Cinco meses más tarde, la mañana del atraco yo sólo podía pensar en una cosa: después de tanto tiempo al fin comenzaría.
—¿Qué haces tomando tan temprano? Me parece que eso no es algo propio.—oigo una voz detrás mío.
Me giro sonriendo y poso el vaso en la mesada.
—Pero sí es el señor Berlín, disculpe mis modales, por favor.—hago una reverencia como pidiendo clemencia.
—Oh, déjalo, ¿quién soy yo para enseñar modales?—toma de mi vaso y toma el último sorbo de mi tequila.
Berlín y yo hemos mantenido una relación de jovialidad. Yo lo respetaba mucho, para mí, el era muy precavido a decir verdad, y tal vez sea eso lo que me llamaba la atención. Al contrario que con el profesor, mi ángel de la guarda, Berlín era un gran amigo.
Levanto ambas cejas fingiendo estar sorprendida.
—Ah, ¿qué no eras de la clase alta?
—Te sorprenderías.—susurra mirándome, mientras yo miro el alba desde la ventana de la cocina.
Suelto un pequeño suspiro.
—Es una lástima, me hubiera gustado tener unas clases con usted, a ver si me enseña a cómo comportarme, ¿no?
—Si me lo hubieras dicho cinco meses antes tal vez lo hubiera pensado un poco.—admite.
—¿Acaso haz perdido los tuyos en ese transcurso?
Me giro esta vez para verlo, estaba mirando por la ventana, pero luego se gira para verme también, bajando un poco la mirada. Yo era un poco más baja, a pesar de ser considerada una mujer bastante alta.
—Todos tenemos una parte... atrevida, dentro de nosotros, señorita París.—sonríe levemente.
—Y algunos más al descubierto que otros, ¿a que sí?—mencioné haciéndome referencia.
—Exactamente.
Mientras íbamos en el camión, a punto de empezar esta locura, pensaba en que ya extrañaba hablar de modales y gilipolleces en la mañana antes de un atraco.
—¿Quién coño ha elegido las caretas?—pregunta Denver rompiendo el silencio incómodo.
Ruedo los ojos mientras termino de hacerme la trenza del lado izquierdo. Era complicado, ya que tenía el cabello hasta los hombros. Me lo había cortado esta mañana.
—¿Qué pasa con la careta?—pregunta Moscú sacándose la suya.
—Pues que no da miedo.—responde obvio.
—A mi me parece que sí.—responde al contrario Rio levantando su careta.
Berlín levanta el arma y le apunta a la sien, con la careta puesta aún. La camioneta queda en silencio una vez más.
—Te aseguro que con un arma en la mano y esta careta cualquiera se caga en los pantalones.—se saca la careta y baja el arma.
Denver se encoge de hombros.
—Sigo pensando igual. ¿Sabes qué es lo que sí da miedo? Los muñecos de los críos.
—¿Qué?—pregunta Moscú.
—Sí, como el Micky Mouse que venga con un M-16 disparando a todo el mundo yo me cago en los pantalones.—asegura.
—¿Me estás diciendo que un ratón con orejas da más miedo que las caretas de Dalí?—dice Rio sonriendo.
—¿A poco no?—y siguen discutiendo.
Nairobi, Tokio y yo nos miramos aguantando la risa. Si que podían ser tarados a veces los hombres.
Era más que obvio que faltaban más chicas en el grupo.
Paran el carro y baja Moscú, preparando el corte del camino y un desvío. Luego lo hace Rio para subir a una colina con señal y romper la señal de la radio de las patrullas.
El profesor sabía que había sólo una manera de entrar a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, y era entrando en un camión que pasaba cada cinco horas para transportar papel que elaboraba el dinero.
Y que mejor manera que entrar escoltados por la mismísima Policía Nacional.
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