy a permitir que le hagas daño o la acuses de algo, mi mamá no está bien de su cabeza, pero no es una asesina. A fin de cuentas todo esto que está pasando es tu culpa.

—Te equivocas, yo no tengo la culpa de que tu madre esté totalmente loca.

—En parte sí, porque tú la alteras, tu presencia la pone mal.

—Mira Cristina… —calló porque ella lo interrumpió.

—Mira Federico, ya estoy cansada de todo lo malo que ocurre en esta casa, sobre todo porque siempre que pasa algo, es porque tú lo has provocado.

—Ahora resulta que absolutamente todo lo que pasa en esta hacienda es culpa mía no…

—Pues sí, a ti te culpo de cada una de mis desgracias y te recrimino todas mis lágrimas. —le dijo con un tono de voz demasiado duro y frío, hasta para Federico Rivero. —Permiso, voy a averiguar cómo está mi mamá. —dio media vuelta y se retiró con cuidado dejándolo solo.

—Y no te importa saber cómo estoy yo. —ella ya no lo escuchó. —Ayy… —volvió a quejarse por la molestia en el brazo. —¡Maldición!

El médico llegó poco después a la hacienda y se fue directamente a atender a Federico, le administró un medicamento para el dolor y le curó la herida que no pasó de ser algo meramente superficial.

—Vas a estar como nuevo en un par de días, Federico, sólo fue un rasponazo, no tienes de qué preocuparte. —le dijo el doctor Márquez luego dejarle una receta para los medicamentos en caso de que sintiera dolor.

—Está bien, gracias.

—Federico… ¿Cristina se está cuidando como le sugerí cuando fue a dar al hospital? —ya se iba, pero antes de abrir la puerta algo lo detuvo.

—¿Por qué lo pregunta?

—Hace rato que llegué la vi muy pálida y algo demacrada, y eso en su estado y tomando en cuenta que ya ha tenido que ser atendida antes, es bastante preocupante.

—No sé qué decirle doctor, ella ha tenido algunos problemas y supongo que no se ha sentido bien.

—¿Ha tenido problemas, o tú se los has provocado?

Federico frunció el ceño molesto.

—¿A qué viene su comentario? —cuestionó irritado.

—Mira Federico, para nadie es un secreto en este pueblo, que ustedes no tienen la mejor relación, puedo imaginar como la tratas, además se nota que tú no eres un hombre muy paciente ni cuidadoso, lo cual le hace daño. Y yo advertí la otra vez que si Cristina no se cuidaba, si no vivía una vida tranquila y de descanso, las consecuencias serían muy malas.

—Discúlpeme doctorcito, pero no creo que usted tenga ningún derecho a opinar sobre el tipo de relación que tengo con mi mujer, ¿quién se cree para venir aquí a decirme que no soy esto o lo otro? ¿Qué diablos sabe usted de lo que sucede en esta hacienda?

—Sé lo que se dice por ahí, y también lo que percibo, y sí, puede que tengas razón, yo tal vez no soy nadie para opinar, a fin de cuentas sólo soy el médico de la familia. Pero como médico te digo, que si no cambias tu trato con tu esposa, si no procuras su bienestar, el que va a pagar las consecuencias será tu hijo. Ese bebé no se va a lograr si Cristina no está bien. ¿Eso quieres, que tu hijo no llegue siquiera a este mundo?

—Claro que no, ¿qué le pasa, cómo se atreve a insinuar que quiero que le paso algo malo a mi hijo?

—Yo sólo digo la verdad, y que conste que no te estoy hablando como el hombre que conoce a los Álvarez desde hace muchos años, a la propia señorita Cristina que le tengo mucho cariño, te estoy hablando como doctor… si las cosas siguen mal para ella, su bebé se no va a lograr. —abrió la puerta. —Con tu permiso, Federico, yo me retiro. —salió de la habitación dejando a un Federico muy pensativo.

Rato después terminó de atender también a doña Consuelo, le aplicó un calmante para que durmiera y la dejó descansando en su cama. Afuera de la habitación pidió hablar con Cristina a solas.

—Dígame doctor Márquez. —lo pensó un momento antes de preguntar lo siguiente. —¿Pasa algo con Federico, está bien?

—Sí, tu marido está perfectamente, sólo tiene una herida superficial y en poco tiempo estará como si nada. En realidad quería hablarte de tu madre, desafortunadamente ella no está bien, Cristina. El calmante que le puse la hará dormir bastante, pero eso no garantiza que cuando despierte no se altere otra vez. Ella está muy confundida, mezcla la realidad con sus pensamientos distorsionados y la mayor parte del tiempo no sabe lo que dice.

—¿Y qué se puede hacer?

—Mira, yo no soy especialista en esta rama de la medicina, pero creo que lo más conveniente sería internarla un tiempo en una clínica de reposo.

—¿De verdad lo cree muy necesario, doctor? —preocupada.

—Sinceramente sí, creo que le va a hacer bien distanciarse de todo unos días para que pueda adaptarse al cambio que ha significado la muerte de don Severiano. Ya van algunos meses de eso y ella no logra entender que él ya no está ni va a volver.

—Me daría mucha tristeza tener que dejarla en un lugar de esos, pero si es por su bien, pues tendrá que hacerse.

—Además no será por mucho tiempo, sólo hasta que ella pueda calmarse un poco; todo esto es por su bien, Cristina. —se acercó y le dio unas palmaditas en el hombro en muestra de apoyo.

—De acuerdo doctor, se hará como usted indique.

—¿Tú cómo te has sentido, muchacha? Te veo un poco cansada, estás muy pálida, ¿te estás alimentando bien?

—Trato de hacerlo, pero he tenido muchas tensiones, y aunque intento comer y cuidarme bien, no siempre puedo… no es fácil estar tranquila en mi situación.

El medico asintió dándole la razón, era entendible que Cristina no se sintiese en paz estando al lado de un hombre tan tosco como Federico. Lo único que esperaba era que sus palabras de hace rato, hubieran tenido algún efecto sobre él y sobre la manera en la que se comportaba con ella.

Más tarde, Cristina cenaba en la mesa grande, su única compañía era Vicenta ya que Federico seguía en la recamara y su mamá también descansaba.

—Me dijo Candelaria que ya María del Carmen se tomó su mamila y se durmió.

—Que bueno que ya está tranquilita mi bebé, hoy se asustó mucho con el disparo que escuchó… bueno en realidad todos nos asustamos demasiado.

—Uy ni me digas, pasamos tremendo susto. Gracias a Diosito que no ocurrió una desgracia mayor, tu mamá estaba muy mal. Se pudo haber hecho daño ella… o pudo haber matado a don Federico.

Cristina no dijo nada porque no sabía exactamente qué sentir al pensar que Federico pudo haber muerto esa tarde si aquella bala en vez de rozar su brazo, se hubiese alojado en su pecho.

—¿Qué piensas hacer, mi niña? ¿Vas a quedarte en la hacienda? —le preguntó la empleada luego de unos segundos de silencio.

—Por esta noche sí, quiero estar con mi mamá antes de que vengan por ella mañana temprano. El doctor Márquez llamó a un colega antes de irse y arregló todo para que la reciban en la clínica de reposo sin problemas. —suspiró y se quedó pensando unos segundos. —Ya después no sé que voy a hacer, no quisiera irme a Villahermosa porque aquí voy a estar más cerca de la clínica por si algo se ofrece, pero tampoco quiero quedarme y que Federico piense que ganó y que no voy a divorciarme de él. Además no he tenido cabeza para empezar con los tramites de divorcio, ni siquiera para conseguir un abogado. —se frotó las sienes porque la cabeza le dolía. —Estoy tan confundida Vicenta, yo estaba tan segura de lo quería hacer, y ahora con todo esto de mi mamá no sé ni qué decisión tomar ni por donde empezar.

—Niña, yo creo que debes aguantarte un poco antes de empezar todo el asunto del divorcio, por lo menos mientras se calma la situación con tu mamá, así vas a estar más tranquila y será más fácil, y mientras tanto te quedas aquí con nosotras.

—Sí, creo que eso será lo mejor, pero antes necesito hablar con Federico. Tengo que dejarle muy en claro que si me quedo aquí y no solicito de inmediato el divorcio, no es por él, sino porque tengo otras cosas más importantes de las cuales preocuparme en este momento.

. . .
Después de la cena, Cristina subió a la planta alta, sin embargo, en vez de dirigirse a su cuarto, se detuvo delante de la puerta de la recamara de Federico... o al menos la que había sido su habitación antes de que prácticamente la obligara a compartir la suya. Lo pensó un momento antes de tocar, pero finalmente lo hizo, y sin darse cuenta tomó una gran bocanada de aire para luego contenerlo en sus pulmones.

—Pasen. —se escuchó la voz masculina un par de segundos después.

—Soy yo. —Cristina abrió la puerta y asomó sólo la mitad del cuerpo.

—Cristina… —le sorprendía su visita. —Pasa por favor. —dijo desde la cama, estaba recostado y se incorporó para mirarla.

Ella entró con cautela, como si fuera una presa asustadiza y temiera de lo que su cazador fuese a hacerle una vez a estuviesen a puertas cerradas.

—¿Cómo sigues de tu brazo? —preguntó no muy segura de haberlo hecho.

—Mejor, me duele un poco, pero me ya me tomé una pastilla. Afortunadamente tu madre sólo me rozó con la bala y no me mató como quería.

—Ella no está bien, Federico, pero estoy segura que no quería matarte, no es una asesina.

—Parecía muy dispuesta a apretar el gatillo justo cuando me apuntaba al pecho... pero ya da igual, no pudo lograr su cometido, así que no importa. —hubo un pequeño silencio por parte de los dos hasta que él lo rompió. —Pensé que a esta hora ya estarías de regreso en Villahermosa. —la vio frotarse las manos nerviosa. —Creí que te irías.

—Preferí quedarme por si mi mamá llegara a necesitar algo, además mañana se la van a llevar a una clínica de reposo, el doctor Márquez sugirió hacerlo.

—¿Entonces ya no te vas a ir de la hacienda?

—Pienso quedarme unos días… —ella no logró verlo, pero el sonrió con gusto y los ojos se le iluminaron, sin embargo, muy rápido se le borró el gesto de la cara. —Pero de una vez te advierto que no me quedo por ti, Federico, y que mis planes de divorcio siguen en pie... eso ya lo decidí y no voy a cambiar de parecer.

—Yo pensé que… —se vio bruscamente interrumpido por ella.

—¿Qué cosa? ¿Qué se me había olvidado todo lo que me has hecho y que iba a volver aquí como si nada? —negó con la cabeza. —No Federico, si vine fue únicamente por mi madre, pero mi postura respecto a nuestro matrimonio sigue siendo la misma.

—¿Por qué eres así de fría conmigo, Cristina? —se terminó de incorporar y se sentó en el borde la cama, ella seguía de pie en un rincón.

—¿Tienes derecho a preguntarme eso? No seas descarado, Federico, tú bien sabes que yo tengo razones de sobra para ser como soy contigo.

—Ya lo sé, me lo has repetido hasta el cansancio, pero creo que me merezco una oportunidad de remendar lo que he hecho.

—Perdóname, pero hay cosas que no se pueden remendar, además no entiendo a qué viene ese cambio de actitud tan repentino. —ella hablaba con voz seca, mientras que él sonaba calmo, y eso a Cristina le resultaba demasiado sospechoso.

—El doctor habló conmigo. —comentó como si con eso explicara el porqué de su actitud apacible. —Es un atrevido por cierto, se puso a opinar de un montón de cosas que no le incumben, pero me hizo pensar.

—¿En qué?

—En que quizás he sido muy duro contigo.

—¿Quizás? —sonrió con pesar. —No es quizás, es que has sido demasiado duro conmigo, Federico. Y no creo que fuera necesario que el doctor te lo tuviese que decir para que tú te dieras cuenta, eso es algo que debes reconocer por ti mismo.

—Hablar con él me hizo reflexionar. —ignorando su reclamo. —Me dijo que si tú no estabas bien, nuestro hijo tampoco lo iba a estar, incluso que podía no nacer si tú no estabas tranquila.

—Eso ya tú lo sabías, y aún así seguiste tratándome muy mal, chantajeándome y dándome demasiados dolores de cabeza. Me vas a disculpar, pero yo no creo ahora en tu repentina preocupación por mí y por mi hijo. Las palabras de un doctor no van a hacer que mágicamente dejes de ser como eres, Federico. Yo no confío en ti, no me pidas que lo haga, porque no puedo.

—¿De verdad crees que mi hijo no me importa ni un poco?

—Lo dudo mucho.

—Es mi hijo, yo lo quiero, al igual que te quiero a ti… te amo.

—Pues si tanto nos quieres, déjanos libres, déjame libre, permíteme vivir mi vida tranquila y lejos de ti.

—No te divorcies de mí, Cristina. —le suplicó con gran pesadumbre en la voz. —Por favor dame una oportunidad.

—Se acabaron las oportunidades para ti.

Nuevamente hubo silencio, esta vez más extenso y mucho más incómodo.

—En realidad tú nunca me has dado una oportunidad.

—Porque no te las has ganado.

—Acércate un momento, ven por favor. —le pidió con suavidad, la vio negar y retroceder un poco. —No te voy a hacer nada, Cristina, tengo un brazo vendado que me duele, solamente quiero que te acerques un segundo.

—¿Para qué?

—Sólo hazlo.

Ella dio dos pasos hacia adelante, tanteó a oscuras la zona, y luego de pensarlo un poco, terminó por acortar los pocos pies que habían entre su cuerpo y la cama. Se sentó igual que él en el colchón, aunque por supuesto mantuvo su distancia.

—¿Qué es lo que quieres?

—Hagamos una tregua.

—¿Una tregua? —frunció el ceño, luego pareció pensarlo unos instantes. —No, ya no voy a hacer tratos contigo, Federico. Mucho menos ese tipo de tratos donde el único ganador eres tú.

—No será así esta vez, te juró que en esta ocasión no se trata de mí, es más ni siquiera de ti.

—No te entiendo.

—Te propongo una tregua por nuestro hijo, para que nazca bien.

Cristina hizo una mueca de desconfianza.

—¿Por qué tanto interés en mi hijo?

—¡Porque también es mío! —alzó la voz y Cristina se asustó e hizo por pararse, pero él la detuvo.

—Ves como no funcionaría ningún tipo de tregua contigo, me seguirías gritando y tratando igual. Tú no sabes como tratar a la gente, eres un patán, Federico.

—Pero es que es frustrante hablar contigo a veces, Cristina; a todo le encuentras algo malo, nunca me crees, siempre asumes que hago las cosas para dañarte.

—Porque es lo único que he recibido de tu parte, ¿cómo no quieres que esté siempre a la defensiva?

—Yo también soy humano, tengo derecho a sentir al igual que tú, a amar, a que me importen los demás… a veces no sé demostrarlo, pero también sufro y me frustro. —ella no le decía nada. —¿Tú sabes por qué tengo tanto empeño en tenerte a mi lado, en estar cerca de mi hijo?

—¿Por qué?

—Para ver si por primera vez en mi vida, logro tener a alguien que me quiera de verdad. Yo nunca he sabido cómo se siente eso, jamás he tenido una palabra de amor sincero ni una caricia de cariño real. No recuerdo la última vez que alguien me abrazó, en realidad creo que nunca nadie lo he hecho. —sintió un nudo en la garganta al decir eso y un sabor amargo se hizo presente en su boca, sus ojos estaban secos, pues no era un hombre de llorar, pero tampoco brillaban, simplemente se quedaron ahí muertos, mirando a la nada… y eso que la ciega era Cristina. —Por eso me gustaría que mi hijo estuviera cerca de mí, para ver si en un futuro puedo saber qué se siente que alguien te ame incondicionalmente. —llevó su mano con lentitud hasta la femenina y la tomó envolviéndola con sus dedos, ella no la apartó, pero tampoco supo cómo corresponder a ese contacto.

Cristina no podía pronunciar palabras, no le salían, sus pensamientos estaban hechos un caos, no entendía qué se proponía Federico ni a qué venían todas esas cosas que le decía. Tampoco comprendía su nueva y tan inesperada actitud, no sabía si era el medicamento para el dolor de su brazo que lo tenía aturdido o si se trataba de una nueva artimaña para tenerla en sus manos. Pero algo en especial la tenía demasiado confundida, y es que las palabras del que era inevitablemente su marido, habían tocado una extraña fibra en ella… pues sus ojos faltos de vista, estaban llenos de unas cuantas lágrimas inoportunas que amenazaban con caer en cualquier momento.





Chicas, aquí un capítulo más, gracias por leer, como siempre espero sus comentarios y les agradezco el interés que muestran en la historia. ¿Qué se propondrá Federico con su repentina actitud, o será que esta vez está siendo sincero? Pronto el próximo. Besitos. ♥

Tu amor es venenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora