XIX

6 1 0
                                    


Pero Ugo Ojetti no iba a dejar el hecho impune. En el Corriere della Sera no se lo permitirían; o, mejor dicho, le exigieron que siguiera el tema, sobre todo, después de pedir la suma enorme que debía pagar por costas.

El periódico se vendió como pan caliente. Y es que todo parecía bastante extraño: exposición malograda, cuadro desaparecido, policía que no se preocupa por la investigación alegando que, de ser un Boltraffio, el pintor era italiano. Experto en arte picado por una víbora disfrazada, un pavo real muerto encontrado en la basura, pero intacto, y una rara inscripción que descansa olvidada en un anaquel de la galería.

—Ni vendiendo miles de portadas como estas voy a poder librarme de la cárcel por no poder pagar ese cuadro —anunció el periodista a la Vipera—. ¡Es mi fin!

—Le pediremos al rey que interceda...

—¡Jamás! Yo no quiero crear ningún conflicto diplomático. Me haré cargo de todo, aunque me pudra en una cárcel francesa —los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Algo se nos va a ocurrir. Tenemos que encontrar ese cuadro, aunque sea nosotros mismos.

El entusiasmo de Angela no era compartido por el derrotado Ojetti.

Fue entonces cuando la inteligente duquesa dijo las palabras mágicas:

—¿Y ese investigador que te cruzaste en Génova? Podemos contratarlo.

—No tengo idea de dónde encontrarlo, pero dejo de llamarme Ojetti si no lo hago —dijo con la última esperanza en su voz. Alquiló un vehículo y salió rumbo a la campiña. Buscaría en cada hotel, en cada casa y en cada trattoria si era preciso. Debía encontrar a ese Luigi Novara y ponerlo a prueba.

Quiso la providencia que Ugo Ojetti pasara por Siena y reconociera al doctor Mastermann.

—Necesito hablar con su amo —urgió casi sin saludar.

El inglés odiaba la falta de respeto, pero más odió los dos besos que le zampó por mejilla, el periodista. El primer par por saludo normal, el segundo par, por las disculpas del caso.

Tras aclarar la confusión acerca de quién era el amo, Mastermann subió al vehículo y juntos se fueron hasta San Gimignano para avisar a Novara, recoger unas cosas y partir hacia Florencia, donde esperaba un trabajo para míster Master.

—¿Y para qué me quiere?

—Lea esto —le dijo poniéndole el diario contra el estómago, mientras manejaba.

«Realmente, un cóctel como para tener en cuenta», se dijo Mastermann leyendo los detalles.

El auto de Ojetti se estacionó frente a los Uffizi.

—¿Crítico de arte del Corriere della Sera me dijo que era?

—Así es.

—Gracias por aventarme. Le dejo seguir con su trabajo. Le aseguro que apenas tenga novedades, le daré la primicia. Eso sí, ahora hablaré con los encargados del evento. Le aseguro que no me gustaría estar en su piel ahora mismo. Perder un cuadro del Louvre es lo más estúpido que un hombre pueda llegar a hacer. Que tenga buenas tardes.

Ojetti, transpirando, comenzó a tartamudear:

—Le aseguro que por lo que he visto, voy a servirle de muchísima ayuda. Además, yo... era el organizador —reconoció con algo de vergüenza.

—¿¡Ah, sí!?, ¿y por qué pidió semejante obra con la responsabilidad que implicaba?

Mastermann, además de escrutador, parecía un maestro reprendiendo a un alumno que se equivocó.

—Quería escalar alto...

—Querer escalar, lo ha llevado directo hacia el inframundo. Usted está en el mismísimo infierno del Dante ahora mismo. Menos mal que me ha contratado. Soy caro, pero no será nada en comparación a lo que puede llegar a costarle el no ver nunca más el Boltraffio. No se preocupe, voy a encontrarlo.

—Eso espero.

—Necesito que cada persona que estaba en ese momento se presente aquí.

—Muy bien.


Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now