VIII

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Ojetti contactó a Valentino. Quería que la subasta fuera la mejor de la última década y creyó que el cuadro preferido de la reina, con el actor preferido de la reina, sería una buena jugada. Cuando el actor supo que un Boltraffio descansaba impávido cerca de su alcance, quiso comprarlo, pero el periodista resultó tan cerrado como esa mujer de cabellos color de zanahoria.

Franchesca Roberi llegó unos minutos más tarde de lo acordado. Angela y Juana estaban sentadas a la mesa y habían desplegado una extraña hoja que parecía un plano de la galería.

—Llegas justo —espetó con sorna, fiel a su estilo, la hermosa y malvada Juana, mientras Franchesca se sentaba y una criada se apresuraba para servirle el té.

—¿Y bien? —preguntó Angela, que parecía demasiado concentrada en el tema que estaban tratando con aquel mapa y no prestó atención a otra de las tantas expresiones excéntricas de la ricachona.

Franchesca estaba por tomar el té, cuando observó que Juana sonreía de manera perversa. Esperaba que Angela no hubiese revelado sus secretos y copiando la misma actitud concentrada de esta, Franchesca esgrimió:

—He traído esta información —a medida que enumeraba, iba mostrando más y más hojas escritas con letra pequeña y prolija—, como valuaciones de los cuadros que pueden subastarse, posibles interesados, detalles para reconocer si son originales—, y dirigiéndose a Angela, preguntó—: ¿Saben exactamente quiénes asistirán a la subasta?

—Ese es nuestro primer inconveniente. Yo he intervenido en las invitaciones, las hemos personalizado al máximo, pero entiendo que Ojetti ha recibido órdenes de las autoridades nacionales para que sea abierta al pueblo... quieren hacerla pública, ahora que está ese arquitecto vanguardista, que construye con fines sociales.

—Me parece injusto —acotó Juana, que se llevó la taza de té de fina porcelana floreada a la boca y dejó al descubierto una mirada sobradora—, imaginar a gente como mi sirvienta en una exposición donde deba estar yo me da sarpullido. Franchesca la miró, y sus pensamientos la hicieron enrojecer. «No soportas en una exposición a gente más pobre, pero a solas te pavoneas con mi novio»; y aún más roja por la rabia, siguió pensando: «Solo me consuela saber que dentro de poco ya no tendré que tolerarte». La sumisa y muy delgada Franchesca era una joven casi frágil que contrastaba con las otras dos, que peleaban por ser poderosas y no pasar inadvertidas. Ella, en cambio, si hubiese podido volverse invisible, lo habría hecho sin pensarlo. En su opinión, la Gervino Albarracín Antonucci era una mujer demasiado caprichosa. Llena de dinero y con padres que la complacían en todo, pronto la vida le resultó demasiado desabrida y nada le venía en gracia. Ahora, la naranja que la mucama le había traído, resultaba ser el objeto perfecto de sus juegos de señorita mala. Con una gran habilidad cortó con cuchillo y tenedor la cáscara y, como odiaba a su criada Genoveva, tiró la cáscara al piso esperando que la jovencita la levantara.

Angela Vipera no toleró aquella actitud. No porque maltratara a un ser humano, sino porque detestaba que tiraran algo al piso. La meticulosa exigía precisión, y casi estuvo a punto de despedirla de su plan, si no fuera que notó que algo más había entre ellas cuando Genoveva respondió con la mirada cargada de un odio casi vengativo. De no haber sido criada de su amiga, la Vipera hubiera sumado con gusto a la mucama para el trabajo que pensaba hacer. Se la notaba interesada, eficiente y ambiciosa, pero no quería conflicto de intereses.

—¿Vas a adquirir algún cuadro mañana? —preguntó a desgano Juana mirándose las uñas perfectamente cortadas.

—Estoy interesada en comprar la obra del arquitecto —le enrostró la Vipera —ese proyecto que ha creado será, en el futuro, el capricho de cuanto rico quiera resultar moderno.

Franchesca silbó por lo bajo y miró a ambas, como si estuviera esperando ver quién daba el próximo golpe. Ante el silencio, acotó:

—Se espera que un lord lo compre.

Lo aseguró como si la información la hubiera leído esa mañana en el periódico.

—Ya veremos —dijo la Vipera algo dolida por aquel dato—, no me gusta ganar todo tan fácil, si se presenta un buen oponente, con gusto lo retaré para que sea interesante.

—Yo podría ser una buena oponente —deslizó Juana. Angela la fulminó con la mirada. Odiaba cuando hacía esas bromas que podían volverse reales, aunque una buena puja por el proyecto «Villa Savoye y caseta del jardinero» sería una noticia que Ojetti agradecería en demasía.

La criada Genoveva la observó con saña. A la mucama jamás se le perdía pisada. Conocía con detalle cada cosa que su ama hacía y la odiaba por eso. Envidiaba esa vida de derroche, de posesión indiscriminada, de amor por lo material. Lo que no sabía en realidad era que su ama también conocía con detalle todo sobre ella.

—He leído esta mañana —dijo Franchesca mientras untaba mermelada en el pan con un cuchillo de plata— que ha venido desde la Argentina un importante investigador.

Angela la observó con interés.

Juana las interrumpió:

—¡Ay, muñeca!, la vida es algo más que leer periódicos aburridos, y si no me dices que se parece a un Adonis, no quiero escucharlo.

—Debería escucharte tu novio alemán... —deslizó Franchesca— si yo tuviera alguien que me visita con intenciones de compromiso jamás hablaría así.

—¿Compromiso? –rio sarcástica— Ni me lo menciones, que al parecer nadie respeta esa palabra, por estos días.

—Sí, así lo creo también, nadie respeta esa palabra –La rubia Franchesca había hecho tanto hincapié en nadie que Angela Vipera –desconociendo lo que pasaba entre ellas— debió volverlas a la conversación inicial.

—Algo dijo Ojetti, y no le di importancia. Ahora sí quiero saber —exigió con autoridad Angela.

—Un tal Luigi Novara, de aquí, pero que al parecer ha hecho fortuna en Buenos Aires.

Angela respiró calculadora.

Buenos Aires, Buenos Aires; a veces, siento la necesidad de cruzar el océano y encontrarme en esa tierra donde todos hacen oro del barro. Me resulta tan hipnotizante como increíble.

Juana blanqueó los ojos.

—No necesito barro, tengo tanto oro aquí que si fuera a la Argentina sería para conocer alguno de esos indios que dicen que viven allí, aunque tampoco lo necesito, si miro a mi mucama Genoveva, puedo verlos sin viajar.

Franchesca, que era más ubicada y sabía lo que era la vergüenza, miró aturdida a Juana y a la criada para ver cómo reaccionaba. No entendía cómo esa mujer, que un día fue su amiga, pudiera ser tan mala. Ahora más que nunca quería irse lejos para no volver a verla jamás. La conocía de toda la vida. Habían concurrido a las mismas clases de piano, y sus padres las habían hecho vacacionar juntas alguna vez. Pero algo había ocurrido que ella desconocía, porque un día se volvió una mala persona.

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Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now