Las pisadas de Paris, por más discretas que trataran de ser, eran algo detectables sobre el barullo que hacían los demás al ver lo que decían sobre ellos en la tv.
Era una oportunidad perfecta para escabullirse de ellos, ya que París no tenía intención alguna de saber los comentarios e informes que tenían sobre los chavales que tomaron la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Estaban en la boca de todo el mundo, y aquello parecía tan insignificante en la visión de Paris, una atracadora.
Se paró unos segundos frente a una puerta del pasillo, antes de tocar por unos breves segundos y entrar sin esperar respuesta.
París enarca una ceja a la par que Berlín, a quién evidentemente había sorprendido.
—¿Qué coño haces?
—Paris.
—¿Acaso te drogas?— susurró.
Berlín enarca ambas cejas. Paris le había sorprendido con su pequeño cofre antes que Berlín pueda guardarlo por completo.
Hace un gesto con la cabeza.
—Siéntate.
Paris cierra la puerta detrás de ella antes de entrar y tomar asiento frente al escritorio. Se cruza de brazos. Berlín se recuesta por el respaldo de la silla.
—¿Me tomas por drogadicto?
—Estamos en medio de un atraco, nada me sorprendería.
Berlín se muerde la lengua para no decir lo que estaba pensando.
Cierra los ojos y respira profundo antes de hablar:
—Estoy enfermo.
Paris se queda sin aliento. Su corazón bombea fuerte mientras frunce el ceño, parpadeando.
—¿Qué?
Berlín se apoya en la mesa por los brazos y acerca más el rostro hacia Paris.
—Tengo una enfermedad degenerativa, mi tiempo se agotará en unos meses, señorita. —sonríe, pero parece un poco más lastimera que la de siempre.
Tenía sentido. El profesor buscaba a gente que no tuviera mucho que perder, pero en ese entonces no sabía algo que ahora sí.
—Eso no puede ser cierto, tú no puedes... —desvía la mirada con dolor, las palabras— no puedes estar enfermo, es decir, luces muy bien.
—Me mantengo nutrido, como dirían por allí. —suelta una risita.
El rostro de París se mantiene lleno de confusión, mientras por su mente pasaban un montón de cosas. ¿Moriría? En cualquier momento, una persona importante para ella, podría morir. Porque sí, aunque le cueste admitirlo, aquel hombre se había convertido en una persona de importancia inimaginable para ella.
Abrió la boca para decir algo, pero algo la detuvo. Al mirar a Berlín, supo que estaba pensando igual que ella.
—Escóndete.—un susurro rápido, segundos antes que la puerta se abriera bruscamente.
Tokio mira a Berlín con esceptitud, mientras que este sonríe cínicamente.
—Pero que agradable visita.—ríe.
Paris, casi conteniendo el aliento, oye a alguien cerrar la puerta y luego lo observa sentarse en la silla segundos antes ocupada por ella misma.
—Deberías venir más por aquí. —agrega Berlín.
—Veo que te haz puesto el despachito muy chulo, ya tienes dos.—Paris pudo reconocer la voz de Tokio perfectamente.
—Me gustan los despachos. Siempre... —se oye un arma posada en la mesa.—...he querido un escritorio de caoba. Pero en los despachos casi no hay.
Se oye otra arma posada en la mesa, mientras que Paris se carcome el cerebro, sentada debajo del escritorio con las piernas pegada al pecho.
—Hace calor, ¿no?— Tokio se desprende de la parte superior del mono rojo.
Berlín sonríe.
—Veo que te haz puesto el chaleco anti-balas para venir a verme.—ríen los dos.—Aunque hubiera preferido un corsé, veneciano.
Paris pone los ojos en blanco desde debajo de la mesa.
—Si es que no termino de pillarte el punto.—responde.
—¿A que haz venido, Tokio?
Acercan sus armas.
—A pedirte... por favor, que llames al profesor, y le cuentes lo que haz hecho; que haz mandado a ejecutar a una rehén, chico malo.—ríe de forma cínica.—Porque, ¿sabes qué pasa? Que el profesor es mi ángel de la guarda y si no se lo cuentas tú, voy a tener que hacerlo yo.
París aprieta fuertemente los ojos, sin creer lo que esta a punto de pasar.
—¿Tú?
—Mm-hmm.
—¿Y quedar como una chivata, como una traicionera? —ríe.—Soy un caballero, eso es algo que no podría permitir.
Tokio se levanta, arrastra su arma por la mesa mientras se acerca lentamente a Berlín y le pasa el teléfono.
En unos minutos que parecen eternos, Paris trata de regular su respiración, hasta que lo contiene al oír la voz de Berlín:
—He incumplido la primera norma del plan, he matado a un rehén.
Era lo correcto, Paris lo sabía, pero no podía terminar de sentirse terrible.
Porque sabía perfectamente lo que el profesor haría. Lo mismo que un profesor a un alumno que no hace su tarea como corresponde: un castigo.