VI

2 1 0
                                    


Si el mundo iba a hablar de la exposición en donde ella debía destacarse, aun estando semejantes artistas y los reyes en persona, necesitaría ayuda y un plan.

El Stutz Speedway estacionó frente a una vieja pensión del siglo XVII. Con premura, Angela Vipera llamó a la puerta y pidió hablar con Franchesca Roberi. La delgada y rubia mujercita, que era su amiga de la infancia, salió a recibirla. Sabía desde hacía décadas que no podía hacer esperar a la duquesa Pazzi, porque alguna vez ella había sido igual de pretenciosa con su tiempo y su arrogancia; sin embargo, las circunstancias adversas la empujaron por un risco demasiado pronunciado y ahora era una mera empleada de la Pazzi. Esta seguía tratándola como su amiga, pero Franchesca estaba convencida de que era más por su sumisión y la lástima que daba, que por el cariño que Angela podía tenerle.

Franchesca tenía mirada tierna, pero su alma escondía un pasado de rompecabezas que nadie había podido armar del todo. Un día, su vida perfecta se había visto envuelta de neblinas y no recordaba bien por qué. Solo fragmentos de recuerdos se volcaban caprichosos: una manta, una caperuza de lana, una muñeca de trapo. De allí una vida miserable junto a una tía despiadada que le robó su fortuna y quiso casarla con uno de sus hijos; la huida de aquella situación, su vida en las calles y su dormitorio en una antigua plaza. Agustino la había encontrado llorando cerca de la pensión de sus padres y, pidiéndoles a ellos clemencia, la hospedaron como ayudante de limpieza. El amor, la contención y los ricos platos de comida que preparaba cada día Claudia, la madre de Agustino, le devolvieron los colores de las mejillas a la normalidad y le repusieron la dignidad olvidada.

—Tenemos trabajo —informó la Vipera casi sin saludar. Si planeamos bien, este año puedes juntar una fortuna con el trabajo de una semana entera. ¿Me ayudarás? —Franchesca suspiró sin opción—. Te advierto que vamos a necesitar también a Juana —Franchesca volvió a suspirar, pero era tan sumisa que aceptó—. Te espero a las cinco en punto en casa de Juana para hacer el plan.

—Angela, espera.

—No vas a decirme que estás ocupada con eso de patinar —advirtió con un tono autoritario la duquesa.

—No, ya no, de eso quería hablarte. Mis sueños de ganarle a Helene Engelmann este año se han esfumado.

Angela enterneció la mirada y, llena de curiosidad, se acercó.

—Algo muy grave debe haber pasado, hasta la semana pasada te vi entrenando y preocupada con ganar el mundial.

—El médico le ha dicho a Agustino que su tobillo no resiste tanta presión. Le han prohibido patinar.

—Franchesca, cuánto lo siento —la voz de la duquesa sonaba comprensiva. Los ojos de la rubia se llenaron de lágrimas.

—No, está bien —su gesto era demudado.

—¿No puedes prepararte para el año que viene con otro patinador?

—Dentro de unas semanas nos vamos a Sudamérica.

El gesto de Angela fue de sorpresa, pero también de desasosiego.

—Esto no me lo esperaba —admitió.

—Italia me ha quitado demasiado, Angela.

—Lo entiendo, pero claudicar nunca ha sido una opción.

—Nunca ha sido «tu» opción. La mía es reinventarme, y muchas veces, para eso, debí pasar lo indeseable.

—Entiendo. Hazme este último trabajo y te prometo que voy a ayudarte, Franci —dijo mientras se iba y la estola que le rodeaba el cuello se movía involuntariamente en el viento—. Te lo prometo. Y se marchó.

Franchesca compró seis periódicos diferentes, tres de los cuales eran ediciones viejas y salió hacia la casa de Juana, donde su futuro esposo trabajaba como zapatero.

Juana Gervino Albarracín Antonucci era la última heredera de una familia influyente y, hasta el momento, pese a sus veintiséis, se mantenía soltera; y no porque sus padres no le hubieran pedido que se casase de manera insistente, sino porque la Primera Guerra le había despertado un sentimiento diferente al del amor por la familia. Juana quería una vida más excitante. Todo la aburría con facilidad y amaba comportarse de manera grosera para llamar la atención. A su novio, que era alemán, nada más lo usaba para pavonearse en reuniones sociales, pues el joven apuesto no solo era un don Juan que vestía el último grito de la moda y se peinaba de manera llamativa, sino que portaba más oro que cualquier dama. Sus gemelos podían tener incrustaciones de diamantes, su reloj seguro era la novedad del momento y los anillos que exhibía podían quebrarle el dedo a cualquier desprevenido, por su peso. Juana no lo amaba ni lo amaría jamás.

Ella odiaba a los hombres que querían hacerle sombra; por eso, ahora, a las cuatro y media de la tarde, mientras su zapatero personal le calzaba un nuevo modelo, le guiñó un ojo.

—Me enteré que no podrá competir en el mundial de patín —Juana Gervino sonaba sarcástica y malintencionada—, justo ahora que eran mixtos. ¡Qué lástima!

—Así es, madame; por eso, sigo solo como zapatero y aquí me tiene, calzándola a usted.

El silencio que siguió fue largo, pero Juana volvió a arremeter contra aquel simple Marro de sueños acabados, subiendo su pollera más de los límites permitidos por el decoro.

—¿Se da cuenta, Agustino, que su apellido es muchas cosas? —dijo Juana, mientras sonreía lasciva.

El zapatero se desentendió de cualquier apreciación que ella vertiera e intentó sonar profesional:

—¿Madame? —preguntó dando lugar a que terminara la frase, rogando que dijera algo normal.

—Marro, Roma, ¡amor...!

El joven bajó la vista ofuscado; era un simple trabajador que, advertido por su padre, se mostraba lo más humilde y servicial que fuera posible, sin traspasar ninguna regla. Pero por alguna extraña razón, aquella mujer se empecinaba en conquistarlo.

—Si usted quisiera, tengo modo de hacerlo muy rico a cambio de poca cosa.

Agustino solo la miró en silencio. Al marcharse, escuchó que Juana se lo recordaba una vez más.

—Piénselo. No me responda ahora.

Al salir de allí, encontró a Franchesca en el camino y la observó con abatimiento.

—Tu amiga... Lo ha hecho otra vez —le contó él pasándose la mano por los rubios cabellos para acomodarlos; sus pupilas oscuras demostraban que estaba en verdad preocupado.

Franchesca suspiró fastidiada.

—Un día de estos hablaré con ella sin pelos en la lengua —y como si se le viniese una idea a la cabeza, detuvo a Agustino de un brazo—. Tal vez, sepa lo nuestro, de otra manera no entiendo su empeño por conquistarte.

—No lo sé, creo que no sabe nada, y me importa muy poco lo que haga esa mujer. Es una caprichosa detestable —aquella afirmación pareció tranquilizar a Franchesca—, pero tú sigue tratándola como hasta ahora, bella mia, solo hasta que podamos juntar el dinero y marcharnos de aquí.

—Si todo sale bien, dentro de una semana, cuando acabe la exposición. Ahora me toca a mí soportarla. Me marcho con «tu buena amiga» Juana, que debe de estar esperándome —bromeó la frágil Franchesca. Agustino revoleó la vista. El joven se quedó observándola con esperanza.

—Una semana... y no es mi amiga, es tuya.

New Roman"w_?

Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now