Cap. 3 - Escena 1

149 15 4
                                    

Había exactamente ciento treinta y seis grietas en las paredes de la Sala del Consejo, contando desde la puerta de entrada a la pared del fondo, y luego hacia la puerta otra vez

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Había exactamente ciento treinta y seis grietas en las paredes de la Sala del Consejo, contando desde la puerta de entrada a la pared del fondo, y luego hacia la puerta otra vez. De vez en cuando, cada varios meses, aparecía una nueva y aparecían también las sugerencias de llamar a pintores o albañiles para que las cubrieran de una buena vez. Cualquiera que fuera lo suficientemente ingenuo para no saber que eso significaba recibir la peor parte de la ira del König no estaba habilitado para trabajar en el castillo. Solía ocurrir que los sirvientes se marchaban en medio de la noche con las orejas todavía pitándoles por los gritos que habían recibido. El König los dejaba, a menos que no tuviera nada mejor que hacer.

Había ciento treinta y seis grietas en las paredes de la Sala del Consejo. Ni una menos, ni una más desde hacía algún tiempo. La excusa que el König ponía para no cubrirlas (cuando se lo señalaba alguien a quien sí tenía que rendir cuentas) era que no le hubiera gustado perturbar tan solemne habitación en el palacio. Era, al fin y al cabo, la habitación desde la cual su padre había dirigido el reino, donde había firmado importantes tratados que habían traído paz y prosperidad, donde había tomado decisiones capitales respecto al futuro de hasta el más insignificante campesino que habitaba sus tierras.

También había sido el lugar donde el viejo König se había llevado una mano al pecho y se había desplomado en el piso de manera muy poco majestuosa. El König, por entonces el Kronprinz, no había estado en el castillo en ese momento y no lo había visto hasta mucho después, cuando los funebreros ya habían hecho su trabajo, ya habían compuesto su rostro para que mostrara una expresión de calma y solemnidad. Pero podía imaginarse que su rostro había sido todo menos solemne mientras veía los zapatos de sus Consejeros correr hacia él.

El König quería mantener la dignidad de la sala, con sus cortinajes pesados y sus mesas tan ridículamente largas que tenía que gritar para hacerse oír por los Consejeros más viejos que había heredado de su padre junto con la corona. Y quería mantener las ciento treinta y seis grietas exactas, porque siempre podía contarlas durante las reuniones más rutinarias y aburridas.

—Como le decía, mi König, si no hay sequía este año, podemos esperar que los tributos...

Cuando terminaba de contarlas, a veces le gustaba multiplicarlas o dividirlas. La mitad de ciento treinta y seis era sesenta y ocho, es decir que la grieta número sesenta y ocho marcaba exactamente la mitad de la sala, aunque en realidad estaba un poco más a la izquierda de lo que debía.

—... el porcentaje de impuestos que debemos dedicar al sueldo de la guardia real y...

La mitad de sesenta y ocho era treinta y cuatro, y la mitad de treinta y cuatro, diecisiete. Diecisiete era la edad que el Kronprinz tenía cuando heredó el trono.

—... y por supuesto, habrá que recortar algunos gastos...

Cinco era el número de Consejeros que le quedaban, pero dependiendo de lo que dijera éste hombre a continuación, quizá bajara a cuatro.

El hombre carraspeó cuando los fríos ojos verdes de su König se posaron sobre él. Se veía bastante patético, en opinión del soberano, con su túnica negra y su barba de chivo que no dejaba de retorcer a medida que hablaba. Le pareció recordar que se llamaba Engelbert.

—Bueno, ha llegado a nuestra atención que se están poniendo muchos recursos en cierta... ah, bueno —carraspeó otra vez y miró alrededor, en busca de ayuda, pero todos los Consejeros habían bajado la vista hacia los volúmenes delante de ellos—... bueno, muchos recursos dedicados... casi podríamos decir desperdiciados en... la búsqueda de cierta... criminal.

El König no dijo absolutamente nada. Simplemente ladeó la cabeza. Engelbert, quizá malinterpretando aquello como una invitación a continuar, habló con voz más firme:

—Entiendo que su Gracia considere que la criminal Riding Hood es una amenaza para su persona, y es verdad que sus continuos atentados e intrusiones en el palacio son materia de preocupación constante —dijo—. Pero quizá sacar a hombres jóvenes que podrían estar labrando los campos de sus casas para que pasen a integrar la guardia real no sea la mejor opción...

—Ah, entonces, ¿qué sugieres? —preguntó el König, con la voz más aterciopelada que fue capaz de conjurar—. ¿Qué relaje las medidas de seguridad en el palacio y deje que esa maldita entre y me mate?

—N-no, su Gracia —tartamudeó Engelbert, echándose hacia atrás en la silla, como el patético cobarde que era—. Por supuesto que no. Es s-sólo que...

—¿Quizá querrías abrirle la puerta tú mismo? —continuó el König, poniéndose de pie para imponerse—. ¿Dejarla pasar al salón del trono con las dagas desenvainadas?

—¡No, su Gracia! —replicó Engelbert, alzando sus manos para mostrarse defensivo—. ¡En absoluto! ¡Sois mi König y espero que reinéis muchos años...!

La puerta del Salón se abrió con un golpe y el König se volvió a ella con la mirada centelleante. Alexander entró tambaleándose en el salón, como si sus piernas cortas no fueran capaces de sostener el peso de su barriga, y secándose la frente con su pañuelito de puntillas.

—Mi König —dijo, con una torpe reverencia y una cortés indiferencia hacia el hecho que el König estaba a punto de estrangular a uno de sus Consejeros—. Disculpadme el atrevimiento. Traigo ciertas... noticias que quizá os interesen.

El König fulminó a Engelbert con la mirada para advertirle que no se olvidaría de él y luego le hizo un gesto a Alexander para que se acercara. El regordete mayordomo se puso de puntas de pie y le susurró la información. Fue concreto y no utilizó más palabras de las que necesitaba, pero lo que dijo sorprendió al König. Luego, una sonrisa lenta se expandió por su rostro.

—Qué oportuno, Alexander —lo felicitó—. Justamente estábamos hablando de ella.

—Estoy a su servicio, mi König —respondió el mayordomo. En una persona menos solemne, habría sonado como una obsecuencia. En boca de Alexander, no era más que la aseveración de un hecho. Retrocedió un paso, pero el König negó con la cabeza.

—Quédate —lo instruyó—. Después de todo, mereces escuchar esto.

La cara de Alexander no reveló ninguna emoción, pero se volvió a pasar el pañuelo por la frente sudorosa.

—Caballeros —dijo el König, regresando a su asiento en la cabecera de la mesa con una sonrisa exultante que les provocó escalofríos a sus Consejeros—. Creo que hemos hallado la manera de librarnos de Hood, de una vez por todas.

 Creo que hemos hallado la manera de librarnos de Hood, de una vez por todas

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autorasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora