Cap. 3 - Escena 2

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Los días de verano eran los peores días para las tareas domésticas, pero Hood sabía que no podía quejarse. Había venido postergando la limpieza por semanas y ahora no tenía a nadie a quien culpar más que a ella misma por la cantidad de arañas que había proliferado en los rincones de la cabaña y por el polvo acumulado bajo la cama y sobre los alféizares de su ventana. Tenía los postigos abiertos de par en par con la esperanza de que llegara una inexistente brisa que aliviara su cuerpo sobrecalentado por el trabajo mientras barría o sacudía el trapo que había pasado sobre las superficies sucias. Si trabajaba sin parar, la casa estaría ordenada y limpia para cuando bajara el sol.

La Abuelita decía que trabajar con el corazón alegre y una canción en los labios aligeraba la carga. Pero Hood no se acordaba de ninguna canción y no creía que le quedara suficiente alegría en el corazón para inventarse una. Por lo tanto, trabajaba en silencio, gruñendo de vez en cuando o resoplando por el esfuerzo de levantar el cubo de agua con los brazos acalambrados.

Acababa de mover el banco hacia el rincón más lejano de la sala, con toda la intención de trepar en él y desalojar a sus indeseables inquilinas cuando escuchó tres rápidos golpes en la puerta. Se detuvo un momento, preguntándose si siquiera debería molestarse en mirar afuera para ver quién era. Luego decidió que no. Trepó al banco, empuñando el plumero como empuñaría su daga ante su enemigo mortal...

Los golpes en la puerta se repitieron. Hood contuvo un bufido de rabia y bajó del banquito.

Cuando abrió, primero creyó que no había nadie fuera, pero eso era porque estaba esperando encontrarse con una persona de su tamaño. Le tomó un par de segundos mirar hacia abajo para encontrarse con la sonrisa ancha de Goldilocks.

Hood le cerró la puerta en la cara y dio dos pasos al interior antes que volvieran a tocar. La cazadora cerró los ojos, se recordó que solamente era una niña molesta y volvió a abrir.

—¿Qué quieres? —le espetó, sin disimular su mal humor—. Estoy ocupada.

Locks levantó un par de manos llenas de cortes y pequeñas vendas para mostrarle su más reciente creación: un oso de felpa con ojos de botón desiguales, una oreja más arriba que la otra y un cuerpo irregular mucho más pequeño que su cabeza.

—¿Jugamos a cazar al oso? —propuso, con un brillo ligeramente maniático en sus ojos.

—No —replicó Hood, con una mirada fulminante—. No todo en la vida es un juego.

Y cerró la puerta una vez más, esperando que esta vez el mensaje le llegara con claridad y decidida a no volver a abrir si la cría insistía.

Habían pasado un par de semanas desde el incidente del palacio. Hood confiaba en que no vería a Goldilocks de nuevo, pero no habían pasado ni dos días desde que la dejara a la orilla del bosque cuando, regresando a su cabaña después de un arduo día de caza, se había encontrado con la niña, sentada en el escalón de su puerta, con los codos en las rodillas y el mentón en las manos. Tenía los ojos cerrados, pero no bien escuchó a Hood acercarse, los abrió y se incorporó de un salto.

—¡Bienvenida a casa! —le gritó, casi con demasiado entusiasmo, y del bolsillo de su delantal extrajo un ramo de flores apelmazadas—. ¡Las recogí para ti!

A Hood aquellas palabras le parecieron el eco de un pasado muy lejano, y su ligera aversión por Goldilocks se acrecentó notablemente.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó, entre la confusión y la furia—. Te dije que no tenía lugar para albergarte...

—Ya lo sé —contestó Locks con una sonrisa radiante—. Me estoy quedando con un señor muy amable, a unas millas de aquí. ¿Lo conoces? Él dice que te conoce a ti.

House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autorasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora