Tom y Huck se aprestaron aquella noche para la empresa. Rondaron por las cercanías de la posada, hasta después de las nueve, vigilando uno el callejón a distancia y el otro la puerta de la posada. Nadie penetró en el callejón ni salió por allí; nadie que, se pareciese al español traspasó la puerta. La noche parecía serena; así es que Tom se fue a su casa después de convenir que si llegaba a ponerse muy oscuro, Huck iría a buscarle y maullaría y entonces él se escaparía para que probasen las llaves. Pero la noche continuó clara y Huck abandonó la guardia y se fue a acostar en un barril de azúcar, vacío, a eso de las doce.
No tuvieron el martes mejor suerte, y el miércoles tampoco. Pero la noche del jueves se mostró más propicia. Tom se evadió en el momento oportuno con una maltrecha linterna de hojalata, de su tía, y una toalla para envolverla. Ocultó la linterna en el barril de azúcar de Huck y montaron la guardia. Una hora antes de media noche se cerró la taberna, y sus luces —únicas que por allí se veían— se extinguieron. No se había visto al español; nadie había pasado por el callejón. Todo se presentaba propicio. La oscuridad era profunda: la perfecta quietud sólo se interrumpía, de tarde en tarde, por el rumor de truenos lejanos.
Tom sacó la linterna, la encendió dentro del barril envolviéndola cuidadosamente en la toalla, y los dos aventureros fueron avanzando en las tinieblas hacia la posada. Huck se quedó de centinela y Tom entró a tientas en el callejón. Después hubo un intervalo de ansiosa espera, que pesó sobre el espíritu de Huck como una montaña. Empezó a anhelar que se viese algún destello de la linterna de Tom: eso le alarmaría, pero al menos sería señal que aún vivía su amigo.
Parecía que ya habían transcurrido horas enteras desde que Tom desapareció. Seguramente le había dado un soponcio; puede ser que estuviese muerto; quizá se le había paralizado el corazón de puro terror y sobresalto. Arrastrado por su ansiedad, Huck se iba acercando más y más al callejón, temiendo toda clase de espantables sucesos y esperando a cada segundo el estallido de alguna catástrofe que le dejase sin aliento. No parecía que le pudiera quitar mucho, porque respiraba apenas y el corazón le latía como si fuera a rompérsele. De pronto hubo un destello de luz y Tom pasó ante él como una exhalación.
—¡Corre! —le dijo—. ¡Sálvate! ¡Corre!
No hubiera necesitado que se lo repitiera: la primera advertencia fue suficiente: Huck estaba haciendo treinta o cuarenta millas por hora para cuando se oyó la segunda. Ninguno de los dos se detuvo hasta que llegaron bajo el cobertizo de un matadero abandonado, en las afueras del pueblo. Al tiempo que llegaban estalló la tormenta y empezó a llover a cántaros. Tan pronto como Tom recobró el resuello, dijo:
—Huck, ¡ha sido espantoso! Probé dos llaves con toda la suavidad que pude; pero hacían tal ruido, que casi no podía tenerme en pie de puro miedo. Además, no daban vuelta en la cerradura. Bueno, pues sin saber lo que hacía, cogí el tirador de la puerta y... ¡se abrió! No estaba cerrada. Entré de puntillas y tiré la toalla, y.. ¡Dios de mi vida!...
—¡Qué!..., ¿qué es lo que viste, Tom!
—Huck, ¡de poco le piso una mano a Joe el Indio!
—¡No!...
—¡Sí! Estaba tumbado, dormido como un leño, en el suelo, con el parche en el ojo y los brazos abiertos.
—¿Y qué hiciste? ¿Se despertó?
—No, no se rebulló. Borracho, me figuro. No hice más que recoger la toalla y salir disparado.
—Nunca hubiera yo reparado en la toalla.
—Yo sí. ¡Habría que haber visto a mi tía si llego a perderla!
—Dime, Tom, ¿viste la caja?
—No me paré a mirar. No vi la caja ni la cruz. No vi más que una botella y un vaso de estaño en el suelo a la vera de Joe. Sí, y vi dos barricas y la mar de botellas en el cuarto. ¿No comprendes ahora qué es lo que le pasa a aquel cuarto?
—¿Qué?
—Pues que está encantado de whisky. Puede ser que en todas las «Posadas de Templanza» tengan un cuarto encantado, ¿eh?
—Puede que sea así. ¡Quién iba a haberlo pensado! Pero, oye, Tom, ahora es la mejor ocasión para hacernos con la caja, si Joe el Indio está borracho.
—¿De veras? ¡Pues haz la prueba!
Huck se estremeció.
—No, me parece que no.
—Y a mí también me parece que no. Una sola botella junto a Joe no es suficiente. Si hubiera habido tres, estaría tan borracho que yo me atrevería a intentarlo.
Meditaron largo rato, y al fin dijo Tom:
—Mira, Huck, más vale que no intentemos más eso hasta que sepamos que Joe no está allí. Es cosa de demasiado miedo. Pero si vigilamos todas las noches, estamos seguros de verlo salir alguna vez, y entonces atrapamos la caja en un santiamén.
—Conforme. Yo vigilaré todas las noches, sin dejar ninguna, si tú haces la otra parte del trabajo.
—Muy bien, lo haré. Todo lo que tú tienes que hacer es ir corriendo a mi calle y maullar, y si estoy durmiendo tiras una china a la ventana, y ya me tienes dispuesto.
—Conforme. ¡De primera!
—Ahora, Huck, ya ha pasado la tormenta, y me voy a casa. Dentro de un par de horas empezará a ser de día. Tú te vuelves y vigilas todo ese rato, ¿quieres?
—He dicho que lo haría, y lo haré. Voy a rondar esa posada todas las noches aunque sea un año. Dormiré de día y haré la guardia por la noche.
—Eso es. ¿Y dónde vas a dormir?
—En el pajar de Ben Rogers. Ya sé que él me deja y también el negro de su padre, el tío Jake. Acarreo agua para el tío cuando la necesita, y siempre que yo se lo pido me da alguna cosa de comer, si puede pasar sin ella. Es un negro muy bueno, Tom. El me quiere porque yo nunca me doy importancia con él. Algunas veces me he sentado con él a comer. Pero no lo digas por ahí. Uno tiene que hacer cosas cuando le aprieta mucho el hambre que no quisiera hacer de ordinario.
—Bueno; si no te necesito por el día, Huck, te dejaré que duermas. No quiero andarte fastidiando. A cualquier hora que descubras tú algo de noche, echas a correr y maúllas.