Cap. 2 - Escena 5

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Ranghailt no apreciaba que la perturbaran justo cuando estaba a punto de irse a dormir, pero cuando dos guardias pálidos y temblorosos aparecían en su puerta y le daban instrucciones directas de parte del König, bien, no había mucho lugar para la protesta. Encontrar una habitación de invitados vacía, abrir las ventanas y sacudir el polvo no fue ningún problema, así que la doncella empezó a sospechar que habría alguna especie de trampa en todo ese asunto tan repentino.

Estaba terminando de tender la cama cuando la trampa se hizo presente. La niña entró de la mano de Angharad, pero inmediatamente se zafó de ella y se echó a correr por la habitación, sus zapatos llenos de barro dejando huellas en la alfombra hicieron que Ranghailt sintiera náuseas de sólo verlas.

—¡Qué increíble! —chilló la niña emocionada, su melena rubia flotando detrás de ella mientras trotaba por todos lados como un ratón hiperactivo—. ¡Qué hermoso! ¡Mira esos tapices, y esa alfombra, y ese jarrón...!

Ranghailt se preguntó si tendría suficientes hierbas para el dolor de cabeza en su habitación.

—Señorita... señorita, por favor...

La niña, que había estado a punto de poner sus dedos sucios sobre el jarrón de rosas, se detuvo a medio camino, para alivio de la doncella.

—¿Por qué no os sentáis? —le ofreció, señalando la silla frente al tocador—. Os cepillaré el cabello y mi hermana os traeré algo limpio que poneros.

—¡Muchas gracias! —exclamó la niña, y salió disparada hacia el tocador como una saeta—. ¿Sabes? Ya lavaron mi vestido hoy, pero con todo el viaje que tuve que hacer...

—¿Qué se supone que le traiga? —preguntó Angharad en un susurro, mientras Ranghailt la llevaba hacia la puerta—. No hay ropa para alguien de su edad...

—No me importa —susurró Ranghailt—. Tráele uno de tus vestidos viejos. Y baja a las cocinas a buscarle algo que comer. Si todos los cocineros ya se han ido —se apresuró a agregar cuando vio que su hermana abría la boca para protestar—, prepárale algo tú misma. ¿Y dónde está Caoilfhionn?

—Se ha quedado en la recámara del König —la informó Angharad— por si él la necesita. Y recuerda que debes llamarla Zwei.

El disgusto de Ranghailt debió ser evidente, porque Angharad dejó de discutir y se retiró anunciando que haría todo lo que le había ordenado. Ranghailt detestaba los apodos que les había dado el König, como si sus nombres, lo poco que les quedaba de lo que habían sido antes, no fueran más que otra molestia de la que debía deshacerse. Y lo peor era que sus hermanas le seguían el juego.

Se tomó un segundo para pellizcarse la nariz antes de volver al cuarto. La niña estaba de rodillas en la silla, casi abalanzada sobre el espejo, observando su reflejo con curiosidad. Los espejos eran artefactos de lujo, y Ranghailt sospechó que la niña nunca había podido observarse detenidamente en uno.

—Por favor, siéntate derecha —le espetó Ranghailt, y suavizó el tono cuando la niña se sobresaltó—. Es decir, venid. Os cepillaré ese pelo tan bonito que tenéis.

Bonito y farragoso, agregó para sus adentros. Las cerdas del cepillo se quedaron atascadas ni bien las acercó a aquellos enormes rizos, y Ranghailt tuvo que cuidarse mucho para no tironear ni ofender a la niña. ¿Quién era ella, al fin y al cabo? ¿La hija de un dignatario que acababa de llegar de improviso? No había visto el revuelo habitual en los establos cuando algo así ocurría, y sin duda no tenía el aspecto de alguien noble, no con ese vestido hecho girones y los cortes y moratones en sus brazos.

—Muchas gracias —dijo la niña, interrumpiendo los pensamientos de la doncella—. Tú pelo también es muy bonito. Me gusta que sea rojo. Se parece al atardecer. ¿Puedes hacerme una trenza como la tuya?

House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autorasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora