Cap. 3 - Escena 5

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La mano del hombre todavía goteaba sangre cuando pasó al lado del árbol de Locks. La niña temblaba como una hoja en el vendaval y temió que se delataría, pero el hombre ni siquiera se molestó en mirar hacia los costados. Tampoco se paró a vendarse la mano o a lavársela en el arroyo cercano; simplemente siguió caminando, como si el suelo salpicado de rojo que iba dejando a su paso no fuera más importante que los insectos que aplastaba con sus botas inmensas.

Después de un rato, el corazón desbocado de Locks se tranquilizó, pero no su mente paranoica. El cazador había amenazado a Hood. El cazador había dicho que mataría a Hood como un lobo mata a un conejo que sale de su madriguera. Eso no tenía ningún sentido que ella pudiera entender, no importaba cuántas vueltas le diera. Había percibido cierta aprehensión entre ella y el cazador, pero jamás pensó... jamás se imaginó que fuera a ser algo como esto.

De pronto, los largos silencios del hombre delante de la chimenea ya no se le antojaban reflexivos sino ominosos, el cuchillo con el que solía talar esculturas de madera era un arma letal que podría usar para atacar a su amiga. O a ella. Porque Locks no veía motivo alguno por el que el cazador quisiera matar a Hood. Y sin embargo era evidente que tenía toda la intención de hacerlo.

No podía quedarse en su casa ni un minuto más. No después de lo que había visto y oído. Tenía que irse. No sabía a dónde ni cuánto tiempo se quedaría allí, pero no podía vivir en la misma casa que alguien dispuesto a matar a una persona, como si fuera un oso hambriento y ciego.

Locks corrió por el bosque, saltando sobre ramas, esquivando piedras, sin preocuparse ya por el alboroto que causaba, demasiado asustada para pensar. Cuando llegó a la cabaña a la que, por un momento, había creído que podría llamar hogar, se detuvo con el aliento jadeante, pero no había ninguna sombra en la ventana, ningún movimiento de la puerta que indicara que había allí otra persona. Cuando por fin se animó a entrar, la encontró desierta.

No se preguntó a dónde había ido el cazador. Hacer el equipaje fue un proceso rápido y sencillo. No tenía nada, excepto un vestido que el hombre le había traído de regalo del pueblo para que pudiera alternar, un par de zapatos menos gastados que los que llevaba en ese momento, el cuchillo de desollar de su padre, por supuesto...

¡Sombra! Tenía que llevarse al pobre Sombra con ella. No tenía arreos con los que guiarlo, pero quizá encontrara algo de cuero en el establo...

En su apuro, apenas miró el jarrón marrón sobre la repisa de la chimenea. Lo había visto muchas veces en el transcurso de aquellos días, tantas que era tan familiar para ella como el correr del viento entre las ramas o como el camino entre esa cabaña y la de Hood.

No se fijó que al pasar corriendo, su hombro rozó la repisa, perturbando su delicado equilibrio. Hasta que estaba a mitad de camino hacia la puerta, frotándose el hombro para amortiguar el dolor, ni siquiera se dio vuelta a mirarlo.

Pero cuando lo hizo, fue repentino y con temor. El sonido de la cerámica partiéndose contra el suelo demandaba toda su atención.

El pánico de Locks alcanzó niveles insospechados. Corrió hacia la cerámica rota, pero tratar de repararla sería como armar un rompecabezas sin ningún tipo de pista. Si a Hood la amenazaba por ningún motivo, ¿a ella qué le haría por haber roto sus cosas...?

—¡Ay! —exclamó, mirando la solitaria gota de sangre que se deslizaba en la yema de su dedo. Se la llevó a la boca, pensando con desesperación en sus opciones cuando notó un papel blanco y doblado muy pequeño entre el desastre.

Esta vez, se tomó su tiempo. Envolvió su mano en el delantal y fue separando los pedazos del jarrón roto con mucho cuidado. Locks era una niña curiosa e impulsiva, pero a pesar que muchos lo pensaban, no era idiota. Si encontraba algo, lo que fuera, que la pudiera salvar de la ira del cazador...

El papel no era papel, sino un retazo de tela. Era pequeño, apenas del tamaño de la palma de la mano de Hood. Era ovalado, pero los bordes estaban un poco amarillentos y carcomidos por las polillas y el tiempo. El rostro en medio del retrato estaba claro, sin embargo: era una mujer que miraba por encima de su hombro, los ojos grandes de color rojo y el cabello violeta y lacio recogido en una trenza por un imperdible adornado de lo que parecían ser perlas. Tenía una sonrisa amable a la vez que juguetona, como si el pintor del retrato la hubiera pillado en medio de una travesura. Había letras debajo de su rostro que Locks no podía leer, pero no necesitaba hacerlo.

Aquel rostro exacto la había mirado con el ceño fruncido y los labios apretados desde la puerta de una cabaña más temprano ese mismo día. Salvo unos pocos detalles (la nariz no era tan fina, los labios un poco menos voluptuoso), aquella mujer era idéntica a Hood. 

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House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autorasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora