XXII

2 1 0
                                    


El sol era refulgente aquel día. Tanto que casi hacía mal a los ojos. Cambiado como para la iglesia, así estaba Luigi. Vestía un lindo trajecito, que mostraba que la vida le había cambiado de repente. En la pensión donde dormía, no había espejos; por eso ahora, que pasaba frente a uno, se volvió para mirarse. Ajustó la solapa, se silbó a sí mismo y, muy satisfecho, salió para la iglesia. «Con esta facha puedo conquistar hasta la señorita Bernarda», pensó risueño. Era señorita, pero tenía noventa y ocho años recién cumplidos y tocaba el órgano de la iglesia desde hacía setenta y cinco. El único día que faltó fue porque le dolían los nudillos, hacía ya como quince años.

—Un día no nos vamos a dar cuenta, y será su esqueleto el que siga sentado ahí —escuchó que decía una mujer a su lado en tono casi de queja. Levantó la vista para asentir y se quedó petrificado.

—¿Le pasa algo?

—Usted...

—Señor, ¿le pasa algo?

La mismísima Eugenia lo estaba mirando, y él, ¡estaba peinado! «Gracias, Dios, gracias».

—Dígame que es Eugenia Salvucci y que sigue soltera —la mujer pensó que era un caradura, pero largó una carcajada—. Sí, no caben dudas, conozco esa sonrisa. ¿Quiere casarse conmigo?

—¿Y usted quién es? —respondió sorprendida.

—Luigi Novara, para servirla, como desde que tengo nueve años.

—¡Usted es el genovés!

—¡Así es!

Y los dos rieron por el versito.

—¿Quiere casarse conmigo? —repitió ansioso.

Ella lo agarró por el hombro y lo sacudió.

—Novara... ¡Novara! Son las tres de la tarde.

— ¿Y qué pasa, Eugenia?

—Que Eugenia ni que Eugenia, levántate y ve a trabajar que don Giuseppe está enojado porque no apareciste.


Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now