Capítulo XII, parte II

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Lo sabe. Dios mío, este malnacido sabe que Geoffrey y yo nos estamos viendo en casa de los Meister, pensó aterrada. El terror impactó en ella con tanta fuerza, que el temblor de sus manos se descontroló. Sentía la atenta mirada de Mirckwood clavarse en ella, como una aguijón envenenado que esperaba el momento justo para volver a clavarse y eso era demasiado para ella. Soltó la taza rápidamente y contempló horrorizada como el oscuro líquido se extendía por la mesa. Levantó la mirada bruscamente y observó la crueldad implícita en los ojos de Mirckwood.

—Por el amor de Dios, milord, eso no será necesario. Los Meister son muy responsables y nunca permitirían que nadie me molestara.

—Tiene razón, querida. Además, confío plenamente en usted... sé que es una muchacha muy razonable —contestó él, lentamente y encendió de nuevo su puro, en un gesto que desprendía satisfacción por todos lados.

—Entonces, no tiene nada que temer, milord —contestó ella, airada, mientras se levantaba—. Si me disculpa, creo que iré a casa de los Meister directamente.

Mirckwood esbozó una sonrisa de medio lado y también se levantó, con una fría cortesía. El humo brotó de sus labios y llegó a la joven, que palideció bruscamente. Después se acercó a ella y cogió su mano de nuevo, sin temor alguno. La mujer que les acompañaba como carabina se había ganado un sobresueldo por su silencio, así que podía dejar el recato para los necios. Él la quería a ella y es lo que iba a tener, le gustara a Emily, o no.

—Déjeme acercarla en mi carruaje. La residencia de los Meister está a las afueras, querida y no llegará a tiempo para su...cita. —Sonrió, satisfecho, y tiró de ella hacia su cuerpo. La sintió tensarse bruscamente y eso le excitó aún más. Si la joven se acercaba un poco más, podría sentir su erección clavarse en su estómago.

—No, no se preocupe, milord... iré a casa desde aquí,andando. —Continuó ella, cada vez más desesperada—. Me gusta mucho andar. Aún así, gracias por su amabilidad pero no quiero molestarle.

—¡Oh, querida! No son molestias. Es el deber de un caballero proteger a las damas... Además, no me perdonaría que le pudiera pasar algo.

Pero tú no eres un caballero, pensó ella, desesperada. Las alarmas de sus sentidos se encendieron en Emily como un incendio en mitad de una fábrica de papel. Quiso apartarse, pero él la tenía sujeta con tanta fuerza que fue incapaz de dar más de dos pasos. El nerviosismo afloró con fuerza y el miedo, también. No obstante, trató de pensar en positivo: estaban en un sitio público y él no se atrevería a hacer nada que pudiera suscitar rumores.

—Por favor, milord, no se moleste. Yo tampoco me perdonaría que usted tuviera que perder su valioso tiempo —suplicó, mientras trataba de zafarse de él con toda la discreción del mundo. Vio su sonrisa ampliarse, y supo que estaba perdida.

—Bueno, querida... se me ocurre una manera de que me compense por tantas molestias. —contestó Mirckwood a su vez y la sujetó con firmeza de la barbilla.

No, no... por favor. ¡No lo hagas!. Gritó, completamente en silencio. Su mirada se enturbió por las lágrimas que no se atrevía a derramar y, gracias a eso, no tuvo que ver su sonrisa de satisfacción. Solo era capaz de imaginar, de sentir y... de esperar. El roce áspero de su mano, el olor a puro y alcohol y la desagradable sensación de ser un juguete en sus manos, conformaron un temor tan profundo como la espera a la que se veía sometida. Vio una sombra, una presión, y el roce de su barba contra sus labios. Las náuseas la sacudieron con fuerza y la obligaron a admitir lo que estaba pasando y que no quería reconocer: Mirckwood la había robado su primer beso.

***

El reloj de hierro forjado rozó el número doce con ambas manecillas y provocó un estallido en la campana que soportaba. Un centenar de cabezas se alzaron sudorosas y llenas de polvo, pero aliviadas. Poco a poco, conforme las agujas abandonaban la seguridad del doce, los trabajadores de la fábrica fueron dispersándose para aprovechar la hora de comer.

