CAPÍTULO XXVI

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Serían las doce del siguiente  día cuando  los dos  amigos  llegaron al árbol muerto: iban en busca de  sus herramientas. Tom sentía  gran impaciencia por ir a la  casa encantada;  Huck la sentía también, aunque en grado prudencial, pero  de pronto dijo:

—Oye, Tom,  ¿sabes qué día es  hoy?

Tom  repasó mentalmente los días de  la semana y levantó  de repente  los ojos alarmados.

—¡Anda!, no  se  me  había ocurrido  pensar  en  eso.

—Tampoco  a mí; pero  me  vino  de  golpe  la  idea que  era viernes.

—¡Qué fastidio! Todo  cuidado es poco, Huck. Acaso hayamos escapado  de  buena por no habernos  metido  en esto  en  un viernes.

—¡Acaso!... Seguro que sí. Puede ser que  haya días de buena suerte, ¡pero lo que es los viernes...!

—¡Todo el  mundo sabe eso! No  creas que hayas sido tú el primero  que lo ha descubierto.

—¿He dicho  yo que era el primero? Y no es sólo que  sea viernes, sino que además anoche  tuve  un mal  sueño:  soñé  con  ratas.

—¡No!  Señal de  apuros. ¿Reñían?

—No.

—Eso es bueno, Huck.  Cuando no riñen es sólo  señal que anda rondando un apuro. No hay más que andar listo  y librarse de él. Vamos a dejar eso  por hoy,  y jugaremos. ¿Sabes jugar a  Robin Hood?

—No;  ¿quién  es  Robin Hood?

—Pues era  uno de  los más grandes hombres que hubo en  Inglaterra... y el  mejor. Era un bandido.

—¡Qué  gusto! ¡Ojalá  lo fuera  yo!  ¿A quién  robaba?

—Únicamente a  los  sheriffs  y  obispos  y a  los ricos  y reyes y  gente así.  Nunca  se metía con  los pobres. Los quería mucho. Siempre iba a partes  iguales  con ellos, hasta  el último  centavo.

—Bueno,  pues debía  de  ser un  hombre  con  toda  la  barba.

—Ya lo  creo. Era la  persona  más noble  que ha habido nunca. Podía a  todos los hombres  de Inglaterra con  una mano  atada atrás; y  cogía  su arco  de tejo  y atravesaba  una moneda de diez  centavos, sin marrar una vez,  a milla y media de distancia.

—¿Qué es  un  arco de  tejo?

—No lo sé.  Es una especie  de  arco, por  supuesto. Y  si  daba  a  la moneda  nada  más que en el borde, se  tiraba al  suelo  y lloraba, echando maldiciones. Jugaremos a Robin  Hood; es  muy  divertido.  Yo te  enseñaré.

—Conforme.

Jugaron, pues, a Robin Hood toda la tarde, echando de vez en  cuando  una ansiosa mirada a la casa de los duendes y hablando de los  proyectos para el día  siguiente y de lo que  allí pudiera  ocurrirles. Al ponerse el sol emprendieron  el regreso  por entre las  largas  sombras  de  los árboles  y pronto  desaparecieron bajo las  frondosidades del monte  Cardiff.
El sábado, poco después de mediodía, estaban otra vez junto al árbol seco.  Echaron una pipa, charlando a la sombra, y después cavaron un poco en el último  hoyo, no con grandes  esperanzas  y tan  sólo  porque Tom  dijo  que  había muchos  casos en que algunos habían  desistido  de hallar  un tesoro  cuando  ya estaban a  dos dedos de él, y después  otro  había pasado por allí y lo había sacado con un solo golpe de  pala. La  cosa  falló  esta  vez,  sin embargo; así es  que los muchachos se  echaron al hombro las herramientas  y se  fueron, con la  convicción que no habían bromeado  con la suerte, sino que  habían llenado todos  los requisitos y ordenanzas  pertinentes  al  oficio de  cazadores de  tesoros.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora