Transcurrió la tarde del martes y llegó el crepúsculo. El pueblecito de San Petersburgo guardaba aún un fúnebre recogimiento. Los niños perdidos no habían aparecido. Se habían hecho rogativas públicas por ellos y muchas en privado, poniendo, los que las hacían, su corazón en las plegarias; pero ninguna buena noticia llegaba de la cueva. La mayor parte de los exploradores habían abandonado ya la tarea y habían vuelto a sus ocupaciones, diciendo que era evidente que nunca se encontraría a los desaparecidos. La madre de Becky estaba gravemente enferma y deliraba con frecuencia. Decían que desgarraba el corazón oírla llamar a su hija y quedarse escuchando largo rato, y después volver a hundir la cabeza entre las sábanas, con un sollozo. Tía Polly había caído en una fija y taciturna melancolía y sus cabellos grises se habían tornado blancos casi por completo. Todo el pueblo se retiró a descansar aquella noche triste y descorazonadora.
Muy tarde, a más de media noche, un frenético repiqueteo de las campanas de la iglesia puso en conmoción a todo el vecindario, y en un momento las calles se llenaron de gente alborozada y a medio vestir, que gritaba: «¡Arriba, arriba! ¡Ya han aparecido! ¡Los han encontrado!» Sartenes y cuernos añadieron su estrépito al tumulto; el vecindario fue formando grupos, que marcharon hacia el río, que se encontraron a los niños que venían en un coche descubierto arrastrado por una multitud que los aclamaba, que rodearon el coche y se unieron a la comitiva y entraron con gran pompa por la calle principal lanzando hurras entusiastas.
Todo el pueblo estaba iluminado; nadie pensó en volverse a la cama; era la más memorable noche en los anales de aquel apartado lugar. Durante media hora una procesión de vecinos desfiló por la casa del juez Thatcher, abrazó y besó a los recién encontrados, estrechó la mano de la señora de Thatcher, trató de hablar sin que la emoción se lo permitiese, y se marchó regando de lágrimas toda la casa.
La dicha de tía Polly era completa; y casi lo era también la de la madre de Becky Lo sería del todo tan pronto como el mensajero enviado a toda prisa a la cueva pudiese dar noticias a su marido.
Tom estaba tendido en un sofá rodeado de un impaciente auditorio, y contó la historia de la pasmosa aventura, introduciendo en ella muchos emocionantes aditamentos para mayor adorno, y la terminó con el relato de cómo recorrió dos galerías hasta donde se lo permitió la longitud de la cuerda de la cometa; cómo siguió después una tercera hasta el límite de la cuerda, y ya estaba a punto de volverse atrás cuando divisó un puntito remoto que le parecía luz del día; abandonó la cuerda y se arrastró hasta allí, sacó la cabeza y los hombros por un angosto agujero y vio el ancho y ondulante Misisipi deslizarse a su lado. Y si llega a ocurrir que fuera de noche, no hubiera visto el puntito de luz y no hubiera vuelto a explorar la galería.
Contó cómo volvió donde estaba Becky y le dio, con precauciones, la noticia, y ella le dijo que no la mortificase con aquellas cosas porque estaba cansada y sabía que iba a morir y lo deseaba. Relató cómo se esforzó para persuadirla, y cómo ella pareció que iba a morirse de alegría cuando se arrastró hasta donde pudo ver el remoto puntito de claridad azulada; cómo consiguió salir del agujero y después ayudó para que ella saliese; cómo se quedaron allí sentados y lloraron de gozo; cómo llegaron unos hombres en un bote y Tom los llamó y les contó su situación y que perecían de hambre; cómo los hombres no querían creerle al principio, «porque —decían— estáis cinco millas río abajo del Valle en que está la cueva», y después los recogieron en el bote, los llevaron a una casa, les dieron de cenar, los hicieron descansar hasta dos o tres horas después de anochecido y, por fin, los trajeron al pueblo.
Antes que amaneciese se descubrió el paradero, en la cueva, del juez Thatcher y de los que aún seguían con él, por medio de cordeles que habían ido tendiendo para servirles de guía, y se les comunicó la gran noticia.
Los efectos de tres días y tres noches de fatiga y de hambre no eran cosa baladí y pasajera, según pudieron ver Tom y Becky. Estuvieron postrados en casa dos días siguientes, y cada vez parecían más cansados y desfallecidos. Tom se levantó un poco el jueves, salió a la calle el viernes, y para el sábado ya estaba como nuevo; pero Becky siguió en cama dos o tres días más, y cuando se levantó parecía que había pasado una larga y grave enfermedad.
Tom se enteró de la enfermedad de Huck y fue a verlo; pero no lo dejaron entrar en la habitación del enfermo ni aquel día ni en los siguientes. Le dejaron verle después todos los días; pero le advirtieron que nada debía decir de la aventura, ni hablar de cosas que pudieran excitar al paciente. La viuda de Douglas presenció las visitas para ver que se cumplían esos preceptos. Tom supo en su casa del acontecimiento del monte Cardiff, y también que el cadáver del hombre harapiento había sido encontrado junto al embarcadero: sin duda se había ahogado mientras intentaba escapar.
Un par de semanas después de haber salido de la cueva fue Tom a visitar a Huck, el cual estaba ya sobradamente repuesto y fortalecido para oír hablar de cualquier tema, y Tom sabía de algunos que, según pensaba, habían de interesarle en alto grado. La casa del juez Thatcher le pillaba de camino, y Tom se detuvo allí para ver a Becky. El juez y algunos de sus amigos le hicieron hablar, y uno de ellos le preguntó, con ironía, si le gustaría volver a la cueva. Tom dijo que sí y que ningún inconveniente tendría en volver.
—Pues mira —dijo el juez—, seguramente no serás tú el único. Pero ya hemos pensado en ello. No volverá nadie a perderse en la cueva.
—¿Por qué?
—Porque hace dos semanas que he hecho forrar la puerta con chapa de hierro y ponerle tres cerraduras. Y tengo yo las llaves.
Tom se quedó blanco como un papel.
—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Qué es eso? ¡Que traigan agua en seguida!
Trajeron el agua y le rociaron la cara.
—Vamos, ya estás mejor. ¿Qué era lo que te pasaba, Tom?
—¡Señor juez, Joe el Indio está en la cueva!