CAPÍTULO XXI

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Las vacaciones se acercaban.  El maestro,  siempre  severo, se  hizo más irascible  y tiránico que nunca, pues tenía  gran empeño  en que la clase hiciera un lucido papel el día de  los exámenes. La vara y la palmeta rara  vez estaban ociosas, al menos entre los discípulos  más pequeños. Sólo los muchachos espigados y las señoritas de dieciocho  a veinte  escaparon  a los  vapuleos. Los  que administraba mister Dobbins eran en extremo vigorosos, pues aunque  tenía, bajo  la peluca, el cráneo  mondo y coruscante,  todavía  era joven y no mostraba  el menor síntoma  de debilidad muscular. A medida  que el gran día se  acercaba  todo el  despotismo que tenía dentro  salió a la superficie:  parecía que  gozaba, con  maligno  y rencoroso  placer, en castigar  las más pequeñas  faltas. De aquí que  los  rapaces  más pequeños pasasen los  días  en  el  terror  y  el tormento y  las  noches  ideando  venganzas.  No desperdiciaban ocasión de hacer al maestro una  mala pasada. Pero él  les sacaba siempre ventaja. El castigo que seguía a  cada propósito de venganza realizado era tan arrollador a  imponente que los chicos  se retiraban siempre de  la palestra, derrotados y maltrechos. Al  fin  se juntaron  para conspirar y dieron con un  plan que prometía una deslumbrante  victoria. Tomaron juramento  al chico  del pintordecorador,  le confiaron  el proyecto  y le pidieron su  ayuda. Tenía él hartas razones para prestarla con júbilo, pues  el maestro  se hospedaba en su  casa  y había dado al chico infinitos motivos para  aborrecerle. La  mujer  del maestro  se disponía a pasar unos días  con una familia en el  campo, y no habría  inconvenientes para  realizar  el plan. El maestro se apercibía siempre  para las  grandes ocasiones poniéndose  a medios  pelos, y el hijo  del pintor  prometió  que cuando el dómine llegase  al estado preciso, en  la tarde del día de los exámenes, él «arreglaría» la cosa mientras el otro dormitaba  en la silla,  y después harían que lo despertasen  con  el tiempo  justo para que saliera  precipitadamente  hacia  la escuela.

En la madurez de los tiempos llegó la interesante ocasión. A las ocho de  la  noche la escuela estaba brillantemente  iluminada  y adornada  con  guirnaldas y  festones  de follaje  y de  flores. El  maestro  estaba  entronizado en  su poltrona, con  el  encerado detrás de  él. Parecía  un tanto  suavizado  y blando. Tres filas de bancos  a cada lado de él y seis enfrente  estaban  ocupados por los dignatarios de  la población y  por  los padres  de  los escolares. A la izquierda, detrás de  los invitados, había una espaciosa plataforma  provisional, en la cual estaban sentados  los alumnos que iban a tomar parte en los ejercicios: filas de  párvulos relavados y emperifollados hasta un grado de intolerable embarazo  y malestar: filas  de bigardones encogidos  y  zafios; nevados bancos  de  niñas  y  señoritas  vestidas de  blanco  linón  y muselina  y  muy preocupadas de sus brazos desnudos, de  las  alhajas  de  sus  abuelas, de  sus  cintas  azules  y rojas y de las flores que llevaban en el pelo; y todo el resto de la escuela estaba  ocupado por los escolares que  no tomaban parte  en  el acto.

Los ejercicios comenzaron. Un chico diminuto se levantó y, hurañamente, recitó lo de «no podían ustedes esperar que un niño de mi  coma edad  hablase  en  público», etc., etc.,  acompañándose  con  los ademanes trabajosos, exactos y espasmódicos que hubiera empleado  una  máquina, suponiendo  que la  máquina estuviese un  tanto desarreglada. Pero salió del trance sano  y salvo, aunque atrozmente asustado, y se ganó un  aplauso general  cuando hizo  su  reverencia  manufacturada y se  retiró.

Una niña ruborizada tartamudeó  «María tuvo un corderito», etc., hizo una cortesía que inspiraba compasión, recibió su recompensa  de  aplausos  y se  sentó enrojecida y contenta.

Tom Sawyer avanzó con presuntuosa confianza  y se lanzó en el inextinguible discurso «O  libertad  o muerte»  con  briosa  furia  y  frenética gesticulación,  y  se atascó a la  mitad.  Un terrible pánico  le  sobrecogió de  pronto, las piernas le  flaquearon  y le faltaba la  respiración.  Verdad es que tenía la manifiesta  simpatía del auditorio..., pero  también su  silencio, que  era aún  peor que la  simpatía. El maestro frunció  el ceño, y  esto  colmó el desastre.  Aún luchó  un rato,  y después se  retiró, completamente derrotado. Surgió un débil  aplauso, pero murió  al nacer.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora