XXIII

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Mastermann ni se inmutó con el escándalo. Terminó de inspeccionar los cuadros, anotó su conclusión y se marchó a la comisaría como una hora más tarde.

—Verá oficial, estoy seguro de que estos personajes esconden que el Boltraffio es en realidad un autentico Leonardo—El oficial abrió grande los ojos, —como crítico experto en arte –mintió el doctor— me veo en la obligación de saber qué buscaba el ladrón cuando montó esa escena de una víbora disfrazada, el pavo real... hay demasiados mensajes que deben ser resueltos y sin la cooperación de los presos, es imposible.

—Está bien –refunfuñó el alto y flaco oficial que lucía cara de cansado –pase.

Dentro del recinto se encontró a Brunni esposado de una mano, porque la otra estaba vendada.

—¡Brunni! Ni la picadura lo ha salvado –saludó el inspector sorprendido. El artista rio dándole la razón y el eco de su risa grave retumbó en las paredes desteñidas y de desprolijas terminaciones—.Las circunstancias nos obligan a seguir aquí con los interrogatorios—anunció Mastermann, y todos lo miraron de mal modo—. Cuanto más colaboren, menos tiempo estarán encerrados... —su tono parecía el de un maestro de primer grado.

—Díganme por qué alguien quería llevarse ese cuadro.

—Porque hay ladrones sueltos —especuló Juana con un tono seco de obviedad que amilanó al resto.

El comisario escuchaba, y un sumariante anotaba.

Mastermann sonrió. Esto más que crimen olía a complot o a juego.

—Claro, eso está claro. Los ladrones han existido siempre, uno roba para comer... otros, porque persiguen un fin...ese Boltraffio ¿no habrá escondido una historia detrás? —preguntó adrede el inspector mientras observaba las reacciones. El arquitecto y la artista mostraron desconcierto. Angela desvió la mirada, y Brunni agachó la cabeza.

—Realmente no lo sé. Giovanni Boltraffio era un profundo admirador de Da Vinci —comunicó miss Cecilia.

—No lo culpo, todos lo somos —aclaró el médico.

El arquitecto estaba sentado en la celda, y parecía tener diez años más. Juana lo miraba curiosa, no prestaba atención a nada de lo que se hablaba. Como guiada por el segundero de un reloj, se iba acercando a él a tramos diminutos. Cuando menos lo notara, estaría muy cerca.

Mastermann la observó inquisitivo. ¿Por qué esa mujer se mostraba tan desenfrenada?

El oficial de policía preguntó de mal talante:

—Ojetti, ¿por qué trajo ese cuadro y no otro?

—Porque es el preferido de la reina.

—¿La reina ama a un simple cuadro pintado por un alumno de Leonardo?, pensé que tal vez podía ser más rigurosa en sus gustos... —deslizó el doctor Mastermann.

Angela Vipera tragó saliva y Juana sonrió maliciosa. Casi recuperando el tono la Vipera aprovechó para dar el zarpazo:

-Es lo que le he dicho siempre, la reina tiene cierta predilección por los que están debajo...

Mastermann, dirigiéndose a Brunni, dijo:

—Ahora, refiérame algo sobre la mujer que aparece pintada en el cuadro.

—No sé demasiado —admitió Brunni.

—Vamos, profesor, deje la falsa humildad para otro día, que puede quedarse a vivir aquí —Brunni suspiró y susurrando como si la mujer retratada en el 1490 lo fuera a escuchar, contó:

—Se dice que esta hermosa señora era una de las tantas amantes de rey Francisco I de Francia.

—Francia, ¿eh? Entonces, este cuadro debió pintarse en ese país. ¿Giovanni Boltraffio alguna vez estuvo en Francia?

—No.

Mastermann sonrió.

—Usted acaba de revelármelo todo, simplemente mencionando a Francisco I.

Brunni torció las cejas, y Angela se puso en alerta.

—Yo soy un fiel admirador de Da Vinci. Puedo decirle de sus muchos inventos, pero también conozco qué hizo en vida y sé que Francisco I le regaló un castillo conectado por un pasadizo secreto con el del propio rey.

—No entiendo a dónde quiere llegar —se sinceró Bruni.

—Sí, si entiende. Usted sabía que era un Leonardo —Brunni lo miró casi abatido—, pero prosigamos. ¿Me podrá referir la vida de la dama en cuestión? Eso podría revelarnos por qué alguien se ensañó contra usted y pretendió matarlo... —pidió Mastermann, y Brunni comenzó a narrar, casi obligado.

—No veo la correspondencia, pero sí quiero encontrar al culpable de esto. La belle ferroniere era casada —Mastermann sonrió de nuevo— con un herrero. Por eso el nombre del cuadro.

—Pero, Brunni, acaba de decirme que era amante de Francisco, ¿cómo lo toleraba su marido?

—No lo debe de haber tolerado —acotó miss Cecilia espantada con el dato.

—¡Touche! ¿qué pasó entonces?

—Desde la antigua Grecia le habrían cortado la cabeza a ambos —intervino Angela.

—Imagine matar al rey de Francia —sostuvo, casi disfrutando, Mastermann.

—¡Ni hablar! —lo interrumpió el periodista— sería un escándalo...

—¿Y si no fuera de manera directa...?

—¿Usted está insinuando que el herrero ideó un plan para matarlo indirectamente? —preguntó incrédulo el periodista.

Mastermann escuchaba con complacencia, pero no decía nada.

—¿Lo envenenó? –preguntó la artista.

—Eso suena muy italiano, los franceses usan otros métodos ¿Qué tal si contrajo sífilis? —preguntó entonces.

—¡¿Usted ya sabía la historia?! —aseveró molesta la Vipera.

—No, la deduje. Esa cinta que porta en la frente la señora retratada se usaba para disimular las manchas que dejaba el mal gálico. En el 1500 la sífilis, dicen, fue traída por Colón a Europa y no se conocían curas.

—Así es. Ella murió de inmediato, y el rey la pasó muy mal —dijo al fin Brunni.

—El herrero murió también, imagino —acotó el detective.

—No lo sabemos.

—Ojetti, ¿qué relación hay entre este cuadro y los artistas escogidos, aquí presentes?

Ojetti dudó. Miró a la izquierda, a la derecha, detuvo un instante sus pupilas sobre Angela Vípera, y al fin declaró:

—Porque los artistas escogidos, tanto Audagna, como Le Corbusier y el Boltraffio, son los favoritos de los reyes. Todos sabemos que están pasando por un momento particular y quise congraciarme con ellos, otorgándoles alegría mediante aquello que admiran. Contrario a lo que piensa la señorita Angela, tanto Audagna como Le Corbusier y ahora... Da Vinci, según su deducción, son lo mejor que tenemos.

—Deme un momento con el comisario a solas —pidió el detective.

Todos lo vieron marcharse, pero nadie lo vio regresar. Una hora después a Brunni lo liberaron pidiéndole disculpas; a Ojetti porque hizo un escándalo sobre la libertad de prensa, a la duquesa Pazzi y a la joven Juana Gervino porque pagaron la fianza. Los artistas de renombre se quedaron adentro, visiblemente amargados. Ojetti les prometió que los sacaría de inmediato.

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Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now