06;

4.9K 381 66
                                    

—¡En pie!

Todos los rehenes, sobresaltados por el grito, se levantan temblando. París camina detrás de Berlín, junto a los demás.

—Quítense los antifaces.—pide, lo suficientemente fuerte para que todos lo oigan.

Quedan aturdidos ante la petición. Giran sus cabezas para creer haber oído bien. Berlín rueda los ojos.

—¡Quítense los antifaces!

Esta vez sí todos obedecen, sacándose y reparando en dónde estaban. Viendo a sus atracadores directo a la cara. ¿Por qué dejaban al descubierto sus rostros?

—Hemos, tenido unos imprevistos, pero a pesar de todos esos helicópteros sobrevolando nuestras cabezas, creo que nos darán unas horitas de tregua para que podáis descansar. Dentro de unos minutos, les repartiremos sacos de dormir, agua y un sándwich. —dice mientras se pasea entre los rehenes para que todos escuchen.—Oh, y les voy a pedir un favor.

Todos centran su atención a Berlín, quién sonríe inesperadamente.

—Quiero que se desnuden.

Pude sentir a los rehenes aguantar la respiración. A Berlín realmente le salía natural el causar terror sobre los demás.

—Voy a... repartirles un mono rojo como el nuestro, para que os sintáis más cómodos. —sonríe.

París toma la bolsa y comienza a repartir los monos a los demás, casi arrojándoselos a la cara. La falta de horas de sueño le habían afectado un poco, a pesar de haber tomado la fábrica hace poco, no había descansado casi nada.

—Señor, si me permite—se dirige un hombre hacia Berlín. París frunce el ceño y presta atención al hombre. —, aquí hay personas con dolencias cardíacas, mujeres embarazadas, diabéticos, niños. Por favor, le ruego que dejéis marchar a los más vulnerables, no creo que puedan aguantar mucho esta angustia.

París aprieta la mandíbula de la exasperación.

—A ver, a ver, ¿tú quién te crees que eres? ¿Un puto Bandi?—se acerca a pasos largos al hombre, quién se encoge, intimidado.

—Tranquila, señorita París, Arturo y yo, compartimos una gran fascinación por el cine.—sonríe levemente antes de girarse.

París trata de tranquilizarse, girandose para seguir repartiendo los monos rojos, hasta que algo la hace parar en seco:

—De todos modos las mujeres no me intimidan.—murmura por lo bajo Arturo.

Denver, quién pasaba frente suyo se gira repentinamente y le apunta con la cabeza.

—¿A que sí, Arturito?—susurra. Todos ahogan un grito, espantados.

Arturo tiembla. Tiembla como gelatina y los ojos rojos, suplicando. Suplicando por todo.

—Por favor, por favor, por favor...

París sólo mira a Denver, con el ceño fruncido.

Me di cuenta que, probablemente le enfadó lo dicho por el hombre.

—Coge la pistola.—espeta, extendiéndole el arma.

Arturo y, junto a todos los rehenes y atracadores de espectadores, jadea.

—Coge la pistola.—repite más alto esta vez.

Arturo la coge con las manos temblando a punto de colapsar de angustia y terror.

—Ahora me apuntas.—ordena.

—No, por favor.—solloza.

—Que me apuntes.—insiste.

Obedece, aún llorando por su vida.

—Ahora quiero que me dispares.

Todos ahogan un grito, angustiados, y con miedo. Arturo se atraganta con su saliva, y solloza.

—Te regalo diez segundos antes de que lo haga yo.—levanta su otra arma y le saca el seguro, apuntando su cabeza.—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho...

Arturo jala el gatillo y todos gritan, pero simplemente se oye un crujido. París abre ampliamente los ojos.

Denver comienza a reír.

—Para la próxima, Arturito, pero lo haz hecho bien, eh, lo haz hecho bien.—le palmea la espalda. Se acerca y le da un beso en la frente, para luego acercar sus labios a su oído.—Y para que aprendas a respetar a la señorita.

Susurra, sólo para que el hombre lo oiga, mientras que París se queda con las ganas de haber escuchado eso último.

—Te la regalo, puedes quedártela.—le palmea la espalda y sigue caminando entre los rehenes.

Al terminar de repartir los monos rojos, París intercepta a Denver al final del pasillo.

—No hacía falta que hicieras eso.—espeta, cruzada de brazos.

—No lo hice por ti.—espeta de igual forma.

Claro que lo hizo por mí, pero Denver tenía el orgullo como su defecto fatídico, uno de ellos, a decir verdad.

Los atracadores vigilaban a los rehenes. La secretaria y el jefe parecían discutir, París los observaba desde hace rato, hasta que Nairobi se acercó a la mujer e intercambiaron algunas palabras.

Entonces el teléfono rojo suena. París, quién estaba a un lado del mostrador atiende.

—¿Sí?

—Van a entrar.—responde la voz del profesor, impaciente.

—Allá vamos.—cuelga el teléfono.

Berlín se acerca hasta ella.

—Van a entrar. —le dice. Berlín asiente, y se gira hacia los rehenes.

—¡Rehenes, ha llegado la hora!—grita.

Ellos se levantan. El grupo destinado a la zona de carga se prepara.

—Seguidme.

Sucedió exactamente como el profesor dijo que pasaría. Entrarían por la zona de carga.

Se recargan sobre las cajas de carga, esperando la señal de Berlín, mientras se oye el movimiento en el exterior.

Un taladro agujerea las puertas. Los atracadores intercambian miradas cuando insertan el periscopio.

—Ahora.—dice Berlín.

Se ponen las caretas y ocupan sus posiciones, con la metralladora de suelo al descubierto, y los rehenes con caretas detrás suyo.

Pasan unos segundo en lo que periscopio brilla, comenzando a grabar, luego de unos segundos, se retira, y con ello, los agentes.

Los agentes encargados de la negociación se frustran, al no lograr su objetivo.

Esa noche, habíamos ganado la primera batalla.

Esa noche, habíamos ganado la primera batalla

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La casa de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora