CAPÍTULO XXII

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Tom ingresó en  la  nueva Orden de los «Cadetes del Antialcoholismo»,  atraído  por lo vistoso y decorativo  de sus insignias y  emblemas.  Hizo promesa de no  fumar, no masticar tabaco  y no  jurar en  tanto que  perteneciera a la  Orden. Hizo en  seguida  un nuevo descubrimiento, a saber: que comprometerse a no  hacer una  cosa es  el procedimiento más seguro para que se desee hacer precisamente aquello. Tom  se sintió inmediatamente atormentado por  el prurito  de beber  y jurar,  y  el deseo  se hizo  tan irresistible  que sólo  la esperanza que  se  ofreciera  ocasión  para exhibirse luciendo  la  banda  roja  evitó  que abandonase  la Orden.

El «Día de  la Independencia»  se acercaba, pero dejó de pensar en eso,  lo dejó de lado  cuando aún no  hacía  cuarenta  y ocho horas  que arrastraba el  grillete,  y  fijó todas  sus  esperanzas en el  juez  de paz, el viejísimo Grazer, que al parecer  estaba enfermo de  muerte, y al que se harían  grandes  funerales por  lo encumbrado de  su posición.  Durante tres días Tom estuvo  preocupadísimo  con  la enfermedad del juez, pidiendo  a cada instante noticias de  su estado. A veces subían  tanto sus esperanzas, tan altas estaban, que llegaba a sacar las insignias y a entrenar frente al espejo.  Pero el  juez  dio en  conducirse  con las más desanimadoras  fluctuaciones. Al fin fue  declarado  fuera de  peligro, y después, en franca convalecencia. Tom estaba  indignado  y  además se sentía víctima de  una ofensa personal. Presentó inmediatamente la dimisión, y  aquella noche el juez tuvo una recaída y  murió. Tom se juró que jamás  se  fiaría  de un  hombre  como  aquél.

El entierro  fue estupendo. Los cadetes desfilaron con una pompa  que parecía preparada  intencionadamente  para matar  de envidia  al dimisionario.

Tom había  recobrado  su libertad, en cambio, y eso  ya era algo. Podía  ya jurar y beber;  pero, con gran  sorpresa  suya, notó que no tenía ganas de ninguna de las dos cosas. Sólo el hecho  que podía  hacerlo le  apagó el deseo y privó a aquellos placeres de todo  encanto.

Empezó a  darse  cuenta también que las  vacaciones esperadas con tanto  anhelo se deslizaban  tediosamente entre  sus manos.

Intentó  escribir un  diario; pero  como  no  le  ocurrió  nada durante  tres  días,  abandonó la idea.

Llegó al  pueblo la  primera  orquesta de negros  de la temporada, a hizo  sensación. Tom y Joe  Harper organizaron  una banda  de ejecutantes, y  fueron felices durante un  par de días.

Hasta el glorioso «Día de la  Independencia» fue  en  parte un  fiasco, pues  llovió de firme; no  hubo, por  tanto, procesión cívica y  el hombre más  eminente  del mundo  —según se imaginaba  Tom—, mister Benton, un senador auténtico, de los Estados Unidos, resultó un abrumador desencanto, pues no  tenía diez  varas de  estatura, ni siquiera andaba  cerca.

Llegó un circo. Los  muchachos jugaron a los títeres los tres días  siguientes, en tiendas hechas de retazos de  esteras viejas. Precio de entrada: tres  alfileres los chicos  y  dos  las  chicas. Y después  se  olvidaron  del  circo.

Llegaron un  frenólogo y un magnetizador, y se volvieron a  marchar, dejando el pueblo más aburrido  y soso que nunca.

Hubo algunas fiestas de chicos y chicas,  pero fueron  pocas y tan placenteras que sólo  sirvieron para  hacer  los penosos  intervalos entre  ellas aún  más  penosos.

Becky Thatcher se había ido a su  casa de Constantinopla, a pasar las vacaciones  con sus  padres, y así, pues, no  le  quedaba a  la vida ni una faceta  con brillo.

El espantable secreto del  asesinato  era  una crónica agonía. Era un  verdadero cáncer, por la  persistencia  y  el  sufrimiento.

Después llegó  el  sarampión.

Durante dos largas  semanas estuvo Tom  prisionero, muerto  para el mundo y sus acontecimientos. Estaba muy  malo; nada  le  interesaba. Cuando al  fin  pudo tenerse en pie y empezó a vagar, decaído y débil, por el pueblo, vio que una triste mudanza se había  operado en  todas las cosas y en todas las  criaturas. Había  habido un revival  y todo el  mundo se había «metido en religión». Tom recorrió  el pueblo, esperando  sin  esperanza llegar a  ver  alguna bendita cara  pecadora, pero en  todas partes  no encontró sino  desengaños.

Halló a Joe Harper enfrascado  estudiando  la Biblia,  volvió la espalda  y se alejó del desconsolador espectáculo.  Buscó a  Ben  Rogers,  y lo encontró visitando a los pobres, con una  cesta de  folletos devotos.

Consiguió  dar con Jim Hollis, el  cual le invitó a considerar el  precioso beneficio del sarampión  como  un  aviso de  la  Providencia. Cada chico  que encontraba añadía otra tonelada a  su agobiadora pesadumbre;  y cuando buscó al fin,  desesperado, refugio en el seno  de Huckleberry Finn y éste lo recibió con una cita bíblica, el corazón se le bajó a los  talones, y fue arrastrándose  hasta  su  casa  y se  metió  en  la cama, convencido  que  él solo en  el pueblo  estaba  perdido  para  siempre jamás.

Y aquella noche  sobrevino  una terrorífica tempestad con  lluvia, truenos  y espantables relámpagos. Se tapó la cabeza con la  sábana y  esperó, con horrenda ansiedad, su fin, pues  no tenía  la menor duda que toda aquella  tremolina  era por él.

Creía que  había abusado de  la  divina  benevolencia  más allá  de lo tolerable y  que ése era  el resultado. Debiera haberle parecido  un despilfarro de  pompa  y municiones, como  el de matar un mosquito con una batería  de artillería; pero no veía ninguna incongruencia en  que se montase una tempestad tan costosa  como aquélla  sin  otro  fin que el de  soplar, arrancándolo todo del  suelo, a un  insecto  como él. Poco a poco la tempestad cedió y  se fue extinguiendo sin  conseguir  su objeto. El primer  impulso  del  muchacho  fue  de  gratitud  a inmediata  enmienda;  el segundo, esperar..., porque  quizá no  hubiera más  tormentas.

Al siguiente día  volvió el  médico: Tom  había recaído. Las tres  semanas que permaneció acostado  fueron como una eternidad. Cuando al fin volvió a  la vida no sabía si agradecerlo,  recordando la soledad en que se encontraba, sin amigos, abandonado  de todos. Echó a andar indiferente y taciturno, calle abajo, y encontró a Jim Hollis actuando  de juez ante un Jurado infantil que estaba  juzgando  a un gato, acusado de  asesinato, en presencia de  su  víctima:  un pájaro. Encontró a  Joe Harper y Huck Finn retirados en una calleja comiéndose  un melón robado. ¡Pobrecillos! Ellos también, como  Tom, habían recaído.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora