XXV

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Tras pagar la fianza frente a sus narices, la Gervino interceptó a Mastermann en la puerta de la prisión.

—Lástima que no vaya a poder resolver el caso, inspector —asestó.

—¿Por qué lo dice, madame?

Porque usted no va a poder entrevistarlos a todos.

Mastermann se dio media vuelta y esperó las siguientes palabras, inquisitivo.

Juana se tomó la pollera llena de volados y bajó los escalones con gracia.

—Ocurre que la asesora de la duquesa Pazzi se ha marchado, tengo entendido que al Brasil —Mastermann seguía en silencio—. Franchesca Roberi estaba en los preparativos de la subasta. ¿No le parece demasiado sospechoso?

—Dice que es la asesora de la duquesa Pazzi.

—Así es, y también puedo decirle que esa mujer estaba interesada en ese cuadro, ¿cómo era que se llamaba?

—La bèlle ferroniere.

—Un ridículo nombre, ¿no cree?

Mastermann observaba sus gestos. Esa mujer estaba disfrutando de contarle todo aquello.

—Usted insinúa que la única culpable es la señorita Roberi.

—No es la única...

—¿Me está diciendo que Angela Vipera se ha robado el cuadro, con la ayuda de Franchesca Roberi?

—¡Oh! Yo no puedo decirle nada, es solo que la tarde anterior estuvieron en casa y hablaron de la subasta. Fue ella la que encontró esa inscripción y justo después desaparece su ayudante. Ella también iba a marcharse, pero al parecer, cuidar a Brunni la detuvo. ¿No es eso culpa?

—No lo sé, dígame usted.

La cercanía a la que llegó le hizo notar al detective un exceso de polvo para el rostro.

Esa mujer le espelucaba la piel.

La Pazzi había sido la primera en pagar y marcharse.

Con mucha preocupación, el detective se volvió a buscar a la duquesa. Al llegar a su casa, llamó a la puerta y una servidora lo hizo pasar.

—Detective, buenas noches —dijo apareciéndose despampanante—, ¿a qué debo el honor?

—A que me han informado que Franchesca Roberi se encuentra hace días en alta mar.

—Así es.

—Y esa mujer era su ayudante.

—Y amiga, sí —Mastermann hizo silencio—. ¿Entonces?

—Entonces debería habérmelo dicho usted cuando le confié que todos iban a ser indagados.

—¡Perdone mi torpeza!

—Esto cambia la aguja de la brújula y la dirige directamente hacia usted.

Angela volvió a poner mala cara. ¿Desea un trago?

—Sí, por favor, scotch.

Angela sirvió. Estaban encerrados en una biblioteca, donde los anaqueles guardaban numerosos tomos de arte y filosofía.

—Y dígame, si soy una ladrona de arte, como usted sugiere, ¿por qué me tomaría el trabajo de matar un pavo, poner un poema vetusto y casi matar a mi amigo, cuando podría haberme ayudado él mismo a robarlo?

—Siempre hace falta tener una coartada, o en su defecto, una buena historia que contar.

—No me parece.

Una víbora enroscadaWhere stories live. Discover now