XVI

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A las nueve de la mañana, Angela, Franchesca y Stefano se encontraban en la puerta de la galería para ultimar detalles. Los artistas estarían supervisando que todo estuviera correcto, y Ojetti tomaría las fotos de rigor para publicitar el evento. Juana, como siempre, llegaría cerca de las once solo para la foto. Faltaban menos de treinta horas para que el rey estuviera allí dando el discurso inaugural y la tensión se respiraba ya en el aire. Debían acabar con todos los preparativos cuanto antes. Hoy todo debía quedar listo.

Stefano prendió luces a gas y se dirigió hasta la cocina mientras las mujeres colgaban sus carteras y sombreros. Franchesca Roberi estaba demasiado nerviosa. Su perfil bajo, la carga de responsabilidades sobre la logística y soñar con un futuro distinto, fuera de Italia, tras ese evento que le devengaría cuantiosas ganancias la tenían demasiado ofuscada. Ella sería la encargada de subastar las piezas y el porcentaje, pese a no ser tan alto, se volvía una cifra considerable si Angela y Juana pujaban; pero tenían que ser cuidadosas, pujar de más, no les convendría. Habían practicado señas imperceptibles durante horas y con un poco de investigación, sabían qué y cuanto estaban dispuestos a pagar los oferentes: Solo la sutileza de un treinta por ciento por encima del valor y nada más.

Grande fue su sorpresa cuando Stefano Brunni volvió desesperado a su encuentro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Angela bastante turbada. Y no era para menos, el hombre presentaba un rostro demudado mientras trataba de emitir un grito casi femenino que atascado en la prominente la nuez de Adán.

Estoy... —los ojos se le abrieron como platos, y Angela de manera autoritaria le espetó agarrándolo por el brazo:

—¿Qué pasa?

Ayer nos fuimos a las cuatro de la tarde, y Ojetti se quedó un rato más. Lo recuerdo bien porque el sereno del ponte vecchio me saludó, y no era el mismo que encuentro cada día cuando me marcho a las seis.

Andare al dunque —exigió Angela.

—Recién cuando he llegado... véanlo ustedes mismas —y extendió los brazos, como si presentara una obra teatral. Un pavo real estaba muerto sobre la mesa donde descansarían los cuadros que se iban a subastar.

—Esto es asq... —comentó Franchesca entre arcadas.

Angela hizo un paso adelante y la miró despectiva.

—No vomites. Solo es un pobre pavo real que alguien se ha querido guisar, está claro que nos envidian porque somos ricos, y esta ha sido una exposición para la plebe, muy publicitada —interrumpió Angela Vipera con determinación—. Cuando dije que los cambios políticos enrarecían lo cultural, no me equivocaba.

La frágil Franchesca tenía la vista fija llena de pavor.

Con más fuerza que maña, Angela tomó al pavo de las patas y lo depositó en el patio trasero.

—¿Ven que fácil? —y siguió como si nada hubiera ocurrido.

—¿Habrá sido Ojetti? —preguntó la rubia intrigada.

—Sigue tibio. Es imposible que Ojetti lo pusiera ayer.

Brunni tragó saliva.

—Lo quemarás con la basura de la tarde y nadie dirá nada —mandó, y Stefano Brunni asintió como un autómata.

—Cuando Ojetti lo sepa, se va a querer morir —declaró Brunni con gravedad en la voz.

—¡Ay esta es la segunda cosa extraña! —se animó a decir Franchesca mostrando su miedo por lo que estaba pasando exacerbando los ánimos caldeados.

—Nada nos detendrá –exclamó determinante la duquesa –cada uno vuelve a sus tareas.

A las nueve y treinta Stefano Brunni sintió que estaba demasiado nervioso, pero fue en busca del Boltraffio.

La voz de Ojetti se escuchaba en la puerta:

—Pasen, pasen y vean si les gusta cómo ha dispuesto todo la duquesa Pazzi.

Miss Cecilia miraba con curiosidad. Que se hubieran marchado de ese modo la tarde anterior, le había quitado el sueño durante toda la noche. El arquitecto milanés estaba tranquilo, ignorando los hechos acaecidos y estudiaba que su Ágora destacara. «La primera impresión es la que cuenta», pensó.

Ojetti se movía hacia el salón de la subasta cuando a sus espaldas la artista indagó intrigada:

—¿No supo nada del ruido?

Niente —respondió seco el periodista, dando por concluida la conversación. No quería que nada empañara su jornada de gala por la que había invertido mucho tiempo y dinero. Su prestigio estaba en juego, y que se supiera que él tenía temores infantiles no era algo que quisiera publicitar. De pequeño, una vez, soñó que un personaje mítico salía de un cuadro y lo perseguía. De grande, luchando con aquel temor se especializó en arte y olvidó la cuestión, hasta la tarde anterior.

Los recién llegados vieron cómo Stefano Bruni, aparecía frente a sus ojos, en plena fajina. Venía orgulloso con una caja en las manos, a la que transportaba con notable cuidado.

—La frutilla del postre —anunció—: La Belle Ferronière.

—La reina ama ese cuadro y pretendo sorprenderla mostrándolo aquí —declaró el periodista, expectante—. Le daré la palabra en medio de la exposición. Ella sostiene que los dichos que cubrieron al óleo durante tantos siglos son ciertos, y espero que Brunni lo confirme.

Stefano lo miró esperanzado.

—Lo estuve observando; por la pincelada, estaré de acuerdo con la reina.

«Al fin», pensaba Ojetti, que lo pondría en primera plana si se confirmaba que ese era un Leonardo original.

—Es un cuadro pequeño —dijo Brunni—, eso nos da la primera pauta.

Angela miraba, y Franchesca se comía las uñas, nerviosa.

Brunni iba a sacar el cuadro con unos guantes especiales cuando, en vez de la exquisita pintura, emergió del interior una víbora enroscada, cuya cabeza estaba cubierta por un disfraz que simulaba ser una hermosa mujer.

Stefano intentó esquivar el ataque, y todos en la sala saltaron de impresión, pero había sido inevitable. El especialista de arte había sido alcanzado por ese horrible ser.

De inmediato, el arquitecto Le Corbusier tomó el sombrero de la cabeza del periodista e intentó asestar donde reptaba el ofidio con ese ridículo disfraz que parecía enloquecerlo aún más.

Miss Cecilia gritó espantada: «¡La Melusina!», y corrió en busca de algo grande como para aplastarla con sombrero y todo.

El arquitecto corrió hasta Brunni, agarró un cincel pequeño, hizo una incisión en el antebrazo y comenzó a succionar en la herida.

Brunni se desmayó. Angela intentó gritar y salió en busca de un doctor. Ojetti, en un rapto de hábito incorporado por su profesión, tomaba fotos sin pensar en las consecuencias de todo lo que estaba ocurriendo. Franchesca se quedó petrificada. Con mucho esfuerzo, dos guardias de la plaza, ayudados por el arquitecto, subieron a Brunni a un vehículo y lo llevaron hasta el hospital más cercano. La policía se hizo presente y les pidió a todos que se quedaran dentro de la sala donde todo había ocurrido.

En el hospital, médico determinó que prepararan una solución de permanganato de potasio al uno por ciento y le inyectaran tres centímetros; además, que hirvieran alhelí blanco con vino, y lo colocaran sobre la herida de Brunni, que aún sangraba. Practicó un torniquete y se encomendó a Dios.





Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now