Roku.

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-Bien, hay que seguir el plan. -dijo el verde, insistiendo en ello puesto que el último plan nadie además de él lo siguió. Este era importante que todos lo tuviesen presente.

-Recuerdame cual era... -pidió el morado, y todos resoplaron molestos por su intervención.

-¡Ichimatsu, ya van tres veces! -se quejó el rojo, quien tenía ganas de empezar con lo planeado en lugar de esperar.

-Aprovecharemos que mamá y papá van a estar fuera todo el día para ir a sitios donde podría ir Karamatsu cuando está a solas y averiguar que le pasa. No es un plan complicado. -explicó de nuevo Choromatsu, y el morado asintió con la cabeza dando a entender que ya lo había captado.

-¿De qué plan habláis? -cuestionó el azul, apareciendo por la puerta y confuso al oír aquella palabra tan extraña sin contexto. Se sentó junto a Osomatsu, quien se puso tenso al mirar a sus nerviosos hermanos.

-O-Oh, nada importante, Choromatsu tiene una cita. -dijo, inventándose la primera cosa que se le vino a la cabeza. El azulado miró a su hermano menor y este sonrió inseguro como los demás.

-¡Eso es genial, hermano! Esa chica es afortunada. -le felicitó al ver que al fin conseguiría pareja, sabía la ilusión que eso causaba en él.

-Gracias, Karamatsu nii-san... -agradeció, ampliando su falsa sonrisa y golpeando disimuladamente al rojizo hermano que soltó un leve quejido como respuesta.

-¿Y los demás? -preguntó, esta vez, dejándoles sin palabras. El morado analizó la habitación para crear su propia coartada hasta que la mirada llegó a su amarillo hermano menor.

-Yo voy a ir a practicar con Jyushimatsu. Necesita que alguien lo vigile, ya sabes como es. -respondió, creando a ambos una excusa perfectamente creíble.

-Yo debo ir a trabajar a la cafetería. -habló el rosado, quien soltó aquello de inmediato y teniendo también la coartada ideal para él. La mirada de Karamatsu se fijó en Osomatsu, del cual esperaba poder tener compañía. La alegría que irradiaba el chico hizo sentir terriblemente culpable al rojo antes de hablar.

-Yo he quedado con Totoko, quería hablar de algo conmigo. Está algo extraña últimamente. -dijo, rascándose la nuca, esperando a que se lo creyese. La sonrisa del segundo se borró, pero no tardó en recomponerse, esta vez, triste y apagada.

-Ya veo. Yo me quedaré en casa, pues. Pasarlo bien. -dijo, y los cinco asintieron con una sonrisa, sintiendo una especie de culpa vagando por sus seres.

El azul sonreía, despidiéndose de su familia mientras aquella sonrisa se borraba lentamente, por cada paso que avanzaban. Cerró la puerta tras él, dando un largo suspiro de cansancio. Con la mirada oscurecida y su cabeza baja se dirigió por el pasillo para llegar al baño. Allí, cerró la puerta y se miró fijamente al espejo.

Tenía ojeras, los ojos entrecerrados, indicando aburrimiento y cansancio y sus labios no formaban ninguna sonrisa de aquellas que siempre decoraban su rostro e irradiaban de seguridad. Su ceño tampoco estaba fruncido, pues no tenía ni fuerzas para hacerlo.

Apenas hacía otra cosa que actuar normal frente a sus hermanos y llorar entre suspiros cuando estaba completamente a solas. Era triste, mas aún le quedaban las pastillas.

Pero sentía que las pastillas de la felicidad no eran suficiente.

En un impulso y lleno de triste cólera hacia su persona, sacó uno de sus espejos del cajón. Lo miró con decisión, estando completamente seguro de lo que iba a hacer. Sin pensárselo dos veces, agarró aquel espejo y con furia lo estrelló contra el suelo, haciéndolo estallar en pequeños pedazos que volaban por la habitación. Algunos otros, resistían en el trozo de madera restante que quedaba. Se miró en él, ahora sí, viendo su verdadero reflejo.

El de alguien infeliz, insatisfecho y completamente roto.

Se agachó para recoger los trozos que habían quedado esparcidos en el suelo con la intención de tirarlos. Pero una idea pasó por su cabeza. Algo que jamás había pensado como otros lo habían hecho en situaciones parecidas. Cogió uno de ellos y lo miró con atención. No sabía exactamente como debía hacerlo, pero tampoco le importaba su cuerpo. No le importaba nada sobre él. Él sólo era el hijo sobrante.

Defectuoso, inútil, doloroso.

Respiró hondo y miró el trozo cristal de nuevo. Ahí estaba, vacilando por saber lo que iba a hacer. Y, de nuevo sin pensar, miró la víctima de su odio a él mismo. Se acercó el cristal a la muñeca y presionó con fuerza contra la piel. Cerró un ojo a causa del dolor pero siguió presionando más, hasta convertirse en una roja tortura como roja era su sangre. Un corte tras otro.

Se dejó caer al suelo con una sonrisa dolorida pero satisfecha. Su brazo estaba empapado, a pesar de que las heridas no habían llegado a matarlo. Dejó caer el cristal al suelo, ya que no tenía fuerzas para sujetarlo y mordió su labio inferior en un intento por retener las rebeldes lágrimas que amenazaban con salir de sus ya cristalizados ojos.

¿Cómo había llegado tan lejos?

[...]

Happy Pills. | Osomatsu-san. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora