CAPÍTULO XXXII

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Transcurrió la tarde del martes  y llegó el crepúsculo. El pueblecito de  San Petersburgo guardaba  aún un fúnebre recogimiento.  Los niños perdidos  no habían aparecido.  Se habían  hecho rogativas públicas  por ellos y  muchas  en  privado, poniendo, los que  las hacían, su corazón en las  plegarias; pero ninguna buena noticia llegaba de la  cueva. La  mayor parte de los exploradores  habían abandonado ya la tarea y habían  vuelto a  sus ocupaciones, diciendo que  era evidente que nunca se encontraría a los  desaparecidos. La madre de Becky estaba  gravemente enferma y deliraba  con frecuencia. Decían  que desgarraba  el  corazón oírla llamar  a su hija  y quedarse  escuchando largo  rato, y después volver a hundir la  cabeza entre las sábanas, con un sollozo. Tía Polly había caído en una fija y taciturna melancolía y sus cabellos  grises se  habían tornado blancos  casi por completo.  Todo  el  pueblo se retiró  a  descansar  aquella noche triste  y  descorazonadora.

Muy tarde, a más de media noche, un frenético repiqueteo  de las campanas de la iglesia puso en conmoción a todo el vecindario, y en un momento las calles se llenaron  de  gente  alborozada y a medio vestir, que  gritaba:  «¡Arriba, arriba! ¡Ya han aparecido!  ¡Los han  encontrado!» Sartenes y  cuernos añadieron  su  estrépito  al tumulto;  el  vecindario  fue formando  grupos, que  marcharon hacia  el río, que  se encontraron a los niños que venían en  un coche  descubierto arrastrado por una multitud  que los aclamaba, que rodearon el coche y se unieron a la  comitiva  y entraron  con gran  pompa por  la  calle  principal  lanzando hurras  entusiastas.

Todo el pueblo estaba iluminado; nadie  pensó  en  volverse a  la cama;  era la  más memorable noche  en  los anales de  aquel apartado  lugar.  Durante media hora  una procesión  de vecinos desfiló  por la  casa  del juez  Thatcher,  abrazó  y  besó a  los recién  encontrados,  estrechó  la mano  de  la  señora  de Thatcher, trató de  hablar  sin que la  emoción  se lo  permitiese, y  se  marchó  regando de  lágrimas  toda  la casa.

La dicha  de  tía  Polly  era completa; y  casi  lo era  también la  de  la madre  de Becky  Lo sería  del todo tan  pronto  como  el mensajero enviado a toda prisa a  la  cueva pudiese dar  noticias  a su  marido.

Tom estaba  tendido  en un sofá rodeado  de un impaciente auditorio, y contó la historia  de  la  pasmosa  aventura, introduciendo en ella  muchos emocionantes aditamentos  para  mayor adorno, y  la  terminó con el  relato de  cómo  recorrió  dos galerías  hasta donde se lo permitió la longitud de  la cuerda  de la cometa; cómo siguió después una  tercera hasta el límite de la cuerda, y  ya estaba  a punto de volverse atrás  cuando  divisó un  puntito  remoto que le parecía  luz del  día; abandonó la cuerda  y se arrastró hasta  allí, sacó la  cabeza  y los hombros por un  angosto agujero  y  vio  el ancho y ondulante Misisipi  deslizarse a  su  lado. Y si  llega a ocurrir que fuera  de noche, no hubiera  visto el  puntito de  luz y no hubiera  vuelto a explorar la galería.

Contó cómo  volvió donde estaba Becky  y le  dio, con precauciones, la noticia, y ella le dijo que  no la mortificase con aquellas cosas porque estaba  cansada y sabía que iba a morir y lo deseaba. Relató cómo  se esforzó  para persuadirla, y  cómo ella pareció que iba a morirse de  alegría  cuando se arrastró hasta donde  pudo ver el remoto puntito de  claridad azulada; cómo  consiguió salir del  agujero  y después ayudó  para que  ella  saliese;  cómo  se  quedaron  allí  sentados  y lloraron  de  gozo; cómo  llegaron unos hombres en  un bote  y  Tom los  llamó y  les  contó  su  situación  y que perecían de hambre; cómo  los hombres no querían creerle  al principio, «porque —decían— estáis  cinco  millas río  abajo del  Valle  en  que está la  cueva»,  y  después  los recogieron  en el bote, los llevaron a una casa, les dieron de  cenar, los hicieron descansar  hasta dos o tres horas después  de anochecido  y, por fin, los trajeron al pueblo.

Antes que amaneciese se descubrió el paradero, en la cueva, del juez Thatcher  y de los que aún seguían  con él, por medio de  cordeles que habían  ido tendiendo para servirles de  guía, y se  les comunicó  la gran  noticia.

Los efectos de tres  días y tres  noches  de fatiga  y de  hambre no  eran cosa baladí y pasajera, según pudieron  ver  Tom y  Becky.  Estuvieron postrados en  casa dos días siguientes, y cada vez parecían  más cansados  y desfallecidos. Tom se  levantó un poco el jueves, salió  a la calle  el viernes,  y para el sábado  ya  estaba como nuevo; pero  Becky siguió  en  cama dos o tres días más, y cuando  se levantó  parecía que había pasado una  larga y grave  enfermedad.

Tom se  enteró de  la  enfermedad de Huck  y fue  a verlo; pero no  lo dejaron  entrar en la habitación del enfermo ni  aquel día  ni  en los siguientes. Le  dejaron  verle después todos los días; pero le advirtieron que nada debía decir de  la aventura,  ni hablar de cosas que  pudieran  excitar al  paciente. La viuda de  Douglas presenció  las visitas para ver que se  cumplían esos  preceptos. Tom  supo  en su  casa del  acontecimiento del monte  Cardiff, y también  que el cadáver del hombre harapiento había sido encontrado  junto  al embarcadero:  sin  duda se  había ahogado mientras intentaba escapar.

Un par de  semanas después de  haber salido de la  cueva fue  Tom a visitar  a Huck, el cual estaba  ya sobradamente  repuesto y fortalecido para oír hablar de  cualquier tema, y Tom sabía de algunos que, según pensaba, habían de interesarle en alto grado. La  casa  del  juez Thatcher  le pillaba  de camino, y Tom  se detuvo allí para  ver a Becky. El  juez y algunos de  sus amigos le hicieron hablar, y uno de ellos le preguntó,  con ironía,  si  le gustaría  volver  a la  cueva. Tom dijo  que  sí  y  que ningún inconveniente tendría  en  volver.

—Pues mira  —dijo  el juez—, seguramente no  serás tú el  único. Pero ya hemos pensado en ello. No  volverá nadie a  perderse  en  la  cueva.

—¿Por qué?

—Porque hace dos semanas que he hecho forrar la puerta con chapa  de hierro  y ponerle  tres  cerraduras. Y tengo yo  las  llaves.

Tom  se quedó blanco  como un  papel.

—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Qué  es eso? ¡Que traigan agua  en  seguida!

Trajeron  el  agua y le rociaron la  cara.

—Vamos, ya estás mejor. ¿Qué  era lo que  te pasaba,  Tom?

—¡Señor juez, Joe el  Indio  está  en la  cueva!

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora