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Cuando míster Master volvió a ver a Luigi, comía helado. Sonriendo, con ganas de estrecharle la mano, le dijo:

—Pensé que el mejor helado estaba en San Gimignano.

—No me hable.

—¿Qué pasó?

—Ni un solo helado he podido probar allí. La amargura me lo ha impedido. Eugenia, mi dulce Eugenia está en Buenos Aires.

—¿Y qué hará?

—¿Podemos volver a Buenos Aires?

—No.

—¿Podemos volver a Buenos Aires con la plata que me correspondió por el caso de la vieja cara de bruja de Buenos Aires? Puedo pedirle a Eugenia que sea mi esposa...

—Poco dinero le queda ya...

Luigi pateó, desilusionado, una piedra.

—¿Y va a contarme al fin cómo se escapó de San Gimignano, Novara?

—¿Cómo sabe que me escapé?

—Simple deducción. Después de ver su alfarería...

—¿Usted cree que no era buena?

—Lo que yo crea o deje de creer no le importa al resto, lo que interesa aquí era lo que creía el dueño del local.

—Ni mencione a ese loco.

—¡Claro! Debe de haber sido un loco porque comenzó a echar imprecaciones contra usted, ¿verdad?

—¡Ah!, pero ya le contaron.

Mastermann disfrutaba de lo fácil que era sacarle información a su ayudante.

—No, nadie lo ha hecho, pero ¿recuerda que soy detective? ¿Y quién lo aventó hasta aquí?

—¡Ay!, un joven tan bueno..., que me encontré de casualidad.

—Significa que usted no podrá volver a ese encantador pueblito amurallado mientras don Giuseppe viva.

—Lo ha dicho usted con todas las letras.

Mastermann suspiró agarrándose la cabeza. Él, que ya había comenzado a pensar que lo había perdido por el camino.

—Pero admita que estuve muy rápido en robar el automóvil.

—Sobre todo, porque tuvo que intervenir el rey, sino estaría tras las rejas toda una década.

—A usted nunca le gusta nada. Y al final, no me ha dicho, ¿quién era la culpable?

Mire, estoy convencido de que existe una asociación entre esa Angela Vipera, Franchesca Roberi, Juana Gervino y Stefano Brunni. Todos fueron cómplices, y por metida, la criada Genoveva, terminó tras las rejas.

—¿Y usted no hará nada?, sabiendo que es inocente...

—Ni pensaba mover un dedo, por su culpa, tuve que inyectarme y curarme una semana completa la sífilis.

Los ojos de Luigi se abrieron grandes. Muy grandes. Extremadamente grandes y parecía no respirar.

—No me diga...

—He hablado de más, olvide lo que acabo de decirle. Digamos que me he tenido que sacrificar para dilucidar el caso.

—¡Cuánto sacrificio!, ¿no?

—Ni se imagina.

—Yo voy a olvidarlo porque no vamos a mancillar la reputación de una dama, pero usted es un ídolo, el mismo Zeus en persona.

Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now