Hacía apenas unos minutos que había dejado de llover, así que las calles estaban aún brillantes, húmedas y en algunas ocasiones, resbaladizas. El suave olor a humedad reverberaba sobre todos los demás y llenaba a los ciudadanos de una extraña melancolía.

Geoffrey asió su bastón con más fuerza y cerró la puerta de la fábrica tras de sí. Después cerró los ojos, se apoyó pesadamente contra ésta y sonrió. Apenas llevaba dos días trabajando allí, pero los cambios se habían notado de inmediato. Como acostumbraba a hacer en todos sus negocios, impuso una severa disciplina y a la vez, un montón de alicientes que hacían que la producción aumentara progresivamente. Si seguían a ese ritmo, posiblemente en un par de meses triplicaran los beneficios.

—¿Nos acompaña a comer, capataz? —Ian, uno de los trabajadores más jóvenes, detuvo a los demás y le hizo un gesto para que se acercara

—¿Yo? —Geoffrey parpadeó, perplejo, pero se incorporó de inmediato. Era la primera vez, en años, que alguien le ofrecía su mano para algo que no fuera golpearle. Tragó saliva y asintió—. Sí, por supuesto.

Todo el grupo sonrió y cuando su jefe se acercó, le palmearon la espalda amistosamente. Gracias a él, a su fría lógica y a su manera de hacer, habían notado un cambio radical en sus vidas. Ahora, trabajaban mucho más duro, pero tenían más tiempo para ver a su familia. Además, el nuevo sistema de actuación en caso de accidentes, les parecía mucho más loable. Entonces, ¿por qué no ser amable con él? Si bien era cierto que ellos también eran conscientes de lo que se decía de él, no hacían gala de que lo supieran. Para ellos, aquel hombre significaba un cambio y si los de arriba no le querían, ya lo harían los demás por ellos.

Geoffrey sonrió brevemente cuando sintió la cálida acogida de sus compañeros, desde el más joven, Ian, a los más veteranos del lugar, hombres recios y de gesto adusto que, a pesar de no haber combatido en ninguna guerra, tenían el mismo gesto de solemnidad y la misma fuerza que los generales de los ejércitos.

Al principio, la conversación se estancó un poco en el tema de los negocios, pero gracias a esa percepción que Geoffrey había desarrollado con el paso de los años, pronto se encontraron hablando de temas que solo concernían a los amigos: familia, dinero, líos de faldas...

Tras alejarse de la fábrica y callejear durante unos minutos, el enorme grupo de trabajadores llegó a una pequeña plaza a orillas del Támesis. A su alrededor se reunían diversos comercios, entre los que destacaban un pequeño restaurante, una sombrerería y, al otro lado de la fuente que adornaba la plaza, una coqueta cafetería.

Era la primera vez que Geoffrey estaba allí, así que, mientras los demás decidían dónde y qué comer, se entretuvo en observar el lugar. En lo primero que se fijó fue en las pequeñas flores que crecían enroscadas junto a la fuente y después, en lo que tenía justo enfrente: unas escaleras de madera que subían, una barandilla llena de hiedra y pequeñas macetas, y tras ellos, a una pareja que se besaba.

Durante un momento, creyó que se había vuelto completamente loco. Parpadeó varias veces, incrédulo, antes de sentir cómo la ira más visceral llenaba cada poro de su piel, cada resquicio de su alma. No podía ser cierto, no podía estar pasando...

Geoffrey bufó sonoramente, dejó caer el bastón e, ignorando el dolor que sentía en la rodilla, cruzó la plaza a grandes zancadas. Lo único que era capaz de ver en aquellos momentos era a Emily, su dulce e inocente Emily, en brazos de uno de los mayores hijos de puta que el infierno había mandado a la tierra. La necesidad de apartarle de ella, de mirarle a los ojos y de terminar con él fue tan intensa que sintió que todo su cuerpo se preparaba para ello, se tensaba y en cada latido, gritaba su furia.

Recordando lo imposible (Saga Imposibles II) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora