Los Consejeros del König estaban de un ánimo tan sombrío como el cielo que se cernía sobre el pueblo.
—Dicen que gritó durante dos horas seguidas —comentó Henniger.
—Ordenó a los guardias que registraran el pueblo —dijo Dahmen—. Algunos no regresaron porque tenían miedo de presentarse con las manos vacías.
—Se hizo llevar a esa doncella pelirroja que le gusta a su recámara — contó Löffler—, pero la echó al poco tiempo, como si ni ella pudiera tranquilizarlo.
—Hasta Viktoria bajó de su torre para tratar de calmarlo —dijo Janke, que no se habría atrevido a hablar con tanta soltura de haber estado ella o su hijo presentes—. Dicen que le arrojó un cáliz de vino a la cabeza. No le acertó, por cierto, porque entonces ella se habría enfurecido también, y bien...
No dijo que hubiera sido aún peor, porque la situación era tan mala que no llegaban a imaginarse cómo. Si ni la doncella ni su madre habían tenido suerte, ellos no tenían ninguna esperanza de sobrevivir intactos a la ira de su señor. Al menos uno de ellos perdería su trabajo aquel día.
Después de todo, no era para menos. Los guardias se habían pasado días registrando el pueblo, pero no habían conseguido dar con Hood, ni con la niña de cabello dorado, ni con Johan Weidmann. Eran como si los tres se hubieran desvanecido sin dejar rastro. Bueno, excepto Weidmann: cuando todo se calmó, descubrieron que, como un último agravio, el Cazador Real había dejado una bolsa de monedas abandonada al pie del muro. Si le hubiera escupido en la cara al König, el insulto no habría sido mayor.
Engelbert se atusó el bigote con nerviosismo y miró por la ventana de la Sala.
—Se acerca una tormenta.
Las puertas se abrieron con tal estrépito que por un momento los hombres pensaron que había sido un trueno afuera.
El König entró más desaliñado de lo normal, con el jubón desprendido, la camisa arrugada y su rechoncho mayordomo dando tumbos detrás de él. Los Consejeros se encogieron, quizá previendo que el soberano se echaría a gritar. En cambio, el König se ubicó con mucha dignidad en la silla que le correspondía, a la cabecera de la mesa. Descansó las manos en los apoyabrazos y miró uno por uno a los Consejeros.
—Estáis despedidos —les dijo, con la voz tan fría como la escarcha—. Recoged vuestras cosas y marchaos del castillo. Rogad a los dioses que no os vuelvan a poner en mi camino.
Hubo un revuelo entre los ahora antiguos Consejeros. Su Gracia no estaba pensando con claridad, ¿quizá le convenía tomarse unos días? Ellos vivían para servirle, habían servido bien a su padre y al reino desde antes que él supiera caminar o hablar; eran hombres mayores y él era muy inexperto, los necesitaba...
El golpe que dio el König sobre la mesa bastó para acallarlos a todos.
—Tenéis hasta la puesta del sol —les informó—. Acabad vuestros días fuera de mi presencia o en los calabozos. Y si decís otra palabra, la acabaréis bajo el hacha del verdugo. Vosotros elegiréis.
La Sala del Consejo quedó vacía, salvo por sus ciento treinta y seis grietas, el soberano solitario que gustaba de contarlas y su fiel mayordomo.
El König le hizo una seña de que se adelantase. Alexander se enjugó la frente con su pañuelo, porque esos días sudaba solamente por estar frente a su señor.
—¿Mi König?
—Necesito un Consejero nuevo, Alexander. Uno que sea fiel solamente a mí. Encárgate.
Alexander se quedó un poco decepcionado, porque había albergado la tenue esperanza que le darían ese puesto a él. Pero, al reflexionar sobre la humedad y la oscuridad de los calabozos que esperaban a los Consejeros si se retrasaban un minuto, decidió que no necesitaba un ascenso de todos modos.
Afuera, la tormenta se había desatado sobre el Reino Wolfhausen.
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House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autoras
FantasyLIBRO 1 House of Wolves es una novela con giros dramáticos, heroínas indomables y un mundo de fantasía nuevo para descubrir, que toma inspiración de cuentos de hadas conocidos por todos y les da una vuelta de tuerca. • Narración: Jo Lello • Ilustra...