CAPÍTULO XIII

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Tom se  decidió entonces. Estaba desesperado  y  sombrío. Era un chico, se decía, abandonado  de todos y a quien  nadie quería:  cuando  supieran  al extremo a que  le habían llevado, tal vez lo deplorarían. Había  tratado de  ser bueno y obrar derechamente, pero  no le  dejaban. Puesto que  lo  único  que  querían  era  deshacerse de él,  que  fuera  así.  Sí, le  habían forzado  al  fin: llevaría una  vida de  crímenes. No  le quedaba  otro  camino.

Para  entonces ya  se había  alejado  del  pueblo,  y  el tañido  de la  campana de  la escuela, que llamaba  a la clase de la tarde, sonó  débilmente  en su oído. Sollozó pensando que  ya  no volvería a oír  aquel  toque familiar nunca  jamás. No  tenía él la culpa; pero puesto  que se  le  lanzaba a  la fuerza  en el ancho mundo,  tenía que someterse...; aunque los  perdonaba. Entonces  los sollozos se  hicieron más acongojados  y  frecuentes.

Precisamente en aquel instante  se encontró a su amigo del alma Joe Harper, torva la mirada  y, sin  duda  alguna,  alimentando en  su pecho alguna  grande  y tenebrosa resolución. Era evidente que se juntaban allí «dos almas, pero un solo pensamiento». Tom,  limpiándose las  lágrimas con  la manga,  empezó a  balbucear algo acerca de una resolución  de escapar a los malos tratos y falta de cariño en su casa, lanzándose a  errar por  el mundo,  para nunca volver, y acabó expresando la esperanza  que Joe no  le  olvidaría.

Pero pronto se traslució que  ésta era la misma súplica que Joe iba a hacer en aquel momento  a Tom. Le  había azotado  su madre por haber goloseado una  cierta  crema que jamás había  entrado en  su  boca  y cuya existencia ignoraba. Claramente se  veía que su madre estaba  cansada  de él, y que quería  que se fuera; y si ella lo quería así, no  le  quedaba  otro remedio  que sucumbir.

Mientras seguían su  paso condoliéndose,  hicieron  un nuevo pacto de ayudarse mutuamente y ser hermanos  y no  separarse hasta  que la  muerte  los librase  de  sus cuitas. Después empezaron a  trazar  sus  planes.  Joe se inclinaba a ser  anacoreta  y vivir  de  mendrugos  en  una  remota cueva, y morir, con  el  tiempo,  de frío, privaciones y penas; pero después  de  oír a Tom  reconoció  que había ventajas notorias  en una  vida  consagrada al  crimen y  se avino a  ser pirata.

Tres millas aguas abajo de  San  Petersburgo, en un  sitio donde  el Misisipi  tenía más de una milla de ancho, había una isla larga, angosta y cubierta de bosque con una barra muy  somera  en  la punta  más cercana y que  parecía excelente para base  de operaciones. No estaba habitada; se  hallaba del lado  de allá  del río, frente a una densa selva casi desierta. Eligieron, pues, aquel lugar, que se llamaba Isla de Jackson.

Quienes iban a ser las víctimas  de sus piraterías, era  un punto en  el que no  pararon mientes.  Después  se dedicaron  a la  caza de Huckleberry Finn, el  cual  se les unió, desde  luego, pues todas  las  profesiones eran iguales para él: le  era  indiferente. Luego se  separaron,  conviniendo en volver a reunirse en un paraje solitario, en la orilla del  río, dos  millas más arriba  del pueblo, a la hora  favorita,  esto es, a medianoche.

Había allí  una pequeña balsa  de troncos que  se  proponían  apresar. Todos ellos traerían  anzuelos  y tanzas  y las provisiones que pudieron  robar,  de un  modo tenebroso  y secreto,  como  convenía a  gentes  fuera  de  la  ley; y  aquella  misma tarde todos se proporcionaron el delicioso placer de esparcir la noticia que muy pronto todo el  pueblo  iba  a oír  «algo gordo».  Y a todos los que  recibieran  esa  vaga confidencia se  les previno  que  debían  «no decir nada y aguardar».

A eso de  medianoche  llegó Tom con  un  jamón  cocido y otros pocos  víveres,  y se detuvo  en  un pequeño acantilado cubierto de  espesa vegetación, que dominaba  el lugar de  la cita. El  cielo estaba estrellado y  la noche tranquila. El  grandioso río susurraba  como  un océano en  calma. Tom escuchó un  momento, pero ningún ruido turbaba la  quietud.  Dio un largo y agudo silbido.  Otro silbido se oyó  debajo del acantilado.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora