XV

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Con cierta intriga por saber cómo se desempeñaba su servidor, al otro día, el doctor fue hasta la dirección que le escribió Luigi en un pequeñísimo papel. Al llegar, llamó a la puerta; reconoció que alguien le decía desde adentro que pasase y se encontró con varios señores sentados haciendo cerámica. Buscó a Novara. Todos vestían igual, aunque no se necesitaba ser un genio para descubrirlo. Había entre los veinte trabajadores uno que tenía cada rulo enlodado, dos dedos marcados con barro en la frente, el mameluco parecía usado desde la época de los etruscos, porque cargaba una mugre difícil de quitar.

—Novara, ¿es usted? —preguntó el doctor con un dejo de inquietud y algo de asco en la mirada.

—A sus órdenes.

—Al menos sus ojos y dientes siguen blancos. ¿Y qué opina de su nuevo trabajo? —dijo inspeccionándolo de arriba abajo el doctor—, veo que le gusta.

El hombre estaba tan sucio que se lo podía confundir con un yeti de barro.

—Mire, estoy encantado. Primero, porque la alfarería es relajante, me provoca cosquillas en las manos. Segundo, porque he logrado viarias piezas.

Míster Master lo interrumpió con medido entusiasmo:

—¡No me diga!

—Sí, mire. Allí están. Son las que reposan secándose sobre el tablón de los caballetes blancos.

No hacía falta esa aclaración. El médico las observó y sus cejas se fueron moviendo de manera extraña, conforme a los pensamientos que se le venían a la mente. Apretó los labios; sin mentir, asestó:

—No dude usted que parecen piezas etruscas.

Míster Master conocía bien su falta de calidad. Los etruscos eran malos en cerámica y bien podrían haberse parecido a las ánforas torcidas creación by Luigi Novara. El doctor pensó que de seguir allí les cobrarían una fortuna por la cerámica rota y por el desastre de su ayudante, pero prefirió dejarlo un tiempo más encerrado.

Sin su ayudante, míster Master decidió conocer la tierra que le dio apellido a su ídolo Leonardo. Ahora podría aprender sin distracciones.

Las cortas distancias y lo transitable de los caminos le daban la posibilidad de moverse tranquilamente por la Toscana; esa mañana, como siempre, se levantó muy temprano. Había llegado a Vinci buscando a Leonardo, y aquí le anunciaron que el alma del grande estaba en Florencia.

—Podrá buscarlo en Roma, en Siena y en Vinci, pero Leonardo es florentino hasta la médula —le sopló un viejecito con bastón.

En sus ojos se notaba la desilusión, como pintada en las pupilas; ya se disponía a dar media vuelta cuando el hombre del bastón le chistó.

—Sería un pecado irse de esta tierra sin probar un vinito.

La felicidad dibujada en el rostro del anciano, el paisaje tranquilo que se vislumbraba desde el patio del desconocido y la necesidad de una pausa hicieron caminar al doctor tras el viejecito, que llenó una copa pequeña.

Sin más remedio, Richard Mastermann se sentó.

—Disculpe mi atrevimiento —empezó— pero noto que tiene la patología de sinovitis periférica bastante avanzada.

—¿Usted es dotor? —preguntó el viejito sin entender una palabra.

—Sí, y le recomiendo que use eucaliptus para su artrosis.

Más que preocupado, el señor pareció sonreír pícaro y, susurrando, como si fuera un secreto, reveló:

Tante grazie per la sua preocupazione, pero yo preparo un vinagrillo de sidra que quita todos los males. Un vasito en ayunas y ando como nuevo. Receta de mi nono —aclaró.

El médico examinó asombrado la deformidad de una de las piernas y de los dedos de la mano y prefirió tomar el vino que le había convidado el desconocido. Si no había dolor, no tenía mucho sentido querer cambiar las cosas

—Vernaccia —escuchó que le decía el hombre llenando otra copa para él, la cual tomó de un sorbo.

Decir Vernaccia era recordar al Dante. Hacía años, mientras leía la parte del purgatorio en su habitación, se había prometido probar este vino, con el que hacían penar a un goloso. Cuando lo saboreó, no le pareció gran cosa. Un vino no debía ser tan frutado, aunque concluyó que era óptimo para el goloso del purgatorio. Agradeció, saludó al viejecito y se marchó hasta Siena.

La ciudad lo maravilló. Siena era bella por donde se la mirase. Mastermann caminó por la catedral admirando las cantidades de mármol empleado, extasiándose con los tallados únicos del piso y pasando largas horas en contemplación de las obras de Donatello, Miguel Ángel y Bernini.

Había recorrido la zona banquera, tomó un Brunello, comió una bruschetta, y se estaba aburriendo de nuevo sin tener a nadie a quien comentar sobre la rivalidad entre Siena y Florencia desde tiempos inmemoriales. Ahora, en algunas ocasiones, pensaba que salir sin su ayudante era un bodrio.

El atardecer caía y prefirió dar un paseo más antes de marcharse. A cada paso que daba, veía ambición y envidia, envidia y ambición. «Vaya, en el país donde gobierna Dios, el diablo ha hecho de las suyas, pero qué bueno que se le ocurriera morar por aquí, estas bellezas solo son posibles gracias a esos pecados capitales, la soberbia y la envidia. Y ni Roma ni el Vaticano han quedado exentos de ellos...», pensó sonriendo el doctor. «Mañana emprenderé camino hacia la popular Firenze».

Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now